La tarde que Roberto Alcázar se merendó a Pedrín / Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

«Pedrín es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos». Estas líneas –parafraseadas del inicio de un conocido libro del poeta de Moguer– era una cita apócrifa con la que se iniciaba la dislocada novela corta que escribí allá por 1974. Se titulaba La tarde que Roberto Alcázar se merendó a Pedrín. Por entonces estudiaba Filosofía y Letras en Granada, pretendía ser escritor y me consideraba rebelde con causa. Aquella aberración literaria intentaba ser un escandaloso alegato contra la moral establecida, la desinformación cultural y no sé cuántas cosas más. Hasta tuve la osadía de leer algunos fragmentos en el programa de radio Poesía 70 que emitía la Cope local y dirigía Juan de Loxa. Hace algunos años un texto de Umberto Eco fue el culpable de que removiera cajones para buscar el manuscrito, porque –como es lógico–la escandalizadora historia de Roberto Alcázar y Pedrín nunca se publicó. Su relectura me ruboriza ahora por excesiva ingenuidad y provocación incontenida, seguramente culpable de tanto atracón de lecturas mal digeridas: Boris Vian, Kafka, Cortázar, Genet, Gómez de la Serna… todos aparecen por allí revueltos y despistados. Con este reencuentro me siento algo turbado, aunque también me admiro del esfuerzo por intentar alcanzar una regeneración del país simplemente a través de la literatura lúdica, de socavar mitos de papel cuando éramos incapaces de derrocar dictadores de carne y hueso. Entre barricadas de estanterías y libros hicimos nuestra íntima y estéril revolución.

Almanaque de Roberto Alcázar y Pedrín del año que yo nací y botellín vacío –los paisanos le llamaban “Biscuter”– de la cerveza de mi pueblo.

La novela de Umberto Eco

Giambattista Bodoni es el nombre del protagonista de la novela de Umberto Eco. Todo un guiño de homenaje al maestro tipógrafo italiano del siglo dieciocho, aquel que creó la letra ideal para imprimir sonetos. El protagonista de La misteriosa llama de la reina Loana (Ed. Lumen) despierta en una sala de hospital descubriendo que se le han borrado de la memoria sesenta años de existencia. Con la ayuda de su mujer, ahora una desconocida para él, trata de reconstruir los elementos básicos que han dado consistencia a su vida: sentimientos, gustos, profesión, hábitos, emociones… Bodoni descubre entonces que se le acaba de abrir la espita del pasado. Averigua que posee una memoria de papel. Animado por su mujer se recluye en un caserón familiar de la Italia profunda. Encerrado en el desván va removiendo, con la minuciosidad de un arqueólogo, los diversos estratos de su historia personal, reflejada en cuadernos, libros, tebeos, discos, carteles de cine, publicidades, recortes de revistas y periódicos. La misteriosa llama de la reina Loana se subtitula “Novela ilustrada”; magníficamente editada, recoge en sus páginas la reproducción en color de todos y cada uno de los elementos gráficos al que el protagonista hace referencia. Materiales que, sin lugar a dudas, procedían de la colección particular de Umberto Eco, un gran fetichista de objetos de su propio pasado. La novela, irregular en su construcción y fallida en su consecución, gratifica sin embargo al lector porque posee la trampa sutil de remover mitos de aquel tiempo perdido y desolador, donde casi todos tratábamos de refugiamos en una irrealidad de héroes de papel.

Umberto Eco, el gran fetichista de objetos de su propio pasado y cubierta de la novela en la que evoca a innumerables héroes de papel.

¿Qué le hacía Roberto Alcázar a Pedrín?

Leí, hace ya mucho tiempo –seguramente en las páginas de algún teórico del cómic– que Roberto Alcázar estaba inspirado directamente en la figura de José Antonio Primo de Rivera. Es verdad que el apellido contenía fuertes resonancias patrióticas para reafirmarse en ello. Víctor Alcázar era el explícito nombre del protagonista de Camisa azul, novela falangista de Felipe Ximénez de Sandoval (También en mi pueblo se elaboraba una sabrosa cerveza con ese sonoro apellido) Pero ¿y Pedrín?, ¿a qué personaje heroico de nuestra derecha histórica pretendía representar tan desagradable y agresiva criatura? Siempre con una cachiporra en la mano, sospechosamente fálica, repartiendo mandobles, y con un limitado cuadro de diálogos que no iban más allá de:«¡Toma bribón!», «¡Chúpate esa!», «¡Sopla!», «¡Atiza!»… ¿Qué tipo de relaciones mantenía la extraña pareja?, ¿Qué principios del Movimiento permitían perpetuar sus aventuras entre los jóvenes cachorros?, ¿Qué calidades morales representaban tan promiscuo y sospechoso dúo de detectives en el sacrosanto régimen franquista? Los valores del machismo recalcitrante de postguerra seguro que se les podían cuestionar a cualquier lector avispado cuando se preguntase cómo se lo hacían estos dos personajes que siempre se desenvolvían en un mundo de hombres, sin apenas presencia femenina a su alrededor, seguro que para no pecar. Desde mediados de los cuarenta hasta pocos meses después de la muerte del dictador, las aventuras de tan cutre y aberrante pareja acudían puntualmente a la cita quincenal de los quioscos, llegándose a publicar cerca de dos mil aventuras completas, cuyas cualidades esenciales residían en el torpe dibujo de E. Vañó, ignorante por completo de las perspectivas, y en los guiones de F. Amorós y M. Gorris, difíciles de encasillar en género literario alguno, porque eran capaces de hacer pasear a los protagonistas por los países más exóticos del mundo, aunque el sufrido lector pronto percibiese que ni Roberto ni Pedrín habían salido jamás más allá de los límites de un patio interior de la calle Leganitos. Ignorando a Emilio Salgari, Julio Verne, Edgar A. Poe, Stevenson, Karl May, Jack London, Joseph Conrad, Richmal Crompton, Enid Blyton o Hergé, los chavales de mi generación nos arremolinábamos en el chiringuito de un portal de la calle Mayor, que regentaba el señor Retabel, a intercambiar aquellos cutres cuadernillos rectangulares de tan estúpidas y rancias aventuras.

Uno de aquellos cutres tebeos rectangulares que cambiábamos en el señor Retabel.

¿Una venganza hacia el pasado?

A veces me da por pensar que con la escandalosa y absurda novelita de 1974 tan solo traté de ejercer mi venganza personal hacia cierta narrativa ilustrada con la que pretendieron inculcarnos otra realidad. Resulta que la lejana guerra civil que había desgajado este país en dos bandos irreconciliables, se convirtió –por obra y gracia de los vencedores– en su personal épica triunfalista. A los quioscos lo único que nos llegaba, aparte de las confusas aventuras de ese señor mayor llamado Roberto Alcázar y su libidinoso compañero Pedrín, eran los impecables tebeos de “Hazañas Bélicas” con magníficos dibujos a plumilla de Boixcar; en sus comienzos entre clarísima ideología pronazi que fue tornándose más tarde con indisimulado gesto –ante el desarrollo de los acontecimientos– hacia una postura claramente proaliada. Del Capitán Trueno hablaremos otro día, si nos lo permite El Cachorro o el Guerrero del Antifaz. Mientras tanto no puedo dejar de regodearme con mi visión tan personal de Roberto Alcázar, que se ganaba la vida como cajero del Banco Hispano Americano y una tarde lluviosa de noviembre que su señora madre –viuda ella– tuvo que asistir al ropero de las damas de san Vicente de Paúl, Roberto se merendó a Pedrín.