De puntillas, y hace dos meses, como hacía en las inmediaciones del área, con el nulo ruido del depredador, se ha ido de Torres de la Alameda camino de otros ámbitos donde se requiere pasaporte de bondad, quien atendía por Pinche, Juan Antonio Pastor en el DNI.
La gloriosa alineación de los años sesenta, de aquel equipo más cerámico que agrícola, que significaba ya la transición de una vida de desempeño rural al encuentro industrial, tiene ya pocos representantes. El aguijón y la guadaña va provocando desmanes a cuál más dañino. Ahora le ha tocado a Juan Antonio, quien vistió la camiseta blanquivioleta y la roja, coincidentes en los años sesenta y setenta con las efemérides futbolísticas más y mejor recordadas.
Pinche formaba parte de una progenie numerosa y plural de hermanos, todos ellos al mando de su líder y padre biológico y espiritual, el Tío Ángel El Sereno, cuya dimensión noctámbula lindaba con el señalamiento de las horas y la conducción de descarriados en noches de hielos y fantasmas. Su expansión en Torres, habida cuenta de la numerosa aportación bautismal, fue cordialmente invasora y muy reconocida por los habituales del lugar.
Los Pastor impregnaron los espacios por tierra, mar y aire, e hicieron de la integración un ejercicio de amistad, bonhomía y solidaridad. No se recuerda comentario alguno donde un vástago de los Pastor fuese tironeado por la maledicencia o la mala baba. Léase, Hermelo, Eugenia, Pepe, Isabel, Vitorio, Pablo, Juan Antonio. Juan Antonio el Pinche nada tuvo que ver con las cocinas, pero el capricho de los sobrenombres, donde Torres mantiene algún liderazgo, hizo lo suficiente para perpetuar su mote.
Muchos años después del 0-1 histórico en el feudo de Loeches, en la Liga Madrid-Toledo, en una mañana idílica donde cayeron 40 mm por metro cuadrado, allá por 1968, sigue abierta la polémica sobre si el goleador fue Pinche o Chivarra, pese a que este último, también ganado para otras actividades en terrenos de bondad, confesase que había sido él quien empujó el balón a la red. Ni la hostilidad exterior a las rayas del rectángulo de juego suministrada por la Guardia Civil, de quien se decía que protegía, como así era, a los naturales de la ubicación de la casa cuartel, es decir al Loeches, ni las miradas de Añejo, capitán de Loeches, quien a su apodo áspero añadía un parecido a Nobby Stiles, jugador del Manchester United pero con inequívoco futuro en películas de terror serie B, pudieron evitar aquel colosal bochorno del que se habló en Torres en términos solo comparables al gol de Iniesta. Nuestro Pinche estuvo ahí, en el último o penúltimo empujón a aquel balón que debía pesar más de tres kilos. En la pastelería de Loeches se vendían los primeros donuts, quizá un poco más duros del punto ideal, pero era igual. Había ganado el Torres en el inexpugnable campo del Loeches. Loeches se sobrepuso como pudo a aquel agujero histórico que quebrantó su emblema moral y Juan Antonio decidió emprender una biografía nueva con la inversión y el riesgo inherentes al mundo de la empresa. Construcción, almacén, ventas, proveedores, transporte, asesoramiento sobre áridos, arenas y revocos.
Pero el gol el día del diluvio en Loeches permanecía ahí. Del mismo modo que sigue en nuestro recuerdo la sonrisa del Pinche bueno, capaz de buscarle maridajes exóticos al coñac, no menos inclinado a repetir todas sus sentencias. Todo dos veces, para mejor memoria. Siempre entrañable, doblemente bueno, para mejor memoria.
Que así lo entiendan sus amigos; Josefa, su mujer; Ángel Vicente, su hijo; y demás ancha familia.