Iluminaciones en la sombra
Hace ya muchos años –más de los que me gustaría– un librero amigo mío que siempre acertaba en sus recomendaciones, me aconsejó la lectura de Miss Giacomini (Ed. Plaza&Janés), novela corta de Miguel Villalonga que se acababa de reeditar en una colección popular de bajo precio. Este verano he regresado a ella, a modo de sugerente suplemento o muleta desengrasante tras la ardua relectura de La Regenta (Alianza Ed.). Miguel era hermano de Llorenç Villalonga, ese otro escritor mallorquín de extensa trayectoria vital que comenzó a ser conocido gracias a que Bearn (Ed. Seix Barral) fue llevada al cine por Jaime Chavarri con Ángela Molina e Inmanol Arias como protagonistas. El autor de Miss Giacomini sin embargo no alcanzó los cuarenta y siete años, murió en 1946 tras una larga y penosa enfermedad degenerativa. Llegó a ser oficial del ejército, participó en la barbarie de las campañas africanas. En 1927 fue ascendido a capitán y en 1931 tras la proclamación de la Segunda República, que abominó como monárquico que se consideró siempre, optó por acogerse a la Ley Azaña abandonando las armas, pero tras el golpe del 18 de julio del 36 no dudó en incorporarse al alzamiento. A comienzos de los cuarenta acabará en una silla de ruedas, dedicándose por completo a la producción literaria, sin embargo tras su muerte –a pesar de su acusada ideología derechista– se disolvió por completo en el olvido. Tal vez recordando el reclamo publicitario de entonces, ante la reedición de Miss Giacomini –cuando algunos hasta llegaron a compararla con La Regenta– habrá sido por lo que he regresado a las páginas que en su día me recomendó aquel librero y entrañable amigo. La verdad es que ambas novelas tuvieron un nexo común: durante años fueron rigurosamente ninguneadas por el régimen franquista.

Leopoldo Alas Clarín (1852-1901) y Miguel Villalonga (1899-1946).
Conmoción en Semana Santa
Recordemos que Miguel Villalonga subtitulaba su novela como Ocho días de vida provinciana y que Leopoldo Alas en La Regenta trató de diseccionar, consiguiéndolo, la corrosiva apatía de aquella ciudad de Vetusta, también capital provinciana –imaginaria– aunque muy real porque no era otra que el Oviedo donde Clarín ejerció de catedrático en su Universidad. La primera parte de La Regenta apareció en 1884. En 1941 la editorial Emporion, coordinada por Félix Ros y José Janés, publicó Miss Giacomini. Hasta 1966 no se volvió a reeditar por Dima en un volumen ciertamente pretencioso, con ilustraciones de Julio Caparrós, pero cuajado de erratas. Fue en 1969 cuando la editorial Plaza&Janés la incorporó a su popular y económica colección “Rotativa”. Las primeras páginas relatan como en plena Semana Santa, el piadoso martes 28 de marzo de 189… la ciudad de Palma amaneció conmocionada; en primer lugar por el anuncio aparecido en El Ideal Republicano convocando para el Viernes Santo un “Gran banquete de promiscuación” en el merendero Buenos Aires, indicando que el precio del cubierto sería de dos pesetas y con los lemas: ¡Republicanos: no faltéis! ¡Abajo el clericalismo! y a las tres de la tarde una banda de música (¡Música en cuaresma!) irrumpe en el puerto al tiempo que comienzan a empapelar la ciudad con provocadores carteles en los que aparece la imagen «…de una mujer desnuda (llevaba un maillot), con el pelo suelto sobre las espaldas, y una sombrilla al hombro, ejecutando equilibrios sobre una cuerda floja…», anunciando para el próximo Sábado de Gloria la actuación en el Teatro Circo Balear de la inigualable Miss Giacomini con su fantástica y popular creación de “La danza serpentina”. A partir de ese momento la capital mallorquina se vio sacudida en su tranquilo y aburrido transcurrir cotidiano. Se descarga un huracán de odios, de fiebre, de pasión y lujuria. Los periódicos locales polemizan entre homenajes y funciones de desagravio, hasta que ocho días después «…en un barco negro cuya sirena gime lúgubremente…» se aleja Miss Giacomini mientras la isla va recuperando esa calma chicha de la que siempre se sintió orgullosa. En el párrafo final de la introducción el propio Villalonga escribe: «¡Miss Giacomini! En su cuarto de estudiante, un muchacho contempla embelesado el retrato de la artista, vestida para la danza serpentina, con sus mallas tersas, suelta la rubia cabellera y relucientes los altos botines de charol que ciñen las piernas musculosas y esbeltas…».

Cubierta de una reedición de “Miss Giacomini” (Ed. Dima) e interpretación del cartel anunciador por Julio Caparrós.
El catalejo del Magistral
Más de medio siglo antes, durante la controvertida restauración borbónica, en 1885, el mismo año de la muerte de Alfonso XII, aparecen publicados por la editorial Daniel Cortezo de Barcelona los dos tomos de La Regenta, un novelón escrito por Leopoldo Alas y profusamente ilustrado por Juan Llimona. El año anterior Clarín le comunicaba por carta a Galdós sus dudas sobre el resultado final de aquella novela ya vendida (aunque no cobrada). Sin embargo, en pleno auge del naturalismo literario en España, La Regenta supuso un aldabonazo para crítica y público, pero sobre todo para una sociedad supuestamente bienpensante, aunque pacata, que no terminaba de acostumbrarse a verse reflejada de aquella manera tan realista en las páginas de las novelas de Alarcón, Pereda, Valera, Galdós, Blasco Ibáñez o la Pardo Bazán. Se trataba de un nuevo modo de relatar que rascaba con la pluma el acontecer de la vida corriente frente al omnipresente y nefasto poder del clero, que influía negativamente en la ética y estética de los protagonistas de cierta burguesía. Cincuenta y seis años después, todavía sirvieron de materia prima para el relato de Villalonga, quien volvía a ridiculizar una sociedad sin viso alguno de evolución. Algunos críticos de su tiempo señalaron La Regenta como una novela en clave religiosa, destacando sobre todo las atormentadas vicisitudes de un hombre que se pasaba media vida pensando en Dios. Pero también –añado por mi cuenta– aquel sacerdote que intentaba doblegar y reprimir de mala manera, su pecaminoso apasionamiento amoroso hacia doña Ana de Ozores, esposa de don Víctor Quintanar, ex regente de la Audiencia de Vetusta. Se trataba del Magistral Fermín de Pas, que se convirtió en el confesor de doña Ana, y fue tan mal consejero espiritual –seguramente por culpa de los celos– que convirtió en adúltera a su entregada sierva. El reverendo don Fermín gustaba contemplar la ciudad de Vetusta a través de un catalejo, desde las alturas del campanario de la Catedral, con la supuesta autoridad moral que creía le infería el cargo, obsesionado por diseccionar y analizar a cada uno de aquellos personajes que pululaban bajo sus pies.

Cubierta de la primera edición de “La Regenta” y escultura de Ana Ozores junto a la catedral de Oviedo.
La Regenta en Alianza
En 1966, el mismo año que la editorial Dima reeditaba Miss Giacomini, una colección de bolsillo que parecía estar destinada a revolucionar el raquítico panorama cultural en el que nos encontrábamos sumidos desde 1939, reeditaba La Regenta con el número 8 de tan sugerente y esperanzador catálogo. No olvidemos que el número 4 lo ocupaba La metamorfosis de Kafka. Creo recordar haber leído en algún sitio que Juan Cueto relataba que a los pocos días de estallar la rebelión militar, y por orden expresa de Franco, fue fusilado el hijo de Leopoldo Alas, porque aparte de ser republicano y Rector en aquel momento de la Universidad de Oviedo, se le consideraba activista reconocido de la Institución Libre de Enseñanza. No cabe duda que en el tiempo raro de la década de los sesenta el solo hecho de leer ciertas cosas ya suponía entre los jóvenes un acto de rebeldía. Por eso acogimos de forma compulsiva la reedición y lectura de La Regenta, como un acontecimiento novedoso y rebelde, cuando en realidad se trataba simplemente de un novelón realista del siglo XIX. Recuperada en estos días, su relectura se nos ha mostrado algo tediosa en algunos capítulos, con demasiados tintes sombríos de un paisaje y paisanaje que ya creíamos obsoletos. Sin embargo cuando hemos retornado a la concisión y frescura de la parodia que nos ofrecen las páginas de Miguel Villalonga, no es que nos resulte menos patético el panorama que nos dibuja, pero al menos intuimos su lenguaje mucho más cercano e inmediato a nosotros.