¡Aynsss señor llévame pronto que se acerca San Valentín y otro año más que no lo celebro y van 40! Se dice pronto, que sólo dos años he estado cerca de tener algo así como ‘una pareja’ y el primer año ni se le pasó por la cabeza hacer algo especial y el segundo me regaló unos cuernos. Pero bueno, después de 20.000 euros en psicólogos puedo decir que no le guardo rencor (¡Claro que sí, guapi!).
Chascarrillos aparte, nunca le he dado mucha importancia a ese día del pasteleo patrocinado por unos grandes almacenes, pero bien cierto es que ante la obviedad de no tener con quién celebrarlo, muchas solteras de mi generación culpan a Disney de sus altas expectativas en cuanto a hombres.
Yo aprovecho este foro público para gritar a los cuatro vientos que, en mi caso, Disney no tiene nada que ver con que mi listón esté muy, muy lejos del suelo.
Los responsables son dos hombres que comparten nombre y primer apellido. Cuando tienes la suerte de tener tan cerca dos ejemplares en mayúsculas de HOMBRES, es lógico que prefieras estar sola a conformarte con alguien mediocre.
Los hombres de mi vida son y serán mi padre y mi hermano, y los que tienen la suerte de conocerlos estarán de acuerdo conmigo y corroborarán cada una de las palabras de este blog. Creo que se merecen un homenaje por hacer grande el género al que pertenecen. Gracias a ellos sé que existen hombres buenos, nobles, fieles, honrados, generosos, detallistas, trabajadores y con un gran sentido del humor. Os lo juro, ¡existen! Cuando queráis os los presento (aunque ambos están cogidos).
Mi padre es un tipo extraordinario. Conoció a mi madre con 13 años y no se volvieron a separar. Este 2017 celebrarán 42 años de casados y me sigue enamorando verlos cogidos de la mano por la calle. Me gusta pensar que he heredado de él su sentido del humor, porque es un gamberro empedernido.
De adolescente lo llevaba peor porque me las ha hecho pasar canutas. Era experto en ponerme la cara colorada delante de mis amigos. Recuerdo momentos míticos como darle palmaditas en la espalda al chico que me gustaba con un sarcástico ‘hombre muchachito, he oído hablar mucho de ti’, queriendo yo morir en ese mismo instante. O aun peor: con 20 años me operaron de apendicitis y, casualidades de la vida, uno de los celadores de mi planta era un compañero de Periodismo que se sacaba un dinerillo extra en el hospital. Se llamaba Víctor, me acuerdo perfectamente, y era un auténtico adonis con el que yo apenas había cruzado cuatro palabras en la uni. El chaval al verme ingresada se portó de maravilla hasta que un par de días después de estar allí, a mi padre se le ocurrió decirle: “Oye chaval, creo que te vas a tener que casar con mi hija porque me consta que estos días la has visto desnuda, y esto lo tenemos que solucionar con un anillo”. Casi lo tienen que llevar a urgencias de la lipotimia. Así es él: gamberro, divertido y con un corazón que no le cabe en el pecho.
El segundo ejemplar en extinción es mi hermano Héctor, que lleva el Alberto de segundo, por aquello de continuar la saga. De mi hermano admiro su inteligencia y su generosidad. Es mi banco de crédito particular y no necesito ni abrir la boca que le falta tiempo para ayudarme siempre que lo necesito.
Es la nobleza personificada y, si no, que se lo digan a nuestra vecina de 90 años, que le ama porque le arregla los enchufes, le ordena los canales de la tele y le explica las facturas de la luz. Es adorable, sin más. Hace tres años, decidió paliar mi depresión post-ruptura instaurando en mi cumpleaños el ‘Pretty Woman’, un día chachi piruli en el que me recoge y quemamos su VISA comprando trapos, comiendo por ahí y terminando el día en el cine. ¿Qué más se puede pedir?
Es una de las personas más buenas que conozco y excusa decir que trata como una reina a su mujer y que, en breve, se le caerá la baba con la princesa que iluminará sus pasos.
Conociendo hombres así… ¿quién se conforma con cualquiera por el mero hecho de tener pareja?
Pues es evidente que yo no.