Calle Libreros: un paso más en la buena dirección / Por Manuel Peinado

Calle Libreros: un paso más en la buena dirección / Por Manuel Peinado

Cada madrugada, cuando las calles de Alcalá están vacías, desde la ventana de mi alcoba bajo la vista y veo la embocadura de la calle Libreros, un adarve que, con el antiguo Colegio Menor de Santa Catalina a modo de jamba izquierda, se dirige hacia el casco histórico dejando a retaguardia la fuente de los Cuatro Caños.

Desde hace unos días, cuando casi terminaron las obras de remodelación, la vista al atardecer de la Libreros ha cambiado por completo. Liberada de coches, los peatones se han adueñado de un espacio que no es de nadie y es de todos. El sábado pasado disfruté del espectáculo de la gente paseando, hablando, conviviendo en un espacio que siempre ha estado allí, pero que parecía recién descubierto. Unos vecinos me pararon para pedirme que pidiera al alcalde que peatonalizara la calle. Abrí el teléfono y “guasapeé” un corto mensaje: «Voy de paseo por Libreros. Un gentío disfrutando de la calle» (Foto inferior Ayuntamiento).


El Alcalde estaba, supongo, preparando el viaje que al día siguiente iba a hacer con el Presidente del Gobierno a las sepulturas de Antonio Machado y Manuel Azaña. Me parece que ese día Javier acabó por tomar la decisión que, me consta, venía madurando desde hace algún tiempo. El lunes recibí su mensaje: «Calle Libreros y plaza de Cervantes peatonalizadas, ya lo hemos dicho hoy». Me alegró saberlo, y mucho. Al hilo de esta decisión, que pone punto y seguido a quince años perdidos, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre lo que me movió hace ya tres lustros a promover el plan de peatonalización más ambicioso de todas las ciudades españolas.

Empezaré por subrayar una obviedad que algunos no han acabado de entender. Con la obtención del título de Patrimonio de la Humanidad en diciembre de 1998, Alcalá, que nunca había sido de nadie, ni de los comerciantes gárrulos que pensaban que era suya, había pasado a ser, más que nunca, de toda la humanidad. La declaración de la UNESCO significaba un honor, pero también un deber: proteger el Casco Histórico adoptando algunas medidas de calado, entre otras la limitación cuando no el destierro de prácticas que dañaban unos edificios y unos entornos que no estaban diseñados para el tráfico de vehículos a motor.

Los años 50 y 60 del siglo pasado fueron testigos del lanzamiento del coche como producto de masas. Las calles de las grandes ciudades europeas reflejaban hasta entonces sus particulares características arquitectónicas, con trazados estrechos o amplios bulevares peatonales, calles adoquinadas, canales navegables (como en Ámsterdam) o vías semiasfaltadas que recorrían los tranvías. Con la llegada del que se consideró como el medio de transporte del futuro, la fisionomía de las ciudades cambió por completo. Las calles fueron ampliadas y asfaltadas, se levantaron esos efímeros héroes contra el tráfico que fueron los “scalextrics” y se abrieron túneles, todo en aras de que los flamantes vehículos pudieran adueñarse de la ciudad.

Cuando en la década de 1990 me documentaba preparando la edición del Tratado de Ecología Urbana, el debate sobre las ciudades, aunque prácticamente desconocido en España, había comenzado en Europa. Una de las primeras propuestas elaboradas al respecto fue el informe de 1991 Proposition de recherche pour une ville sans voitures (Propuesta de investigación para una ciudad sin coches) coordinado por el italiano Fabio M. Ciufini a petición de la entonces Comunidad Económica Europea. Su distribución fue limitada, casi confidencial. Ningún libro o documento publicado se refiere a ese informe. Pero sus conclusiones superaron las mejores esperanzas del movimiento contra el abuso del automóvil. Tres años después, se desarrolló la primera conferencia sobre ciudades libres de coches en Ámsterdam.

Aunque por entonces las propuestas eran tomadas como poco más que una quimera por la mayoría de urbanistas (empeñados en la política centrífuga de los centros comerciales y las ciudades dispersas), hoy en día casi todas las grandes ciudades europeas tienen planes para reducir el tráfico. Algunas de ellas ya han anunciado su intención de lograr un centro urbano completamente libre de tráfico de vehículos particulares. Otras han apostado por combinar formas alternativas de transporte al coche, con una circulación reducida de automóviles.

Algunos de los veranos de aquella década los dediqué a viajar por algunas ciudades que habían apostado por la peatonalización o la reducción del tráfico a motor por sus centros urbanos. Algunos de ellos me llamaron particularmente la atención. De una de ellas, Oslo, me he ocupado en un artículo anterior. Lo haré ahora sobre Friburgo.

Situada en el suroeste de Alemania y con una población de unos 220.000 habitantes, Friburgo supuso una excepción a las normas favorecedoras del tráfico a motor que imperaba en las ciudades de todo el mundo. Cuando el tráfico empezó a convertirse en un problema, la mayoría de las urbes alemanas optaron por reducir la infraestructura del transporte público para dar más espacio a los coches. Friburgo apostó, sin embargo, por mantener y ampliar su red de tranvía. La ciudad comenzó a desarrollarse urbanísticamente desde los 70 con la idea de dar prioridad al transporte público, a las bicicletas y a los viandantes. El barrio de Vauban, construido en los 90, fue un modelo experimental de zona urbana diseñada desde un principio para estar cien por cien libre de coches.

El resultado de esas políticas a medio y largo es que en Friburgo solo un 32% de los desplazamientos se realizan en vehículo particular y más de un tercio de la población ni siquiera tiene coche. Más de 200.000 personas de su zona metropolitana, con una población de 615.000 habitantes, utilizan a diario el transporte público y la ciudad es, a día de hoy, uno de los referentes mundiales en cuanto a movilidad sostenible.

El mismo año en que tomé posesión como alcalde (1999), dediqué quince días del verano a visitar los modelos peatonales de dos ciudades universitarias: Oxford y Cambridge. Allí aprendí el sistema de bolardos que restringían el paso de los vehículos no autorizados al entorno de los cascos históricos de ambas ciudades. Fuimos trabajando en el proceso durante todo el mandato. Buscamos financiación europea y en 2003 el proyecto entró en funcionamiento. Lo que pasó después lo he lamentado en estas mismas páginas. Pero conviene comparar.

El mismo año en que yo asumí el gobierno municipal, lo hizo también por primera vez en Pontevedra el médico Miguel Ánxo Fernández. Desde su llegada a la alcaldía, la ciudad inició un cambio de rumbo en cuanto a sus políticas de movilidad. Se ampliaron aceras y se redujeron los carriles para coches y buena parte del centro fue completamente peatonalizado. Aunque el cierre del tráfico fue tomado como una maldición por los comerciantes, pronto comenzaron a reclamar nuevas peatonalizaciones. Más allá de un incremento del espacio para los peatones y una reducción de las emisiones de hasta un 65% y de lograr que en 2018 el 70% de los desplazamientos internos se realicen a pie o en bicicleta, la estrategia de movilidad de Pontevedra ha traído como consecuencia que sea un caso reconocido internacionalmente (en 2015 recibió el premio ONU Habitat por su modelo urbano peatonal) y un modelo a imitar por ciudades como Nueva Orleans, que estudia la estrategia de Pontevedra para la revitalización del barrio francés.

Pontevedra: Una referencia internacional dentro de España. Nosotros pudimos haberlo sido. El equipo de gobierno que encabeza Javier Rodríguez Palacios ha dado ahora un paso que, parafraseando a Neil Amstrong es «un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para [el patrimonio] de la Humanidad».

Por Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.