Los días intermediados de la Navidad, aquellos que no resultan de celebraciones masivas y con los petardos controlados por la generosidad del sentido común, son de un disfrute acorde con el momento de paréntesis o de preámbulo de la celebración y de la eclosión festiva. Esos días permiten el paseo, el paladeo, la deglución, el estiramiento y la atención, todo lo cual puede ser agitado para la producción del buen momento, que no pretende la inmortalización, ni el recuerdo exacto, pero proporciona el paso del tiempo con aplicación de la observación y el conocimiento sedimentado sin querer, sin la voluntad del aprendizaje forzado. Nadie preguntará, si acaso sale la conversación.
Todo ello lo interpretaron como nadie Balzac y Galdós. No hay más. Itinerario al azar. Primero, calle Sebastián de la Plaza. A un lado, la antigua farmacia militar, un triángulo sin uso del que todo el mundo habla para numerosos proyectos. A su frente, la fachada lateral de la facultad de Derecho, antiguo cuartel de Mendigorría, de mismo nombre que la villa navarra donde se midieron los carlistas y los isabelinos hace 190 años y que trasladaron la nomenclatura donde hicieron guardias los propietarios de nuestra anterior generación. Aquella generación que vestía la ropa militar en 1939, cuando los tiempos de paz también compartían la convivencia con la atrocidad del hambre alimenticia y moral a partes iguales. La fachada este del ahora centro universitario tiene ladrillos rojos con gradaciones muy distintas por la erosión y su resistencia a la humedad. Las incrustaciones de baldosines con nombre de eminentes juristas tiene una pieza equívoca en la de Joaquín Garrigues y Díaz Cañabate, al que se le ha caído una “b” para ganar una “uve” para rechinar en la lectura del transeúnte. Apellido liberal y trilateral que recuerda a embajadores, clubes liberales, Jacqueline Kennedy y Bárbara Rey.
El número 27 antiguo de la calle Libreros, coincidente con el cuartel de Mendigorría que tenía continuación con el Colegio Máximo y espacio jesuita hasta que un tipo gaditano que llegó a ministro de Hacienda en un gobierno liberal de los años 30 del siglo XIX ejerció su poder civil para expropiar aquellos bienes eclesiásticos. Se llamaba Juan Álvarez Mendizábal y fue especialmente conocido en los apuntes del Preu y más tarde la Selectividad y sus notas de corte.
Frente por frente, el número 50 de Libreros, con la farmacia Maravillas, que une su nombre mágico a los milagros de la ciencia y el medicamento que opera para curar y sentir el efecto de la curación que es casi mejor en su transición que el estado final del bienestar. Libreros hacia el núcleo de la almendra central, que dicen los urbanistas, se gana la superficie sin ángulos, sin aceras, sin cambiar la flexión de pierna y articulación. La vieja disquisición de la calle a favor del peatón, la servidumbre del sector servicios y sus necesidades, las terrazas como concesión de derecho o como propiedad. El espacio de la calle Libreros como cuadrícula para uso de sus pretendientes, sus paseantes, sus ocupantes de sillas alrededor de mesas, sus titulares de comercio, de instrumento de ocio. Lugar de culto religioso, espacio de culto lúdico en administración de lotería, los recintos financieros, la nueva devoción a los panes en detrimento de los peces, el cultivo de la masa madre y de los cinco a siete cereales, que no falte la chía y la pipa de girasol.
El tubo de la luz y de la música que enardece la fiesta navideña y solsticial, de cambio de hora solar y de cambio de ambiente emocional. De un tirón calle Mayor para ganar la plaza de Santos Niños, pero hay que remontar un pasacalles con gigantes hinchables con simulación de palomas y otras especies aladas que miran el cielo dudoso de estas fechas de poca luz y mucha ilusión por mucho que se parezca a la habitual del año anterior. Los rincones de saboreo de bocados y delicias se suceden hasta que los clientes aprenden a decir “delicatessen”, que es más fácil que el antiguo “ultramarinos”, con intercambio de referentes.
Dónde a va a parar la diferencia entre el taco de jamón y la lámina entreverada del puro bellota; de la sardina añeja al arenque, tal y como se acomoda históricamente el escalpelo al bisturí de precisión. En la calle Mayor también se exhibe la rivalidad por el roscón, con Bamby, Paraninfo y Maiig, con la doble “i” aún en posición ganadora con el sonido tradicional de su puerta con los goznes profesionalmente dispuestos al chirrido y a la música de aviso. Ni el ruido de la puerta ni la nata serían lo mismo con cambios en tres en uno o proliferación de masa madre. Santos Niños y vuelta por Empecinado hasta Santa Catalina, continuación por Rico Home, giro en Vaqueras, mano izquierda por Seises, hasta Postigo, arteria con continuación en Victoria, con esa superficie llana y silenciosa en el pisar que ofrece espectáculo a un lado, librería low cost, donde conviven la auto ayuda con el ensayo y la narrativa, donde prima el precio, el anaquel, la catalogación, frente al papel regalo y el marca páginas de floritura.
El restaurante Eximio también es Exiguo, disimula su existencia pero no su calidad, al decir de los expertos, y disculpa sus vacaciones con adherencias altas para no agredir la vista, cuerpo pequeño para ausencia grande. Parece imitar al Escondidinho, de Oporto, apenas revelado para el entonces Príncipe Juan Carlos, en los años sesenta, y ahora redescubierto por Jose Mari San Luciano. La imponente portada occidental de la catedral queda a un lado como faro de lo que suceda en la calle Tercia, ahora rebautizada en ese tramo frente a la puerta como plaza de Santa Lucía. Cuatro zancadas para entrar en la calle San Juan, ubicación de la Casa de la Entrevista, con su belén majestuoso. A la derecha surge una voz misteriosa por la escasa luz, que se corresponde agradablemente con la propietaria de la misma, representante del oficio del control de accesos, de donde han salido muchas otras profesiones. En el recinto del belén, un segundo control de accesos, esta vez corresponde al sexo masculino con entrega de entrada pese a la gratuidad de la visita. Si es sellada al final se interpreta que ha habido óbolo para los amigos del belén, especie de gran y noble protección. Entre animales y humanos más de 70 figuras que viven y perviven en torno a las casas cuadrangulares de formato palestino iluminadas para la ocasión, que es la visita turística, no el nacimiento del Mesías. Todo en perfecta sintonía y armonía de medidas. Quédase uno con las formas y diseños de las ovejas, de una calidad lanar indiscutible. Tanto a la salida como a la entrada resulta obligada la parada lectora de la placa conmemorativa en torno al quinto centenario de la rendición de vida de Isabel la Católica, al que la inventiva anti histórica ha colocado un palo antes de la V de quinto centenario, a ver si pica alguien, sea o no perteneciente a la clasificación de historiador. Pero el introito de la placa es una delicia para el paladeo de la lengua hispana.
Rubén Darío recuerda la entrevista preparatoria del viaje colombino: “Algo se inicia como un vasto social cataclismo sobre la faz del orbe”. Dado el poeta nicaragüense a la medida ambiciosa de todas las cosas del mundo, esta vez la emprendió con el propio mundo para hacerlo aún más grande. Final en la Plaza de Armas del Palacio Arzobispal. Un niño rubio que debería haberse llamada Chencho al margen de las manos del imaginado abuelo Pepe Isbert mira en las tinieblas del espacio cómo sale un furgón conducido por las siervas de hábito blanco que abandonan el impresionante edificio que cierra su verja mediante un mecanismo automático muy lejos de los ingenios de Fonseca y Covarrubias. A la derecha de la plaza, como sin querer, dos misterios, uno con figuras de tamaño humano y un segundo, con recortes de papiro protegidos por una marquesina, por si llueve.