Galdós recuperado: Fortunata y Jacinta / por Vicente Alberto Serrano

Desde la Oveja Negra

Yo tuve un amigo escritor (magnífico por cierto). Pero con una obsesiva monomanía, la de atacar a don Benito Pérez Galdós a los postres de cada cena. Algunas noches consiguió que entrase al trapo y saliese en su defensa como si me fuese la vida en ello, sobre todo cuando llegaba a afirmar que las novelas de Juan Valera ensombrecían con creces toda la obra de escritor canario. Por muchas razones, que no vienen al caso, soy un gran admirador de Valera, sobre todo de su magnífica correspondencia, pero considero que el andamiaje que sostiene la novelística de Galdós es infinitamente más vigoroso que el del autor egabrense. Se trataba de absurdos modos de discutir sobre valores literarios, cuando el análisis serio se confundía con las ganas de epatar. No en vano aquel escritor se consideraba alumno aventajado de Juan Benet, provocador nato, que se caracterizó, entre otras cosas, por atacar constantemente a Galdós en una absurda defensa de Baroja, como si este último estuviese necesitado de apoyos. En cuanto al escritor amigo mío, llegó a ser tan cansino, que una noche no pude más y traté de zanjar de una puñetera vez, tan absurda discusión: «Lo que ocurre –le dije– es que tu nunca has leído a Galdós». Se rebotó de inmediato y contestó bastante ofendido: «Yo lo leí cuando había que leerlo: en el bachillerato». Sé que aquel día perdí un amigo, pero me reafirmé en la certeza de que tal vez la absurda manía hacia el autor de Tristana, venía de lejos y de tópicos adquiridos. O simplemente se basaba en la herencia recibida por sectores conservadores y clericales que nunca le perdonaron el escozor que les provocó el estreno de Electra en 1901. En cuanto relegar la lectura al bachillerato, como si se tratase de una obligada penitencia no merece comentario alguno, sobre todo procediendo la afirmación de un notable escritor.

Fortunata le esperaba

En las Memorias de un desmemoriado (Ed. Tebas), don Benito nos deleita con su pasión de viajero impenitente al narrar con maravillosas descripciones buena parte de aquellos parajes que le gustó visitar, a veces buscando las huellas de personajes que admiraba, como Shakespeare o Beethoven, otras simplemente dejándose embriagar por la arquitectura, la escultura, la pintura o el paisaje de los lugares visitados. Tras un intenso viaje por Portugal, desde Lisboa a Oporto,  al atravesar poco después el Miño, se acordó de pronto que en Madrid tenía un cita: «…cogí la pluma y con elementos que de antemano había reunido me puse a escribir Fortunata y Jacinta».

Tras un verano en Alemania

Sin embargo su pasión viajera pudo más aquel verano y dejó abandonadas a las dos casadas. De nuevo inició otra aventura. Desde Santander un vapor de la Transatlántica lo desembarcó en El Havre, una vez allí partió inmediatamente a París, donde adquirió los billetes para una ansiada excursión por el Rhin. Recorrió Estrasburgo, Maguncia y Francfort. En Vibrick tomó el vapor para la excursión fluvial: Coblenza, Bonn… y como final del trayecto: Colonia, quedando extasiado ante su catedral: «…el monumento gótico más grande y perfecto que en el orbe existe». Acabado el largo y cálido verano, el escritor regresó a Madrid y él mismo nos cuenta: «…apenas llegué a mi casa, recibí la grata visita de mi amigo el insigne varón don José Ido del Sagrario, el cual me dio noticia de Juanito Santa Cruz y su esposa Jacinta, de doña Lupe la de los Pavos, de Barbarita, Mauricia la Dura, la linda Fortunata, y, por último, del famoso Estupiñá. Todas estas figuras pertenecientes al mundo imaginario, y abandonadas por mí en las correrías veraniegas, se adueñaron nuevamente de mi voluntad». Se trataba de sus personajes en rebeldía y en busca de autor, que le obligaron a tejer, de una vez por todas, la mejor novela española del siglo XIX.

Así que pasen cien años

El pasado cuatro de enero se cumplía el centenario de la muerte de Pérez Galdós, “Don Benito el garbancero” como dio en denominarlo Valle-Inclán a través de uno de los personajes de Luces de bohemia, convirtiendo de este modo su admiración en enemistad, tras unas rencillas, al parecer provocadas por cierta frustración de un estreno fallido en el Teatro Español. No es de extrañar que el tópico se halla desbordado hasta nuestros días. Desde Rosa Chacel que al regresar del exilio y visitar la casa del escritor José María Merino, le recriminó que conservase en sus estanterías las Obras Completas del Garbancero. Hasta Francisco Umbral que no se sabe bien en razón de qué privilegio estuvo ejerciendo de pope durante décadas, y hasta perpetró un libro que él debió de considerar maldito, pero que no pasaba de ser un florilegio de genialidades marchitas. Se titulaba Las palabras de la tribu (Ed. Planeta) y en sus páginas trataba de hacer un repaso de la literatura castellana, desde Rubén Darío hasta Cela, pero como si lo hubiese escrito subido a un púlpito divino, repartiendo castigos y premios. En concreto se ceba con Galdós; cualquiera de sus párrafos no tiene desperdicio. Escojo uno casi al azar: «Galdós es el burguesazo solitario, solterón, ilustrado de putas y admiradores, que se edita a si mismo y calcula que cada Episodio Nacional le va a dejar una perrona por ejemplar».

Una edición ejemplar

En esta conmemoración centenaria, la editorial Reino de Cordelia ha tenido el valor de publicar en dos volúmenes una edición ilustrada de Fortunata y Jacinta. Regresar a la novela más significativa de la literatura española después de El Quijote supone, como afirma el escritor José María Merino en su lúcido y clarificador prólogo que esta relectura nos puede resultar deslumbrante. Pero no solo para los que se reencuentran con ella (que a lo mejor, obligados, tuvieron que leerla en el bachillerato), sino también para aquellos que la descubren por primera vez. Acometer, en estos tiempos raros y precipitados, la lectura de un millar de páginas puede parecer tarea imposible y un descabellado consejo. Sin embargo se trata de un modelo de estructura narrativa que después de más de cien años aún permanece vigente. Sus capítulos, perfectamente enlazados, nos exigen continuar el recorrido de las páginas siguientes para no perder el ritmo de la acción ni la evolución de sus personajes. Tal vez nos cueste entender como deberían ser los hábitos de lectura a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Tratamos de imaginarnos el fenómeno de las novelas por entregas o los folletones de los periódicos, luchando frente al desolador panorama de un alto índice de analfabetismo. No debemos olvidar que Galdós terminó siendo editor de sus propias obras.

Hoy ante el influjo avasallador de la supuesta cultura audiovisual, con tan peculiar adicción a series televisivas, regresar a un texto galdosiano de estas dimensiones, en papel y en edición ilustrada, puede parecer una empresa suicida para los editores y una misión imposible para supuestos lectores. Sin embargo recuperar Fortunata y Jacinta supone conocer las vicisitudes de sus dos historias de casadas, pero también toda una experiencia gratificante que convierte Madrid en una ciudad literaria, al observar como los personajes se enredan por sus calles; desde el barrio de Chamberí (Santa Engracia, Raimundo Lulio, Santa Feliciana, Sagunto, Juan de Austria…), hasta la retorcida orografía del centro (La Cava, Pontejos, Ave María, Lavapiés y todo el entorno de la Plaza Mayor). Pero al descubrir también la vida palpitante de sus cafés y comercios. Esta edición tiene el acierto de incorporar, a doble página, un plano industrial y comercial de Madrid, publicado por Juan Calvet en 1883, orlado con anuncios de los principales establecimientos de la época: sastrerías, ópticas, tapiceros, almacenes de tejidos, ferreterías, confiterías, fábricas de licores…

Personajes a la espera de su autor

A la vuelta de su viaje por Alemania, los personajes de Fortunata y Jacinta estaban esperando a su autor. Querían protagonizar una de las novelas más importantes de nuestra literatura. Se sentían envidiosos de Dickens, Balzac o Tolstoi. El resultado es un extenso relato, la historia de dos mujeres, acompañadas por un abundante friso de personajes, con caracteres diversos pero perfectamente perfilados. Retratos del fuerte carácter femenino en desigual lucha contra un machismo ancestral aunque ellas, inevitablemente, sufriendo sus consecuencias. Todos se debaten en el Madrid provinciano de finales del siglo XIX, entre el entramado de los acontecimientos políticos que, como telón, les sirve de sutil escenografía temporal. (Castelar, la marcha de Amadeo de Saboya, la Primera República, la llegada de Alfonso XII, Cánovas, Sagasta…). Regresar a Galdós merece la pena.

Vicente Alberto Serrano