Desde la Biblioteca de Babel
En noviembre de 2013, publicaba un artículo en el extinto Diario de Alcalá, titulado “Edgar Neville, la sonrisa de un viajante”, era a raíz de la reedición, por parte de la editorial Reino de Cordelia, de su peculiar libro de viajes Mi España particular. Aunque no tuviese nada que ver, se cumplía por aquellos días casi un año que a un excalde alcalaíno, diputado entonces en la Asamblea de Madrid, lo habían pillado ‘in fraganti’ jugando desde su estrado con un IPhone a ‘Apalabrados’, en el momento que se estaba votando la privatización de 6 hospitales y 27 centros de salud. Discutible, muy discutible al parecer, fue también su anterior gestión como alcalde de la ciudad de Cervantes y Azaña. Por no señalar a sus dos últimos concejales de cultura, porque eso, como diría Kipling: «Es otra historia…» y no muy brillante por cierto. Ahora descubrimos que el exalcalde de ‘apalabrados’ se ha convertido en un pseudo erudito local que, por lo visto, arrebata las ‘palabras’ de los otros: escritores y poetas, para recortar –corta y pega– testimonios laudatorios sobre la ciudad que él un día gobernó sin mucho tino. Sus apuntes se recogen quincenalmente en estas generosas páginas. Me parece muy bien: se hace camino al andar, aunque sea tarde. Pero por favor, que al andar, no nos pise los callos a algunos. Me viene a la memoria aquella frase mal atribuida a Stendhal: «Una novela es como un espejo que se pasea a lo largo de un camino». Sí, pero un artículo debe reflejar ideas, no repetir la imagen invertida de un texto anterior. Al otro lado del espejo, Alicia y Lewis Caroll, tenían mucha más imaginación. Dicen que las comparaciones son odiosas. A veces creo que son saludables, tal vez por eso transcribo a continuación aquella evocación a Edgar Neville. Creo que sobran ¿o tal vez faltan? las palabras para equipararlo a ese otro tan reciente.
Un artículo de ayer (18 noviembre 2013)
Nuestra generación tuvo la gran ventaja de atravesar caminos y conocer ciudades a través del auto-stop. En una época tan triste, tan pobre, pero tan confiada. Desde las cunetas, con el pulgar alzado, pedíamos compartir viaje y conversación con camioneros, turistas, viajantes o viajeros.
En el diccionario de la RAE encontramos una leve distinción entre viajantes o viajeros, los dos términos se refieren a personas «que viajan», pero en una siguiente acepción; del primero se dice: «Dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras»; mientras que del segundo: «Persona que relata un viaje». En aquellas aventuras de dedo y mochila conocimos a muchos camioneros, pocos turistas, bastantes viajantes y creo que a ningún viajero. De los camioneros podríamos destacar su generosidad al mostrarnos orgullosos los lugares de la carretera que ellos consideraban privilegiados por cantidad y precio a la hora de la comida, incluso a veces te invitaban. De los turistas resaltar una desconfianza congénita hacia el nativo y su enfermiza obsesión por interrogarnos sobre la miseria política en la que se debatía el país. En cuanto a los viajantes eran personajes grises, la tristeza sobre cuatro ruedas, aunque con muchas ganas de hablar, más bien de fabular, de inventar otra vida mejor ante un joven de macuto al que posiblemente nunca volverían a ver. Resultaban prácticos porque conocían de cualquier pueblo o ciudad la pensión más tirada y la casa de comidas más económica. Se les terminaba tomando cariño, con toda probabilidad porque todos ellos nos recordaban a Willi Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, el drama de Arthur Miller cuya lectura ya nos había dejado un hondo poso de melancolía. En cuanto a los privilegiados viajeros, nunca los conocimos, tan solo los leímos.
Una España muy particular
En 1957 Edgar Neville publicaba en la editorial Taurus un libro harto provocativo. Por supuesto que no se trataba de un ataque frontal al Régimen. El autor había logrado establecerse en la grisura de ese tiempo con la genialidad de su picaresca, alcanzando la categoría de un raro ejemplar de heterodoxo consentido, entre una fauna tan reprimida moral y políticamente. Titulado Mi España particular parecía una inofensiva guía arbitraria de los caminos turísticos y gastronómicos de nuestro país. Cuando hace un par de años la editorial “Reino de Cordelia” lo volvió a publicar, Fernando R. Lafuente trazó un clarificador prólogo en el que nos mostraba la enriquecedora trayectoria de un escritor, dramaturgo y director de cine desajustado por completo al país que le tocó vivir. Miembro destacado de aquella que José López Rubio dio en llamar “La otra generación del 27”. A finales de los felices veinte se estableció en Hollywood en compañía de Jardiel y el propio López Rubio y de allí regresaron con un ansia de vida y cachondeo que casaba bastante mal con la España adusta que se estaba gestando. Sin embargo formando grupo con los que se habían quedado: Tono, Mihura y Herreros, lograron sobrevivir, a veces desde posturas controvertidas, pero con humor, con mucho humor, haciendo frente a todo lo que más tarde se les vino encima.
A esta vida hemos venido a vivir lo mejor posible
Al adentrarse en esta nueva edición, el lector seguramente considerará exagerado calificar de “provocativo” lo que parece un inofensivo Manual de viaje. Sin embargo imagínense por un momento a un señor que en 1956 viaja a Londres para comprarse un lujoso Aston Martin, con él regresa a una España sumida aún en la miseria de una autarquía que parece infinita, y decide hacer un viaje muy ‘particular’ para saborear los placeres de la buena mesa, de los buenos vinos y de las que parecen inalcanzables hospederías de lujo para los españolitos de a pie, que en aquellos tiempos eran casi todos. En alguna página del libro afirma: «A esta vida hemos venido a vivir lo mejor posible» y en el prólogo advierte que esta guía está escrita «…para los que tengan dinero; un viajero sin dinero es un desgraciado y yo sólo recomiendo los mejores sitios, que casi siempre son los más caros. Cuando no se tiene dinero se queda uno en casa, ahorrando para cuando se tenga…».
Un guiño alcalaíno
Tal vez en aquellos años tan tristes, tan pobres y tan confiados, este libro no nos hubiese servido para mucho ni a camioneros, ni a viajantes, ni a los autoestopistas que desde la cuneta lo único que siempre soñábamos era que un personaje como Neville se hubiera parado para recogernos e invitarnos a compartir su aventura. Sin embargo hoy su lectura resulta regocijante, lúcida, genial y valiente, si tenemos en cuenta que está escrita por un viajero que por aquellos años parecía que era el único al que ‘no le dolía España’, sino que más bien la saboreaba. Un pionero de un género que luego ha dado tanta materia discutible. El editor se ha tomado incluso la molestia de anotar a pie de página los lugares que se citan y que aún perviven, después de los más de cincuenta años transcurridos. Neville enriquece además su particular guía con dos apéndices que se adelantan a su tiempo. Una lista de hoteles y restaurantes elegantes o típicos que recomienda «por estar seguro de ellos» y otra lista donde destaca los vinos más excelentes en época como aquella, tan raquítica en el bebercio. Entre sus páginas nos encontramos con un guiño alcalaíno, la ciudad donde rodó dos de sus películas: La señorita de Trévelez y la memorable El último caballo. Entre otras cosas comenta: «…tiene un sabor de provincia lejana; se admira la fachada de la Universidad y se almuerza en la Hostería del Estudiante, servido por unas camareras más bien gordas, vestidas no sabemos por qué, de negro, pero se suele hacer un almuerzo muy suntuoso…».