La instalación de Pablo Casado al frente de la presidencia del PP, al menos electoralmente, no está cumpliendo con los designios de un cambio en la dirección del partido conservador. Así parecen confirmarlo el común de los desarrollos de intención electoral. El abandono de las formas instauradas por Mariano Rajoy, víctima de la sentencia del tribunal supremo, de mayo de 2018, no ha supuesto una mejoría sensible de expectativas, antes al contrario ha acentuado el castigo que infligió a Rajoy, ahora con adopción de más aflicciones respecto de las tendencias de voto que afloran en los distintos institutos de opinión.
Pudiera pensarse, por tanto, que la opinión pública ve con insuficiencia la penitencia que le costó vía moción de censura la jefatura de gobierno a la formación ganadora en 2016. Las consecuencias de la declaración de responsabilidad del PP como organización criminal, de mayo pasado, puede adquirir configuración de una dolorosa penalización de cara a las venideras citas.
Casado, en la asamblea multitudinaria del partido en recientes fechas, como en cualquier encuentro parlamentario, pasa de puntillas sobre la verdadera causa del abandono de los militantes, que no es otra que el hartazgo ante el lamentable escenario público y mediático que supone ver a reos o imputados de la formación de Génova en sedes judiciales, interrogados, sancionados, enjuiciados.
Ese deplorable e incansable escrutinio provoca numerosos abandonos esclarecidos externamente o con caracteres de digestión interna sufriente sin duda. El PP, con el remoquete de gran organización política, se ha convertido para muchos de sus militantes y simpatizantes en un estrafalario colectivo que tiene por norma de actuación la búsqueda y conquista de posiciones de interés en procura de privilegios y posiciones entregadas al menoscabo de la Administración general en beneficio de la rapiña individual.
La izquierda siempre ha lavado mejor estos deslustres cuando ha emergido en su domicilio algún caso de corrupción, su entramado organizativo depura con mayor desenvoltura estas disfunciones. Si bien han existido, los mecanismos de centrifugado se tornan más activos en la expulsión de esas degeneraciones. Las forzadas comparaciones entre los partidos representantes del bipartidismo, PP y PSOE, siempre con el asunto del sempiterno ERE, cuya sentencia debería poner coto definitivamente a estas justas por quién es más corrupto.
Así pues, el Partido Popular se juega la entera naturaleza como formación ineludible para el entendimiento de España y su gobernanza en la última generación. De remontar en las encuestas se podría hablar de una regeneración de un cuerpo público absolutamente desgastado por un mal casi endémico en su organismo, como es la corrupción. Andalucía, contradictoriamente, ha supuesto, en los últimos comicios, la posibilidad de gobierno para el PP con una pérdida de 300000 votos.
La aritmética de partidos produce casos como éste, equiparable al caso de Pedro Sánchez, capaz de ambicionar el poder, para lo cual se necesita algo más que el deseo de disfrutarlo, como lo es dominio de la estrategia y aprovechamiento de las situaciones para fines estrictamente legítimos.
Queda por ver la idoneidad de Casado como embrión de una nueva fase política e histórica al frente del PP, máxime cuando los mimbres de su prontuario se nutren y se parecen tanto a los de la etapa regida por Aznar, en cuyo período precisamente anidó la podredumbre corrupta que amenaza la credibilidad y el magnetismo electoral de esta formación.
Moreno Bonilla, presidente de Andalucía, perdió esa porción abundante de votos cuando su candidatura no pertenecía al género de las simpatías de Pablo Casado. Salvador Allende, con toda su trayectoria política a cuestas, se encargó, como cuenta en sus memorias Jorge Edwards, Esclavos de la consigna, de deletrear su epitafio: “Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile”. El autor del epitafio presidió Chile hasta el ametrallamiento de La Moneda. Pablo Casado se juega mucho para la presidencia de España en los próximos meses.