Desde La Oveja Negra
Hace siete años, cuando moría Raymond Carr, el historiador Julián Casanova acertaba al perfilar su figura, destacando la belleza literaria y elegancia narrativa con la que aquel irónico británico logró construir siempre sus historias, al tiempo que señalaba la importancia que tuvo, junto a otros importantes hispanistas, porque ellos fueron capaces de elaborar y ofrecernos una interpretación histórica alternativa a la impuesta por el franquismo. Para muchos de nosotros, la obra España 1808-1939 (Ed. Ariel) supuso una de las visiones más lúcidas en la consecución por alcanzar a comprender la controvertida –y casi siempre manipulada– historia contemporánea de nuestro país. Julián Casanova consideraba a Carr, un maestro de historiadores; por eso entendemos que en la idea de concebir un libro como 40 años con Franco (Ed. Crítica) debió tener presente, en todo momento, el aliento inspirador de Raymond Carr, quien llegó a declarar, en diversas ocasiones, que se convirtió en hispanista por accidente, cuando Gerald Brenan renunció al proyecto de elaborar aquel libro esencial que terminó escribiendo él. Brenan, sin embargo nos dejó otro libro imprescindible, El laberinto español (Ed. Ruedo Ibérico).
Una obra colectiva
Las ventajas de cualquier obra colectiva sobre un personaje –lo sabemos bien– se fundamenta en que a lo largo de sus páginas se consigue conformar un mosaico en el que todas y cada una de las piezas acaban por encajar. 40 años con Franco dio título a un trabajo colectivo coordinado por Julián Casanova, catedrático de Historia contemporánea en la Universidad de Zaragoza. En este libro sus nueve colaboradores (Carlos Gil Andrés, Borja de Riquer, José-Carlos Mainer, Ignacio Martínez de Pisón, Enrique Moradiellos, Mary Nash, Paul Preston, Agustín Sánchez Vidal y Ángel Viñas) todavía fueron capaces de concretar, aún más, la imagen de una dictadura que para muchos españoles –según palabras del propio Casanova en el prólogo– «…significó cuatro décadas de miedo, subordinación, ignorancia y olvido de su propio pasado y del mundo exterior». Tal vez pensábamos que con una biografía tan amplia y contundente como Franco, Caudillo de España (Ed. Grijalbo) escrita por Paul Preston, habría quedado saciada toda nuestra capacidad de curiosidad sobre personaje tan nefasto; sin embargo para aquellas generaciones que lo sufrimos, el tema desborda cualquier medida. Raymond Carr escribía: «Franco ha sido durante cerca de cuarenta años Caudillo de España, encarnando así el gobierno unipersonal de más larga duración de la historia moderna de Europa».
Sonrisas y lágrimas
Normalmente la historia se estudia en los textos, pero a veces una sola imagen impresiona y supera más de mil palabras. En Dar Riffien, a diez kilómetros de Ceuta, pasada la población de Castillejos (Hoy denominada Fnideq) estuvo establecido el cuartel de la Legión Española, abandonado en 1961. Hace ya algunos años visité sus ruinas, los grajos sobrevolaban entonces los restos de lo que algunos todavía hoy añoran como pasado glorioso. De regreso a casa rebusqué en los cajones hasta localizar la copia de una foto sobrecogedora. Tiene fecha de febrero de 1926 y está tomada en aquella fortaleza. Casi un siglo nos contemplan de tan siniestro karaoke. Franco y Millán Astray abrazados y eufóricos, al parecer se entusiasman entonando canciones legionarias junto a la tropa. Queremos imaginar que interpretaban aquel estribillo significativo y, sobre todo, querido por ambos: «Soy un hombre a quien la suerte / hirió con zarpa de fiera / soy un novio de la muerte / que va a unirse en lazo fuerte / con tan leal compañera…». Francisco Franco dirigió la institución legionaria entre 1923 y 1926. Tal vez ésta sea la imagen de su despedida. Mientras que el otro, orgullosamente desdentado en el campo de batalla, junto a sus subordinados parece interpretar con euforia salvaje las últimas estrofas de tan lúgubre tonada. Franco, con la boquita semicerrada, bajo bigotito recortado, lanza mirada discreta pero satisfactoria, dirigida hacia el infinito; parece como si ya intuyese su destino inmediato y la amarga suerte suerte que le espera a todos los españoles. Resulta inevitable emparejar ésta instantánea emblemática, con otra más reciente, pero igual de inquietante. El personaje principal aparece repetido, aunque reflejando el deterioro del paso de los años de plomo. De nuevo la boquita entreabierta, pero ahora la mirada aparece taponada por unas gafas de sol, aunque logramos percibir su gesto satisfactorio ante el deber cumplido con mano de hierro, por la gracia de Dios. Junto a él, su sucesor. Por si acaso en boca cerrada no entran las moscas de la indiscreción, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Tal vez intuyendo ya su destino inmediato.
Porque termina mal
«Pido que España expulse a esos demonios. / Que sea el hombre el dueño de su historia. / De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España.» Con estos cuatro versos acababa Jaime Gil de Biedma uno de sus poemas más desoladores. Todavía somos capaces de recordar que vivimos nuestra infancia y adolescencia a la sombra de una tristeza permanente. Quisimos saber, a través de los libros de historia, porqué la nuestra –sin lugar a dudas– era la más triste. Nos topamos con el siglo XIX y entre los arrebatos líricos de aquel romanticismo desesperado, descubrimos un desilusionante telón de fondo protagonizado por los borbones: Fernando VII, con billete de ida y vuelta; tras la expulsión del rey intruso, José I Bonaparte, recuperó el trono en 1814, gobernando como un déspota hasta su muerte en 1833.
Le sucedió en el trono Isabel II, cuyo exilio en París motivado por el éxito de la Revolución de 1868; junto al libro tan explícito que le dedicaron los hermanos Bécquer, nos ahorra todo tipo de detalles. Tras el brevísimo reinado de un decepcionado y huido Amadeo I de Saboya, se proclamó la Primera República Española cuya corta vida apenas duró once meses. Más tarde Canovás del Castillo recuperó de París al hijo de Isabel II que con el título de Alfonso XII (no confundir con Vicente Parra), se ganó el apodo de “El pacificador” durante su corto reinado. Murió con apenas veintisiete años, pero dejó una herencia generosa: tres hijos de dos matrimonios, uno de ellos póstumo que más tarde reinaría con el título de Alfonso XIII hasta bien entrado el siglo XX, y otros dos hijos ilegítimos de su relación con la cantante lírica Elena Sanz.
Borbón y cuenta nueva
En cuanto a Alfonso XIII pertenece a nuestra historia más reciente. Responsable directo del Desastre de Annual. Consentidor, en 1923, del golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera. Productor de películas pornográficas. Un monarca que abandonó España “voluntariamente”, camino del exilio tras las elecciones municipales de 1931. Trató de justificarse a toda página desde el diario ABC. Pero tras de sí dejaba una secuela, no solo numerosos hijos bastardos (dos de ellos fruto de su relación con la actriz Carmen Ruiz Moragas), sino también conflictos y responsabilidades políticas. Por ejemplo, la grave crisis de Marruecos o el Expediente Picasso que nunca llegó a hacerse público, aunque el general Fernández Silvestre pagó con su vida las arengas del rey invitándole, jaleando su hombría, a lanzarse a una muerte segura para defender sospechosos intereses económicos. A aquel Borbón, le sucedió una República, abortada por una Guerra Civil y el triunfo de una sórdida dictadura que tardó casi cuarenta años en agonizar. El nefasto protagonista de aquella victoria, al final de su vida, decidió saltarse la sucesión y hacer Borbón y cuenta nueva. Al parecer creía que la lucecita de El Pardo iluminaba sabiamente sus decisiones. La segunda parte de esa triste historia la hemos intentado llevar lo mejor posible bajo los efectos de una ilusionada pero cuestionada transición hacia la democracia, con más de un sospechoso sobresalto, subrayado con tricornio. Resulta que el que considerábamos principal protagonista, el nieto de Alfonso XIII, también se nos fugó. Toma el dinero y corre. Aquella sonrisa de oreja a oreja que esgrimía en compañía del dictador, en años de tensa espera, se ha convertido hace poco en una sonora carcajada, cuando regresado a España, le preguntaron si estaba decidido a pedir perdón. Jaime Gil de Biedma tenía razón sobre la tristeza de nuestra historia, mientras nosotros quedamos sumidos en el desencanto, con la sensación de que nos llevan tomando el pelo desde tiempo inmemorial.