Desde la Oveja Negra
Nací y pasé los días azules de mi infancia en una ciudad de la Andalucía profunda que distaba alrededor de doscientos kilómetros de la costa más cercana. Por tanto los veranos eran recios, muy recios. Con temperaturas que alcanzaban con facilidad los cuarenta grados a la sombra. Nos dominaba un cerro con su castillo encima, al parecer de tiempos de los moros. Por la noche las piedras lunares, las mismas que ensalzaba Miguel Hernández cuando hablaba de aceituneros altivos, desprendían todo el calor acumulado durante el día. Las familias adineradas abandonaban aquel horno a mediados de junio, camino de la playa, y ya no regresaban hasta mediados de septiembre. Algunos privilegiados compañeros de clase nos enviaban alguna que otra postal con vistas playeras de Almuñecar, Fuengirola o Nerja, ¡puñeteros! Solo para dar envidia a todos los que habíamos quedado anclados en el centro de aquel árido mar de olivos.
Bien es verdad que en el colegio teníamos una piscina, pero como no la rellenaban con agua bendita, los Maristas la mantenían abierta el tiempo exacto que tardaba aquel líquido en adquirir un inquietante tono verde-carruaje, cierto aroma fétido y las ranas ya se habían hecho dueñas del territorio; calculábamos que era alrededor de unos quince días. Entonces la vaciaban –no tenían depuradora ni derrochaban el dinero en cloro– cerraban y hasta junio del año siguiente. La piscina municipal no estaba mal, tal vez con exceso de cloro, además mantenía a rajatabla la separación de sexos. De nueve a once de la mañana podían disfrutar del baño las chicas. A partir de las once y hasta las tres, los chicos. Aprendí a nadar entre machotes.
Esther Williams y Tarzán
En aquellos largos y cálidos veranos sobraba el tiempo, las horas chorreaban calor por todos sus poros hasta amenazar con un soberano aburrimiento que tratábamos de combatir con los chapuzones mañaneros, la lectura de tebeos en siestas y tardes infinitas y, sobre todo, las noches en cines de verano. Todos los años, no sabíamos por qué, nos repetían inevitablemente dos películas: Tarzán de los monos y Escuela de sirenas. El actor de origen rumano Johnny Weismüller, triunfador en dos olimpiadas, soltaba gritos estentóreos para avisar su presencia y tal vez acojonar a los bichos en una selva en escala de grises. Desde nuestra inocencia infantil nos preguntábamos dónde sujetaban tanta liana y también nos extrañábamos que en plena moralina nacional catolicista de cínica castidad, al bañador de Tarzán le llamasen, sin pudor, taparrabos. Era sorprendente que el taparrabos se le secase tan rápido al salir del agua mientras la mona Chita le esperaba en la orilla. Sin embargo la escena culmen de la cursilería empalagante tenía lugar en Escuela de sirenas.
Esther Willliams aparecía junto a una piscina de agua tan transparente que nos parecía imposible. Asediada por un cantante colombiano, vestido como de Primera Comunión, derramando la empalagosa tonada de Muñequita linda. Ella con taconazos horteras y capita a modo de casto albornoz –que parecía más bien mini manto de virgen procesional– recorría el borde de la piscina hasta alcanzar el trampolín, se desprendía entonces del recatado albornoz-capa y realizaba un impecable ‘salto del ángel’. Cuando regresaba a la superficie el complicado tocado de cabeza permanecía impoluto, todo el maquillaje en su sitio y los ojos luminosos, sin que se le corriera el rímel ni se le hubiesen enrojecido con el cloro. Alcanzaba entonces la orilla con aquel crowl de salón que se parecía más a la estomagante natación sincronizada que al estilo que se debía suponer en una aspirante olímpica que, al parecer, se quedó frustrada porque no pudo asistir a los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1940; se suspendieron a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.
Aquaman y los tebeos
En aquellos años los tebeos no se compraban, se alquilaban para leerlos sentados en el bordillo de la calle, alrededor del puesto de chucherías. Existían dos clases: los populares y los de lujo. Como es natural, también dos precios en el alquiler. Los más baratos: Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Puma, Tony y Anita, Mendoza Colt, Aventuras del FBI, El Cachorro, Hazañas Bélicas… cuyo interior venía en blanco y negro y muchos de ellos con dibujos mediocres, a excepción de la maestría de Boixcar, su plumilla lograba hacer casi humanos los siniestros Stukas y Panzers de los alemanes. Los de lujo procedían de México, de la mítica editorial Novaro. Disfrutábamos a todo color de Batman, El Llanero Solitario y sobre todo de Superman. Allí fue donde descubrí a Aquaman. Después de cada aventura de Clark Kent –el tímido periodista que se convertía en un machorro de cuidado cuando volaba enfundado con aquella ajustada malla azulona y capita roja incluida– aparecía en las páginas posteriores mi héroe favorito, el buceador justiciero.
El padre de Aquaman era una mezcla entre Jacques Cousteau y el Capitán Nemo. Un investigador submarino en busca del reino perdido de la Atlántida que al quedarse viudo, se construyó un refugio en el fondo de los mares, donde cuidó y aleccionó a su hijo, al que le enseñó a aprovechar el oxígeno del agua. Aquaman provisto de branquias, hizo del fondo de los océanos su reino. Se comunicaba con toda la fauna marina, nadaba a una velocidad endiablada y poseía una fuerza hercúlea. Únicamente que no podía permanecer fuera del agua más de una hora. Era su talón de Aquiles que lo aprovechaban los “malos” para tratar de derrotarle. En aquellos años de la guerra fría y el telón de acero, el maniqueo mundo en el que vivíamos estaba lleno de “malos” y rojos, tanto en tierra firme como en la superficie de los mares. Piratas, contrabandistas, cazadores de tesoros sumergidos… Durante algunos años Aquaman fue el héroe perfecto y refrescante para todos los que superábamos con la imaginación los largos y cálidos veranos tan lejos de la costa.
La lenta agonía de los peces fuera del agua
Cada año regresaban los veranos con sus calores exagerados, se acababan las clases, se pudría el agua de la piscina de los Maristas y regresaban los mitos acuosos proyectados en las encaladas pantallas de los cines de verano, con aquellas selvas en escala de grises e infinidad de lianas enganchadas no se sabía dónde, un taparrabos mítico, aunque poco erótico, y el eco de gritos estentóreos. También una pudorosa heroína envuelta en colores chillones y sumergida en aguas tan azules y transparentes como las que nunca habíamos logrado llegar a conocer. Antes de anochecer, en el bordillo de la calle alimentábamos otros mitos entre aquellos tebeos manoseados, una lectura que recuerdo compartir con mi hermano Manin. Siempre vigilantes de que no nos sorprendiese el alquilador y quisiera cobrarnos el doble por leer a dúo, en estereofónico.