Manuel Chaves Nogales, Semana Santa y República / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

 

De los días azules de la infancia –allá en la Andalucía profunda– todavía recuerdo cuando llegaba la Semana Santa, siempre solapaba con la primavera. En la semana anterior al Domingo de Ramos, los maristas nos sometían a unos tenebrosos Ejercicios Espirituales. Tenebrosos porque dejaban todo el colegio casi a oscuras y por los pasillos colgaban cartulinas con frases para la reflexión y el dolor de los pecados: «De qué te sirve ganar todo el mundo si luego pierdes tu alma». Desde la inocencia de aquellas edades ignorábamos aún la ambición y no sabíamos, por tanto, que era lo que se podía ganar o perder en este mundo traidor.

Sin embargo ellos creían que con unas jornadas de profunda meditación, algo masoquista, lograban lanzarnos a aquellas cortas vacaciones de primavera totalmente picados, como los toros en las corridas tras la suerte de varas y las banderillas. Suponían los maristas que nos alejaban de todo pensamiento pecaminoso y que con tal complejo de culpa, asistiríamos a los desfiles procesionales sumidos en una devoción sin mezcla de mal alguno. Pero los pasos de los tronos, los soldados romanos, los nazarenos y las saetas, paradójicamente solo nos sugerían una extraña dramaturgia no muy apta para recibir la llegada de la alegre y pagana primavera. Los mayores atestaban las barras de los bares refrescando manzanilla como aquel trueno vestido de nazareno, que describía don Antonio Machado (Foto superior: El poeta sevillano don Antonio Machado (1875-1939).

Los pequeños gozábamos de un horario que se alargaba hasta altas horas de la noche, cuando la última virgen marchaba de regreso a su templo. Comprábamos una pequeñas pelotas de cuero blanco, rellenas de paja, sujetas con una goma. El deporte consistía en lanzarlas y tumbar capirotes de los nazarenos como si de una peculiar y sacrílega bolera se tratara. Si en aquellos momentos nos hubiesen descubierto los beatíficos Hermanos, creídos que nos habían encarrilado piadosamente para tan cortas vacaciones, seguro que habrían deseado nuestra excomunión, con el ardiente deseo de que terminásemos achicharrados en las calderas de Pedro Botero.

No la bailan: la mesen

En Granada, un Viernes Santo de hace ya muchos años. Al filo de la medianoche la cofradía del Santísimo Cristo de los Favores y María Santísima de la Misericordia Coronada, más conocida como La greñúa, enfilaba el Campo del Príncipe para encerrarse en su templo. Cuando los costaleros se disponían por fin a coronar la última y empinada cuesta y alcanzar la iglesia de San Cecilio, un buen número de devotos del barrio y algunos cofrades, exaltados, se enlazaban de pronto frente al trono de la virgen, y en una extraña mezcla de euforia y fervor, comenzaban a piropearla entre los acordes enfebrecidos de un «¡Guapa, guapa, guapa…!»

(Foto inferior: página del diario “Ahora” (26 de abril de 1932) donde se da cuenta de los incidentes producidos en Sevilla con motivo de la Semana Santa y el cartel del año anterior (1931).

El dislocado ritmo contagiaba de inmediato a los agotados costaleros. Éstos iniciaban entonces un compás vertiginoso y el trono empezaba a bambolearse hacia arriba y hacia abajo en plena cuesta. Ejercicio insólito de equilibrio y maestría que parecía hacer peligrar manto, cirios, varales, candelabros e incluso a la propia virgen: La greñúa, como popularmente se la conoce, aunque no se sabe muy bien el origen. Tal vez sea porque en un incendio que se produjo en el templo, en 1969, a la imagen se le quedó chamuscado todo el cabello o simplemente porque los habitantes de este barrio de El Realejo, antiguo arrabal judío de la ciudad musulmana, siempre gustaron autodenominarse los greñúos. Una pareja de inevitables turistas contemplaban extasiados la escena. Ella exclama: «¡Qué maravilla! ¡Como la bailan!». Entonces una vecina se vuelve y con la suficiencia que infiere la sabiduría popular le aclara: «No señora, no la bailan… ¡La mesen!».

Sevillanitos y comunistas, pero semanasanteros

El escritor Manuel Chaves Nogales, en plena República, llegó a publicar en el diario Ahora, una serie de reportajes sobre la Semana Santa sevillana. Fueron recogidos en el tomo segundo de su Obra periodística (Ed. Diputación de Sevilla), en una edición a cargo de María Isabel Cintas, tantas veces ninguneada, a pesar de que hace años recuperó del olvido la figura de ese periodista sevillano, del que hoy a otros muchos se les llena la boca al reivindicarlo y afirmar que han sido ellos quiénes lo han redescubierto. Más tarde los artículos aparecieron en volumen separado con el título de Semana Santa en Sevilla (Ed. Almuzara). Cuenta Chaves Nogales que una de las primeras dificultades con la que se encontraron los ‘capillitas’ sevillanos ante el advenimiento de la República fue precisamente la de no poder ‘meser’ sus pasos procesionales.

(Foto inferior: Manuel Chaves Nogales y cubierta de la reedición de sus artículos sobre la Semana Santa (Ed. Almuzara).

Los costaleros se habían afiliado al Sindicato del Transporte, uno de los baluartes más firmes del Partido Comunista; por tanto resultaría muy difícil reclutarlos para cargar sobre sus hombros vírgenes y cristos. Los cofrades se preguntaban cómo iban a decirles a aquellos tíos bolcheviques que les sacaran los pasos por las calles de Sevilla. Un conocido señorito sevillano tuvo la valentía de ofrecerse para exponerle el caso al Presidente del Sindicato, un leninista hasta las cachas, marxista puro y ateo integral, aunque sevillanito al fin y al cabo, como bien debía intuir el señorito. «En realidad –terminó cediendo el comunista– Jesús del Gran Poder pesa más o menos como un saco de café por costalero. Los trabajadores son, ante todo sevillanos y semanasanteros, sacarán las procesiones si se les abonan los jornales establecidos por las tarifas del Sindicato». Al parecer la mayoría de los cofrades no aceptaron aquella fórmula blasfema, prefirieron quedarse ese año sin Semana Santa, intuyendo que las aguas regresarían a su cauce. Al año siguiente, en 1933, los republicanos conservadores estaban empeñados en que las procesiones regresasen a la calle Sierpes, pero los monárquicos no querían. «¿Habéis traído la República? –decían– Pues se acabaron las cofradías. ¿No sois laicos? Pues quedaros sin procesiones».

Cuestionarse la Semana Santa

Creemos que nuestro admirado periodista sevillano pretendía descifrarle a la España republicana un fenómeno que, al parecer, ya se venía cuestionando él mismo desde diez años antes. El 10 de abril de 1925 había publicado un descarnado artículo en El Heraldo de Madrid con el título de “Las conmemoraciones religiosas y la liturgia de los apetitos populares”. Allí llegaba a afirmar que: «Desde lo grotesco a lo sublime, todo sirve a esta caótica liturgia que los pueblos ibéricos utilizan para conmemorar la Crucifixión». Muchos de nosotros, desde la infancia, hemos tratado de encontrar sentido y significación a este extraño rito. Nos preguntábamos el porqué teníamos que irrumpir a la alegría de la primavera con aquel triste y penoso sentido de culpa, al tiempo que nuestras calles se inundaban de penitentes con inquietantes hábitos coronados por siniestros capirotes; mientras que los costaleros agazapados en la sombra bailaban o ‘mesían’ lujosos tronos, escoltados por la milicia. Hoy –paradojicamente– le llaman fiestas y están declaradas de interés turístico. Sin embargo es el segundo año que se suspenden los desfiles procesionales. Pero es que tampoco sentimos la llegada de la primavera, tal vez porque la euforia de aquellos días azules de la infancia se han tornado hoy en una tristeza oscura, casi negra. Por ahora no nos aturulla el lamentable ruido de cornetas y tambores descontrolados. Llevamos sumidos más de un año en cierto silencio desolador, producido por la pérdida de tantas voces queridas. La incontrolada pandemia nos está cuestionando buena parte de la que considerábamos nuestra escala de valores. En esa lista bien es verdad que nunca ocupó un puesto relevante el sentido litúrgico de ciertas conmemoraciones al irrumpir la primavera. Por eso estos días no las echamos de menos. Pero si recordamos los versos de otro sevillano; don Antonio Machado, porque creo que nos dejó bien definida –en pura síntesis– esa Semana Santa primaveral. A través del personaje de don Guido: «Gran pagano, / se hizo hermano / de una santa cofradía; / el Jueves Santo salía, / llevando un cirio en la mano / –¡aquel trueno!–, / vestido de nazareno».