Desde la Biblioteca de Babel
Dedicado a Máximo Sandín; con él asistí a la última función.
Un año antes. Allá en Granada, durante las fiestas del Corpus –junio del 74– el poeta Juan de Loxa me mostró una noche, en la parte más recóndita del ferial, el colorista barracón del Teatro Chino de Manolita Chen. Legendario símbolo pecaminoso de nuestra infancia al que los maristas nos tenían prohibido tan siquiera acercarnos –imposible entrar entonces, el espectáculo únicamente estaba autorizado para mayores de 18 años, con reparos– al parecer con tan solo contemplar las insinuantes figuras pintadas sobre las maderas de su fachada, caeríamos irremediablemente en pecado mortal. Creo que aquella noche no llegamos a pecar; Juan únicamente quería mostrarme el exagerado número de funciones que aparecía anunciado en un cartelón por encima de la taquilla de la roulotte de la entrada. Hasta cinco funciones diarias: de 5:30 de la tarde a las 2:45 de la madrugada. Me contaba que a veces llegaron a realizarse dos funciones más, la última a las 7:30 de la mañana. Por lo visto, a petición del respetable público que bajaba desde las Alpujarras en autocares contratados. Para aprovechar el viaje eran capaces de repetir, y hasta triplicar, su presencia en un obsesivo intento por saborear a fondo aquel espectáculo sicalíptico y perturbador. De este modo regresaban a la sierra ‘jartos’ de carne, soñando durante todo el año con otros jamones muy diferentes de los que curaban con maestría en la nieve de las alturas. Esa noche fui incapaz de sacar una entrada; no por miedo a caer en pecado mortal –ya era mayorcito– sino por temor a no poder soportar la patética imagen del rimmel y el maquillaje derritiéndose por los rostros de las voluntariosas, pero agotadas, vedettes; después de tantas horas de sonrisas, sugerencias picarescas, sudor y sexo marchito.
Las tristes Ferias del 75
Al año siguiente, de regreso cuasi definitivo a Alcalá, tropecé de bruces e irremediablemente con sus fiestas patronales. Creo que las ferias nunca han podido sacudirse del todo el halo de tristeza que los feriantes viene arrastrando y con el que contagian de inmediato a una buena parte de los nativos. A pesar de los inanes esfuerzos de las corporaciones locales por intentar que el personal autóctono caiga en el éxtasis de un forzado y por tanto falso optimismo. Una tristeza que albergan los payasos tras sus caretos embadurnados con falsas sonrisas; las añosas fieras de los circos enjauladas en su aburrimiento; las familias mal cenando a horas intespectivas en las traseras de sus casetas de tiro; el hombre bruja del tren escondido en el túnel, con la careta levantada quitándose el sudor y la vergüenza de ese oficio miserable de dar palos de ciego con una escoba raída para provocar el miedo a los niños viajeros; la voz aguardentosa, rotunda y repetitiva que escapa atronante por los altavoces, siempre mal ecualizados, de las tómbolas; la mirada perdida en los acartonados caballitos de los tiovivos; los pinchitos morunos semicrudos; el retrogusto del vino dulzón y espeso, con galleta incluida, contenido en una gran tinaja donde un baturro de escayola vuelca el líquido de su bota con cabezonería aragonesa; el turrón con moscas; la cansina canción del verano derramándose como una letanía mal acompasada que se derrama ruidosa entre los coches de choque hasta la góndola, pasando por el güitoma; la noria, siempre lenta, que suele dejar colgados a sus clientes en las alturas, desde donde gustan contemplar el gentío del que hasta hace un momento ellos también habían formado parte. Por no hablar –para no polemizar– de la fiesta de los toros, pero sí del siniestro –tal vez algo buñuelesco– espectáculo del Bombero Torero, al parecer mal destinado a los niños y por tanto interpretado por enanos, en un surrealista alarde de complicidad sin ‘altura’ de miras ni medida. Aquel verano del 75, en compañía de unos buenos amigos, terminé en el lugar más recóndito del ferial –las Eras del Muelle– asistiendo por primera y única vez a una representación del mítico y auténtico Teatro Circo Chino de Manolita Chen.
Una realidad española
El dramaturgo José María Rodríguez Méndez en su descorazonador libro Comentarios impertinentes sobre el teatro español (Ed. Península), dedicaba todo un capítulo a ‘Manolita Chen y su teatro’, que se iniciaba con este clarificador párrafo: «Unos cuantos millones de españoles solo conocen una forma rudimentaria de teatro a través de Manolita Chen. Por supuesto, este nombre no dirá nada a los conocedores de Brecht, de Grotowski y de Artaud. Pero el caso es que hace ya muchos, pero muchos años, el Teatro Manolita Chen recorre la geografía española con su carpa desmontable, su música más o menos circense y su troupe chino-española. Todo español que procede del agro –y son una abrumadora mayoría– desconoce los nombres de los grandes artífices europeos del espectáculo dramático; pero como contrapartida puede responder algo a propósito de Manolita Chen. […] una realidad española quizá más importante que esas Campañas de Teatro promovidas por la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos».
La última función
Es muy posible que llegásemos algo tarde, no a la función –el chino seguía empeñado en vender todas las papeletas para la rifa de la muñeca; por tanto la representación amenazaba con retrasarse lo suyo– nosotros a lo que llegamos bastante tarde fue a tratar de entender, en toda su dimensión, lo que durante años de mordazas y falsa moral habría supuesto el fenómeno de una libertad semioculta bajo las carpas de los teatros portátiles, entre sugerencias eróticas; en un país de beaterío victorioso, burla burlando a censores reprimidos obsesionados por subir escotes, bajar faldas y suprimir líneas enteras de skechts chispeantes con su doble sentido, por supuesto cuando alcanzaban a entender –pocas veces– la sutilidad del texto. Aunque llegamos con tiempo para ver a una despampanante Manolita Chen, con 48 años, a punto de abandonar los escenarios, después de tantas zancadillas y sinsabores, pero con una fortaleza que aún mantendría durante algunos años en la gestión de su teatro, plagiado y hasta con su nombre artístico arrebatado por un travestí de Arcos de la Frontera. El Teatro-Circo Chino de Chen Tse-Ping y Manuela Fernández Pérez se mantendría en pie una década más. Sin embargo en el final del verano alcalaíno, Máximo Sandín y otros amigos, intuimos aquella como la última función. Mientras que en el escenario una sufridora intérprete de canción española se empeñaba por tratar de hilvanar las estrofas de una jota picarona, los técnicos ya habían comenzado a desmontar, con inusitada celeridad, buena parte del tinglado de la farsa, recogiendo sillas vacías, plegando lonas… con los espectadores aún en el interior, Seguro que otro pueblo o ciudad les esperaría ansiosos al día siguiente. Finalizado el espectáculo, tras el desfile triunfal de las carnosas y espectaculares supervedettes; en el exterior descubríamos que ya habían apagado la rutilante iluminación y retirado las sugerentes figuras pintadas sobre la madera, que al parecer fueron capaces de provocar el pecado mortal en tiempos lejanos. De madrugada, la Era del Muelle se mostraba descarnada e inquietante, con la oscura sombra del silo al fondo. Mientras, un tren de mercancías se alejaba con cansino traqueteo; parecía como si se llevase en sus vagones, todo ese tiempo perdido, desperdiciado; tal vez solo disfrutado por algunos, como aquellos que bajaban desde las Alpujarras para, momentáneamente, creer sentirse libres y deshinibidos bajo una carpa de juegos prohibidos.