Definitivamente, el amor es imposible entre Felipe González y Pedro Sánchez. Se han intentado distintas fórmulas de acercamiento, pero siempre se ha impuesto el incremento de distancia.
De nada ha servido que se le diga a González que no remede la opinión sobre Sánchez que tenía César Alierta o cualquiera de los empresarios avezados en los miedos a un gobierno de dos fuerzas de izquierda. Producida la coincidencia del ex presidente con el desaparecido ex presidente de Telefónica sobre el candidato Sánchez resultaba inútil la medición en milímetros de esas diferencias.
Esto no viene de ahora, esto viene de atrás, de cuando los afectos de González ya eran escasos respecto del a la sazón candidato a secretario general en las primarias contra la adversaria Susana Díaz. En aquel momento las compañías en apoyo de la dirigente andaluza no solo pasaban por el ex presidente sevillano, también lo hacían por Alfonso Guerra, Alfredo Pérez Rubalcaba y otros significados socialistas de la primera época de 1982 y subsiguientes. La opción de Sánchez se impuso por diez puntos de diferencia a los deseos de Felipe para entronizar un nuevo tiempo superador de prácticas entre la ignominia y la infamia.
Luego llegó lo de la sentencia de la Gürtel, la moción de censura y las elecciones generales sucesivas hasta el gobierno procedente de noviembre de 2019. González ha sido convocado, es de esperar que se produzca algún retortijón en su aparato digestivo ideológico, por Pablo Casado a un paso al frente en la procura del “socialismo patriótico”, cuya inscripción en el registro de marcas ya está tardando. Felipe se adentra cada vez con más devoción en el mar de lo presuntuoso. Y eso no es bueno ni para él ni para su entorno ni para su parcela en la historia contemporánea, a cuyo primer apellido tan ibérico le puede suceder un añadido , tal y como se hacía con los monarcas de la marca Austria, que los signaba para siempre.
Tal y como sucedió con el Hechizado, a nuestro presidente sevillano está a punto de caerle el remoquete de “el envidioso”, porque su presunto carisma de estadista puede ser enturbiado por la patología de la desazón por la comparación. El fino analista Jordi Gracia habló hace unos años del sector “canoso” del socialismo que viene a coincidir con el socialismo “patriótico” de la factoría Casado. Felipe está por derecho propio en el paraíso de la historia, embadurnado ya incluso por la derecha, la misma que lo repudiaba en los años ochenta del pasado siglo.
Enrique Gómez Carrillo, crítico literario de Guatemala, le espetó a Rubén Darío, su compatriota, según cuenta Juan Antonio Pérez Mateos, en su radiografía del diario ABC, “yo tengo orgullo, usted vanidad”. La vanidad puede ser un pecado, pero en política es un error que perjudica notablemente a una opción pública, que en este caso despierta la sorpresa cuando damnifica al mismo partido político, en este caso el partido socialista. Felipe González nunca gobernó con el partido comunista y con Santiago Carrillo tuvo que masticar un tabaco ácido que consistía en los “cien años de honradez y cuarenta de vacaciones” del PSOE, pero en cambio labró una relación amplia, provechosa y duradera con Jordi Pujo, cuando las mayorías se tornaron en minorías.
Ahora, entre patria y cana, entre ombliguismo y vanidad, no se conforma con su proyección internacional, almuerzo en Venezuela, cena en Ciudad de México, sino que se encuentra en ese bienestar del “dinero como fastuosa geografía”, que define Octavio Paz. Todavía no desmiente lo categoría del socialismo patriótico, como si el socialismo gobernante fuese defensor de las anomalías desestabilizadoras del Estado. González está a tiempo del silencio.
La locuacidad inoportuna por razón de Estado y por causa de pertenencia a la misma formación le coloca en “el día en que empieza a no ser nadie”, la sentencia de Lord Byron a su médico John Polidori por activista de la molestia.