Desde La Oveja Negra
Hace un par de semanas comentaba desde este mismo rincón que el día 3 de diciembre de 1980 –se acaban de cumplir cuarenta años– se presentaron simultáneamente un par de libros en el Ateneo y en el Teatro Bellas Artes de Madrid. Fue como una especie de despedida y cierre del raquítico homenaje tributado a don Manuel Azaña Díaz (1880-1940) con motivo del centenario de su nacimiento. El acto del Ateneo se convirtió en un entrañable éxito de público. Felipe González, por entonces líder de la oposición, presentaba el libro póstumo de Josefina Carabias Azaña, los que le llamábamos don Manuel (Ed. Plaza&Janés). A la misma hora y no lejos de allí, en el escenario del Teatro Bellas Artes, se pretendía presentar otro volumen importante. Azaña (Ed. Edascal) abría sus páginas con la edición facsímil de El problema español, la conferencia que el político alcalaíno pronunció el 4 de febrero de 1911 en la Casa del Pueblo de su ciudad natal, folleto rescatado del olvido por la familia San Luciano.
El resto de sus páginas lo componían el testimonio de cuatro autores que conocieron personalmente a Azaña, ocho estudios de su trayectoria política y cuatro análisis sobre su labor literaria. José Luis Gómez cedió el escenario del teatro en el que por aquellos días, cada tarde, se representaba la versión teatral de La velada en Benicarló, dirigida por él. El gabinete de prensa del Centro Dramático Nacional optó por no publicitar el evento en los periódicos, ante el temor de que se superará el aforo y se produjeran protestas, como había ocurrido en la convocatoria anterior. Lamentablemente aquella tarde se produjo el hecho contrario, sobre el escenario había casi más presentadores que espectadores en el patio de butacas: Francisco Ayala, Santos Juliá, Paul Preston, Juan Marichal, Rafael Conte, Manuel Aragón, José Luis Gómez, Lorenzo López Sancho, Rafael Conte y Ernesto Giménez Caballero, entre otros. En contra de tan optimistas previsiones, el público asistente apenas si superó la docena. Eso si exceptuamos el inquietante y compacto grupo de las veinte personas que se sentaron al fondo de la sala.
Un proyecto singular
A raíz del descubrimiento de la conferencia perdida, se llevó a cabo un proyecto singular, avalado en todo momento por Juan Marichal, que no solo facilitó un generoso e importante listado de nombres, sino que les sugirió personalmente a casi todos ellos que se adhirieran al Homenaje. Tan solo cuatro justificaron –con causas diversas– no poder formar parte de aquellas páginas. Tal vez el caso más curioso fue el de José Bergamín que se comprometió a enviar su texto a condición de que se invitase también a Ernesto Giménez Caballero. Ambos terminaron complementando el primer apartado del libro; sus escritos se añadían a los testimonios de Jorge Guillén y Francisco Ayala. Los cuatro habían conocido personalmente al homenajeado.
Ernesto Giménez Caballero
En 1927 aparece el primer número de La Gaceta Literaria, la revista que durante cinco años representó la más generosa tribuna de la vanguardia española. Por sus páginas, concebidas como plataforma de convivencia, pasaron toda la amplia nómina de escritores que configuraron aquella que se ha dado en llamar Edad de Plata. Su secretario de redacción, César M. Arconada, terminaría militando en las filas del Partido Comunista; su creador, editor y director, Ernesto Giménez Caballero, se convertiría en la figura más dislocada del fascismo español. Cuando los acontecimientos comenzaron a determinar radicales posicionamientos políticos, escritores, poetas, cineastas y músicos, optaron por abandonar la nave y darle la espalda al generoso promotor, aquel pintoresco fascista que en solitario mantuvo su revista, cambiándole el nombre por el más oportuno de El Robinsón literario.
A punto de ser fusilado
Los avatares de Giménez Caballero comienzan en 1921 cuando se ve obligado a regresar de su lectorado de español en la Universidad de Estrasburgo para incorporarse al servicio militar con el desafortunado destino de Marruecos en pleno desastre de Annual. A su vuelta edita en la imprenta de su padre Notas marruecas de un soldado que recoge las impresiones de su recorrido por campamentos, cuarteles y hospitales. El gobierno de Romanones lo procesa y lo condena a dieciocho años de reclusión en prisiones militares. Posteriormente será absuelto tras el pronunciamiento de Primo de Rivera. Pocos años después se convertirá –según palabras de Antonio Machado– en: «Gran estandarte, cartelista y jaleador de un ejército juvenil». Aparte de su importante papel en las vanguardias españolas, no podemos olvidar que fue el creador del primer Cine Club en España, con la estrecha colaboración de Luis Buñuel. Sin embargo en 1931 se sumerge de lleno en el fascismo cuando funda, junto a Ledesma Ramos, La conquista del Estado y a pesar de que un año más tarde será expulsado de la publicación por un delirante artículo sobre surrealismo, mantendrá sus dislocadas tesis que recogerá en una de sus obras más significativas Genio de España cuyo subtítulo es toda una declaración de principios: “Exaltaciones a una resurrección nacional y del mundo”. La guerra le sorprende en Madrid, termina refugiándose en sedes consulares y consigue finalmente huir a Francia para pasar a Salamanca y ponerse al servicio de los golpistas, convirtiéndose en uno de sus principales intelectuales. Paradójicamente en Salamanca está punto de ser fusilado por los suyos a causa de un incidente con Millán Astray, el legionario desdentado y mutilado que meses antes se había enfrentado a Unamuno.
Un libro extraño
En 1932 Giménez Caballero había publicado en su propia imprenta Manuel Azaña, profecías españolas (reeditado por Turner en 1975), un libro extraño, con algunos trazos de forzado aroma ramoniano con el que intenta perfilar al personaje aunque se enreda, sin embargo, dentro de una dislocada coctelera, mezcla de aciertos y bastantes disparates, pero siempre tratando a don Manuel con cierto respeto y hasta admiración, a diferencia de otros libelos publicados por la misma época. En su totalidad la obra está trufada de innumerables y cansinas genialidades que van desinflando al lector, para finalizar dejándole sumido en ese mismo caos que caracterizaba a su autor. Alentado por Bergamín, sin pudor alguno Giménez Caballero se prestó a preparar una síntesis, más bien un refrito, de aquella obra lejana y poder introducir sus descabaladas opiniones en las páginas del volumen homenaje, disfrutando así de la buena y prestigiosa compañía de los otros colaboradores. Tan solo se empeñó en añadir una breve introducción de circunstancias y un leve epílogo para comparar la figura de Adolfo Suárez con la del propio Azaña.
Hazaña por Azaña
En aquel acto del Teatro Bellas Artes, intervino en primer lugar el crítico teatral Lorenzo López Sancho e inmediatamente después Ernesto Giménez Caballero, aunque justo en el momento en que iba a tomar la palabra, el extraño y compacto grupo del fondo comenzó a insultarle desaforadamente: «¡Cuervo! ¡Fascista! ¡Explotador!…» Giménez Caballero se levantó indignado, al tiempo que señalándoles con el dedo les increpaba: «Fascista no, soy nacionalsocialista. ¡Bolcheviques! ¡Vosotros si que sois unos bolcheviques!» Como los improperios iban subiendo de tono. Recogiendo su abrigo y anudándose la bufanda, como si fuese la reencarnación de Groucho Marx, se dirigió hacia los miembros de la mesa disculpándose: «Me voy, me voy, que tengo otra actuación en una embajada», al tiempo que huía entre cajas. José Luis Gómez le acompañó hasta la puerta para evitar que aquel grupo le agrediese. Sin embargo nadie se movió en el patio de butacas, tan solo se levantó el que parecía portavoz del grupo para disculparse y explicar que aquel señor que había salido huyendo, había cerrado inesperadamente la imprenta centenaria de su propiedad, dejándolos a todos en la calle y que como era imposible el diálogo, se empeñaban en perseguirlo para tratar de boicotear, de algún modo, los actos en los que intervenía e intentar concienciar a los presentes de la situación. El portavoz volvió a sentarse y el compacto grupo de estafados, permaneció atento a todas y cada una de las pocas intervenciones, porque se fueron acortando drásticamente ante lo insólito de la situación. Lástima no haber podido contar con la presencia de Valle-Inclán, porque aquel acto acabó convertido en un auténtico esperpento. Pocos días después el estrafalario Giménez Caballero ofrecía su particular versión de los hechos a través de un artículo publicado en el suplemento literario de Diario 16, titulado: “Hazaña por Azaña”.
Un juguete roto
Tal vez el tropiezo de Giménez Caballero consistió en equivocarse al inclinar su balanza ideológica hacia el bando golpista. Pretender provocar con genialidades y extravagancias de añoradas vanguardias a una legión de falangistas, militares y obispos fue un experimento peligroso que seguramente le estalló en las manos. A estas alturas casi ninguno de sus libros soportan una relectura, se trata de infinitas gavillas de falsas greguerías trufadas de incoherencias políticas, retórica triunfalista, retruécanos desgastados y un humor deslucido de aquella peculiar rebeldía y vanguardia que se le quedó atascada en la cuneta de la historia a principios de los años treinta. Con la desaparición del Dictador, unos pocos trataron de recuperar al mítico Gecé, vanguardista de otro tiempo. Algunos progres lo intentaron acomodar en las páginas de sus periódicos y revistas, pero pronto se cansaron de él y lo volvieron a dejar abandonado como un juguete roto. Murió en 1988, bastante olvidado, después de aquella fugaz última pirueta que desarrolló en los primeros años de nuestra democracia.