Luces y sombras
Recuerdo que pasé los días grises de mi adolescencia en ésta ciudad. Aquí llegué una mañana de junio de 1961, a bordo de un desvencijado tren de cercanías que nos descargó en la Estación. Desde el teléfono del bar “La Oficina” mi hermano reclamó un taxi. Tardó en llegar. Le esperamos a la puerta de la Estación, entretenidos en contemplar ilusionados el panorama que nos ofrecía nuestro nuevo destino. Ante nosotros se desplegaba un atractivo paseo –a modo de prólogo– de una ciudad alegre y confiada. El paseo parecía desembocar en diagonal, allá a lo lejos, ante un singular edificio de imitación herreriana. Por las calles adyacentes cruzaban, de vez en cuando, algún espectacular “haiga” de los soldados americanos que residían en una base cercana. También numerosas bicicletas. Adornado por unas estilizadas farolas que aparecían sembradas graciosamente en extensos arriates, recogiendo cada una de ellas, a media altura, dos pares de macetas de geranios. Por fin apareció nuestro taxi, un cochazo azul y blanco que tal vez tuvo un pasado glorioso –más tarde me comentaron que había pertenecido a Lola Flores– lo conducía un simpatiquísimo personaje que se llamaba igual que mi padre. Él nos fue señalando todos y cada uno de los numerosos chalets que conformaban aquel sugerente paseo. Peculiares edificios de traza modernista, presididos, a la izquierda, por una extraña, inquietante y sobre todo extravagante construcción-fortaleza de dudoso gusto, añorante de un romanticismo caduco con pretensiones orientalistas. Más allá, en la misma acera, otra casa parecía secuestrada del Tirol. Nuestra desilusión se produjo cuando giramos ante aquella edificación de hechura herreriana. Frente a nosotros apareció la nada. O mejor dicho, una planicie manchega de eras cuasi infinitas. Por lo visto tan solo habíamos asistido a un extraño espejismo, engañados por una especie de abigarrado decorado teatral. A un lado y otro del Paseo Marqués de Ibarra (entonces se llamaba así) no había nada. Solo el viento solano que supo inmortalizar Ignacio Aldecoa, precisamente en estos mismos lugares.
En cuyas calles crecía la yerba…
Sin embargo al otro lado de la carretera general se alcanzaban los restos de la ciudad universitaria que soñó Cisneros. Colegios transformados en cuarteles y mucha, mucha tropa. Cuando más tarde descubrí una monumental historia de la ciudad, escrita por un señor que llegó a ser alcalde en tiempos pretéritos y con un apellido cuestionado con los años por culpa de su hijo, rescaté un párrafo bastante significativo con el que luego traté de entender los restos de aquel insólito naufragio: «El año 1836 cerró sus puertas la Universidad de Cisneros, y tras ella los colegios, los pupilajes, y desiertos los claustros de los edificios de enseñanza […] El estado de ruina de Alcalá, en cuyas calles crecía la yerba como en el campo, cuyo sombrío y triste aspecto, al que contribuían la soledad de sus edificios, daban a la ciudad el tinte de un pueblo encantado; por doquiera ruinas, por doquiera edificios abandonados y casas destartaladas, hacía predecir la despoblación de Alcalá, o cuando menos su reducción a la extensión de una pequeña villa».
La Galera
Aquella mañana del verano del 61, nuestro destino final sería La Galera. Al final de una calle de desgastado empedrado y jalonada de garitas con civilones en su interior, se llegaba a un edificio soberbio de aspecto muy ciudado; cuatro alturas, con verja exterior, y puerta central de dos hojas, permanentemente abierta, jalonada con un tondo metálico en la parte superior con abreviatura y fecha caladas “P.M. 1880”. Aquella imponente construcción que parecía una Residencia de Señoritas, era lamentablemente una Prisión de Mujeres de la que acababan de nombrar a mi padre Director. Durante diez años residiríamos en el tercer piso del bloque central. Frente a nosotros se extendía un barrio humilde de casas bajas al que el humor negro del consistorio local, había denominado como Barrio Venecia. Cada otoño sus calles (más humor negro) bautizadas con nombres de ríos españoles, se inundaban ante la desolación de sus vecinos que temían perder lo poco que poseían. A espaldas de nuestro pabellón se alzaba un conjunto de naves que encerraban alrededor de unas trescientas reclusas, vigiladas celosamente por funcionarias y monjas. En las páginas de algunos libros han quedado reflejados los sobrecogedores testimonios de algunas de aquellas inquilinas (Juana Doña, María Franciska Dapena…) que castigadas por un régimen de represión habían sido desposeídas de lo poco que les quedaba: la libertad. Desconozco si este edificio estuvo alguna vez catalogado en los archivos municipales como parte integrante de la historia local. Hoy es tan solo una ruina que se desmorona lentamente ante la pasividad de las autoridades. Tal vez esperan la llegada de una inmobiliaria que arrase aquellos recuerdos penosos, construyendo sobre su solar viviendas de alto standing. A nosotros tan solo nos queda evocar algunos versos de Machado de su “pasado efímero”, con «…una triste expresión, que no es tristeza, / sino algo más y menos: el vacío / del mundo en la oquedad de su cabeza».
La Casa Blanca
Este verano, desde un pueblo de La Alcarria profunda, tuve ocasión de trastear, a través de algunos medios de información local, la impotente acción de unos pocos vecinos por tratar de preservar parte de nuestro pasado, parte de nuestro patrimonio, una edificación singular que al parecer permanecía sin catalogar; tan solo fijada en el imaginario de nuestros recuerdos. Otra inmobiliaria está a punto de arrasar la “Casa Blanca”. Un bellísimo conjunto de construcción agrícola edificado, creo que por los años cuarenta, a un costado de la carretera de Meco, frente a las tapias de lo que siempre conocimos como “El Manicomio”. Mi añorado amigo Baldomero Perdigón Puebla publicó a comienzos de este milenio un libro de fotografías titulado Alcalá de Henares en blanco y negro 1960-1970. En más de una ocasión le comenté que sus imágenes le hubiesen gustado a Ignacio Aldecoa para ilustrar una edición de Con el viento solano. Baldo supo captar, a través de su objetivo, toda la tristeza que contenían las calles de aquellos días grises de mi adolescencia. Aunque también las páginas de su libro recoge el testimonio en imágenes de algunos edificios singulares que derribó la piqueta de la especulación inmobiliaria. Entre ellos una casa señorial del siglo XVII, junto a la Iglesia de Santa Úrsula, convertida en un bloque de viviendas de discutible estética playera o una iglesia, antes sinagoga, en la esquina de la calle Santiago con Diego de Torres, transformada en pisitos, a modo de pórtico emblemático de entrada a una de las mayores aberraciones inmobiliarias que se perpetraron en esta ciudad, años atrás; en los solares que en otros tiempos fueron huertos y hasta acogieron a una terraza de cine de verano con el sugerente título de “El Parque”.
Los despojos de su anemia
Describió Unamuno una desoladora y a veces cruel visión de ésta ciudad, entendiendo que se consumía en una total decadencia porque: «…a los alcalaínos, tras la pérdida de su Universidad, apenas si le quedan bríos para deplorar la grandeza perdida y salvar los despojos de la anemia». Desde noviembre de 1889 en que Unamuno visitara al padre Lecanda, la ciudad que describiera hace más de un siglo en El Noticiario Bilbaíno, ha cambiado y crecido radicalmente para bien. Incluso las fotos del libro de Baldo parece como si nos describiesen una ciudad diferente y triste, pero que lamentablemente algunos conocimos. No somos añorantes de aquel pasado penoso, pero nos resistimos que algunas señas concretas de nuestra identidad queden arrasadas por una excesiva, ambiciosa y deshumanizada especulación inmobiliaria. Las imágenes de este verano con aquellos vecinos tratando de abrazar la Casa Blanca para evitar su demolición, nos muestran todavía el coraje de algunas personas queriendo salvar aquello que algunos desprecian, llamándolo despojos del pasado. Entendido así, la Casa de Hippolytus también debería ser un despojo del pasado.