Por Alonso Trenado (*)
El día que murió Bowie me desperté a las siete de la mañana.
Una ducha caliente me hizo olvidar que estaba en Berlín, que las calles estaban heladas tras la última nevada y que todo era azul deslavado.
Sin café dejé que mis piernas me llevasen a la entrada de metro más cercana, Ubahn 8, parada Weinmeister.
Leí la noticia en el andén, solo.
Pensé en ir a su casa de 1976 y pasar la mañana allí, pero la oficina estaba en la otra dirección.
El 155 de Hauptstrasse. Bowie e Iggy Pop intentando desengancharse de la cocaína en el Berlín occidental. Me pregunto quién se cree eso.
Con el muro todavía en pie, las borracheras, los colocones, las pinturas de Heckel y Schiele y los estudios Hansa le dieron de sobra para grabar tres discos.
“Si cojo la línea U8 y luego la U7, desde el trabajo tardo una media hora”.
Berlín es oscura en enero.
Me imagino la ciudad destruida, la inseguridad de Kottbusser Tor en los años 70, los espías rusos, americanos, ingleses, franceses y alemanes vigilándose unos a otros y Bowie de fiesta en fiesta, buscando vinilos, disfrutando en una salsa underground perfecta.
“Me gustaría ir a su portal”.
Yo trabajo en Wedding y su apartamento está en Schoneberg, parada Yorckstrasse.
“Voy primero a mi casa, me pego una ducha y entro en calor”. Alguien dijo que iba a nevar.
El día que murió Bowie yo pienso que no hay nada en la nevera y no tendré para cenar. Bajo, compro, subo. Recuerdo que debo llamar por teléfono e intercambio unos whatsapp.
Cae más la temperatura y yo subo el termostato. Me hundo en el sofá. El tipo con cara de conejo se sienta a mi lado. “We could be heroes…” le digo, sin querer mirarle a los ojos.
(*) Alonso Trenado es presentador y reportero en Berlín