Desde la Biblioteca de Babel
En la escena décimo cuarta de Luces de Bohemia, dos sepultureros acaban de dar tierra a los restos de Max Estrella. «Los papeles lo ponen como hombre de mérito» –dice uno de ellos– «En España el mérito no se premia. –le contesta el otro– Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo». Entre lápidas y cruces, vienen paseando y dialogando dos sombras rezagadas. El uno, viejo caballero con la barba toda de nieve y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín (trasunto de Valle-Inclán). El otro es el índico y profundo Rubén Darío. Todo un guiño shakesperiano que sirve, casi a modo de epílogo, para cerrar una de las obras fundamentales de la dramaturgia española. Efectivamente no eran tiempos aquellos –bajo la dictadura de Primo de Rivera– para premiar méritos literarios. A la puerta del cementerio, Bradomín pide ayuda a Rubén para conseguir venderle a un editor el manuscrito de sus Memorias. «Necesito dinero. Estoy completamente arruinado. Mis memorias se publicarán después de mi muerte. Voy a venderlas como si vendiese el esqueleto. Ayudémonos».
Valle-Inclán y Rubén Darío
La edición conmemorativa Rubén Darío, del símbolo a la realidad (Ed. Alfaguara), contiene la obra selecta del poeta nicaragüense y se abre con un extenso y clarificador texto de su compatriota Sergio Ramírez (Premio Cervantes 2017). Tras una cita de Borges, que perfila al autor de Azul con la precisión y rigor que le caracterizaba, Ramírez acomete después la figura de “El Libertador”, tal y como le llama Borges, con este significativo párrafo inicial: «Rubén, habitante fatigado de sus paraísos artificiales, y falto de dinero porque la pobreza fue recurrente en su vida, aceptó en sus años finales la propuesta de publicar [en Madrid] una selección de sus poemas elegidos por él mismo, lo cual le deparó un adelanto de dos mil francos franceses, suficientes para aliviar temporalmente sus pesares económicos». Tal vez sea por eso que el encuentro hamletiano de Bradomín y Rubén Darío en el Cementerio del Este, más que la miseria cultural de la época –que la hubo–, me evoca la imagen emblemática que simbolizaría más tarde “Una literatura en dos continentes”, como denominó Darío Villanueva, en 1993, a los Premios Cervantes.
¿Se ayudaron el uno al otro?
Los versos que vendió Rubén sirvieron, sin lugar a dudas, para renovar el vocabulario, la métrica y la sensibilidad de los poetas de su tiempo. Ignoramos si Bradomín consiguio vender su esqueleto. Pero su trasunto don Ramón María, tras su segundo viaje a México, en 1921, logró elaborar con Tirano Banderas (Ed. Espasa Calpe) un retrato híbrido en el que se reflejaban fácilmente los rasgos de todos los dictadores que en el mundo han sido y, lamentablemente, serán. La imaginaria república de Santa Fe de Tierra Firme –donde ejerce su dictadura el general Santos Banderas, obsesionado por la pasión del mando, ejerciendo una justicia rudimentaria y una crueldad absurda– podría haber estado ubicada en cualquier otro lugar de Latinoamérica. Valle-Inclán recrea toda la riqueza del idioma en una explosiva mezcla donde el castellano desgastado se reencuentra con los giros, modismos y riqueza del uso cálido con el que se interpretan las palabras al otro lado del Atlántico. Dando lugar, además, a todo un género: la novela de dictadores. Más tarde con un largo recorrido; desde El señor Presidente, del escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias, hasta La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Pasando inevitablemente por: Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri; El recurso del método de Alejo Carpentier; Muertes de perro, de Francisco Ayala; El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; Autobiografía de Francisco Franco, de Manuel Vázquez Montalbán… Para desembocar estos días –sin remedio– en Margarita, está linda la mar, de Sergio Ramírez.
Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017
Bien es verdad que ni el equívoco título, pero sobre todo la fallida cubierta de la edición española, ayudan a imaginar la fuerza narrativa que se desborda por todas y cada una de las páginas de Margarita, está linda la mar (Ed. Alfaguara). Junto a Castigo divino (Ed. Mondadori), la considero –al menos de lo que yo he leído– lo mejor de la extensa obra narrativa del escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Premio Cervantes, 2017). El título podría ser justificable si entendemos que encabeza una novela donde se contiene tan peculiar evocación a Rubén Darío. Pero es que la narración llega mucho más lejos, porque pronto se enreda –a modo de vertiginoso caleidoscopio– en otros hechos y personajes que desembocan en la minuciosa preparación de un atentado. Haciéndonos regresar, de este modo, a un género que desde Tirano Banderas nos viene mostrando, con magníficos ejemplos en la literatura hispanoamericana, las miserias de los dictadores. En 1907 Rubén Darío visita la ciudad de su infancia, donde se le tributa un cálido homenaje. Sobre el abanico de una niña traza entonces los versos de uno de sus más conocidos poemas: «Margarita, está linda la mar…». Casi diez años después, el 7 de enero de 1916 regresa a León. Con genial maestría Sergio Ramírez nos describe la terrorífica operación a la que es sometido por el sabio Debayle, para más tarde narrarnos con tintes esperpénticos la lucha de algunos por apropiarse del cerebro del poeta que acaba desparramado tras estrellarse contra el suelo el frasco de cristal que lo contenía. En 1956, cuarenta años después de la muerte de Rubén en tan extrañas circunstancias, en la tertulia de Casa Prío donde aún se sigue evocando y manteniendo viva la leyenda del gran poeta, uno de los personajes comenta: «Volvió el príncipe a León para morir en un catre de fierro, entre carniceros». Al mismo tiempo, en ese café y en ese paisaje urbano que ya conocíamos por la novela Castigo divino, se prepara un atentado contra la vida del tirano Anastasio Somoza García, que visita la ciudad y tras un acto solemne en el Teatro González, asistirá a un banquete donde será acribillado a balazos en presencia de su esposa, aquella niña a la que un día el poeta le escribió sobre un abanico lo linda que estaba la mar y como el viento llevaba esencia sutil de azahar. El Premio Cervantes ha girado la cabeza por primera vez hacia los escritores de Centroamérica. A Miguel Ángel Asturias y a Augusto Monterroso les hubiese gustado el gesto.