El Premio Cervantes, más de cien años nos contempla / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Dedicado a Max Aub porque, hace ya muchos años, me descubrió que entre libros anda el juego. Desde entonces he intentado soñar –como él– con un país en el que ni la literatura ni la historia se hubieran visto obligados a sufrir el corte traumático de 1939. En 1988 María Zambrano no pudo recoger personalmente el Premio Cervantes. En 2011 Nicanor Parra –a causa de su frágil salud– no se atrevió a volar desde su Chile natal hasta el Paraninfo alcalaíno. Este 23 de abril, el confinamiento por la pandemia ha obligado a retrasar la entrega al poeta catalán Joan Margarit. Dedicado también a ellos.

La muerte de Juan Valera

El 9 de abril de 1905, cuando su secretario le estaba leyendo –porque él se había quedado ciego– el discurso que acababa de redactar por encargo de la Real Academia, para la celebración del tricentenario de la publicación de El Quijote, Juan Valera cae fulminado. Diez días más tarde morirá. Los médicos certificaron “congestión cerebral pasiva”. El día 20 de abril fue enterrado en la sacramental de San Justo. Esa misma noche, en la tertulia del madrileño Café de Colón, Ramón María del Valle-Inclán, Alejandro Sawa y Max Estrella, lamentan la pérdida del escritor egabrense y una vez más se encienden los ánimos al recordar la injusta concesión del Premio Nobel, el año anterior, a don José de Echegaray. Hubiese sido más justo otorgárselo a Galdós o al autor de Pepita Jiménez. Se comenta también la poca repercusión que están teniendo los actos oficiales en homenaje al El Quijote. Tal vez fue en ese momento cuando Antonio Machado lanzó una idea genial: proponer al Ministerio de Instrucción Pública la concesión de un premio literario con el nombre de Cervantes. De inmediato Baroja, Max Estrella y Azorín, apoyados por Valle-Inclán, decidieron ir a visitar a don Miguel de Unamuno para que, con su autoridad académica, presionara sobre el Gobierno.

Visita a Unamuno en Alcalá

Tres días más tarde, en fecha tan significativa como el 23 de abril, la mayoría de los integrantes de la tertulia del Café Colón viajan hasta Alcalá de Henares con la excusa de asistir a la presentación del libro Vida de don Quijote y Sancho que acaba de publicar don Miguel de Unamuno; a la sazón rector de la Universidad Complutense. Tras aquel nefasto traslado a Madrid en 1836, diez años después se logró recuperar la sede universitaria para la ciudad natal de Cervantes. Gracias –sobre todo– al esfuerzo y la movilización de la Sociedad de Condueños. Unamuno había heredado una universidad en pleno auge y él aún logró potenciarla más con la mirada puesta en Hispanoamérica. En 1931, cuando el autor de Niebla pide el traslado a la Universidad de Salamanca, el nuevo rector de Alcalá, don Américo Castro, hereda una de las más prestigiosas universidades europeas. Enriquecida además con la Residencia de Estudiantes creada por Jiménez Fraud junto a las riberas del Henares y con la compañía teatral “La Barraca” de Federico García Lorca, asentada en el Corral de Zapateros, aunque de gira continua por Europa y Latinoamérica. Para entonces el Premio Cervantes ya estaba consolidado con veintiséis años de trayectoria.

A partir de 1905

Aquel lejano 23 de abril de 1905 el joven rector de 41 años acogió con entusiasmo la idea de Machado y propuso que el Premio se alternara cada año entre escritores españoles e hispanoamericanos y que la ceremonia se celebrara siempre en el Paraninfo de la Universidad alcalaína, aspirando a que inmediatamente alcanzara idéntico prestigio al Nobel que se entregaba en Estocolmo desde cuatro años antes. La propuesta fue inmediatamente aprobada por el Ministerio de Instrucción Pública y en el mes de diciembre de aquel mismo año, cuando se cerraban los deslucidos actos del Tercer Centenario del Quijote, se concedía el primer Premio Cervantes.

Rubén Darío, Premio Cervantes

Cuentan los periódicos de la época que la decisión fue unánime en la primera ronda de votaciones. Rubén Darío, que pocos meses antes había publicado Cantos de vida y esperanza se proclama como primer Premio Cervantes lo que supone, aparte de su indiscutible valía como autor, todo un gesto de acercamiento y comunicación entre las dos orillas en años aún tan cercanos a un noventayocho que para muchos representó un trauma de ruptura y para otros el resurgimiento de nuevos modos de comunicación con todas las colonias de la América Latina, ya independientes. Al año siguiente el Premio homenajeó a don Benito Pérez Galdós por su ingente obra, fiel heredera del aliento cervantino. El escritor uruguayo Horacio Quiroga fue galardonado en la edición de 1907, en él se valoraba la renovación del cuento como novedoso género fantástico. Un año más tarde se reconoce el papel de la mujer en la literatura en la figura de Emilia Pardo Bazán, a quien se premia tanto por su obra narrativa como por sus ensayos en defensa de los derechos de la mujer.

Machado y Azaña en 1911

Año tras año se van otorgando los premios con todo rigor y acierto y respetando esa cláusula, no escrita, de alternar escritores españoles con latinoamericanos. Poco a poco se va gestando una nómina esencial del panorama de las letras en castellano. La tradición alcalaína en el arte de la imprenta, hace que salgan de los talleres de la editorial universitaria los magníficos volúmenes en octavo de las obras completas de los autores galardonados. Una colección que se ha mantenido hasta hoy en su formato original y aún utilizando la tipografías heredadas de la imprenta de don Joaquín Ibarra que datan de 1780. Precisamente en aquellos talleres universitarios, en marzo de 1911, se conocieron Antonio Machado y Manuel Azaña, el reconocido poeta sevillano revisaba las pruebas de sus obras que se presentarían en abril en el Paraninfo, en el acto de entrega del Premio Cervantes que se le había otorgado el año anterior. El joven Azaña trataba de conseguir que le imprimiesen en folleto su conferencia El problema español, pronunciada un mes antes en los locales de la Casa del Pueblo de esta ciudad. Azaña no logró imprimir su folleto en los talleres universitarios, pero se ganó la amistad de don Antonio Machado.

El Presidente de la República entrega el Premio Cervantes a Federico García Lorca

Años más tarde, en abril de 1936, don Manuel Azaña Díaz como Presidente de la República entrega el trigésimo Premio Cervantes al poeta y dramaturgo granadino Federico García Lorca en presencia de don Antonio Machado, director de la Biblioteca Nacional. A comienzos del verano de ese mismo año un pequeño incidente parece hacer peligrar la estabilidad pacífica de la que goza el país desde las guerras carlistas. Un generalito gallego trata de capitanear un golpe militar desde Las Palmas de Gran Canaria, pero la aviación francesa intercepta el “Dragón Rapide” en el que vuela en dirección a Marruecos y le obliga a desviarse hasta la Isla del Diablo, allí permanecerá encarcelado, con el consentimiento del gobierno español, hasta el final de sus días. Henri Carriere “Papillon” afirmaba haberlo conocido en aquel confinamiento, aunque solo recordaba de él su obsesiva manía de querer construir una gigantesca cruz de bambú a la memoria de los frustrados golpistas, que siempre se la desbarataba el viento tropical. En 1937 el Premio Cervantes lo recibió Pablo Neruda y al año siguiente al poeta Miguel Hernández.

Valle Inclán en el Paraninfo

Entre las anécdotas de aquellos años en las concesiones del Premio Cervantes, cabe destacar la sistemática oposición de Valle-Inclán a aceptar el galardón, alegando que él había sido uno de los creadores del proyecto. En 1927, cuando el premio se iba a otorgar a Alfonso Reyes, este envió desde México un documento firmado por los Presidentes de todas las Academias de la Lengua de Hispanoamérica, negándose a recibir el Cervantes, no sólo él, sino cualquier otro escritor latinoamericano, hasta que no se reconociera a Valle-Inclán como uno de los renovadores del lenguaje y como el padre de la novela hispanoamericana. Tirano Banderas se había publicado el año anterior y había supuesto una conmoción en todo el mundo hispanohablante. El 23 de abril de 1928, don Ramón María del Valle-Inclán sube a la tribuna del Paraninfo alcalaíno y pronuncia uno de los discursos más memorables en la historia de los Premios Cervantes. Diez años más tarde el premio se concede al poeta peruano César Vallejo quien desgraciadamente no lo recogerá porque muere aquel mismo año en un desolado día de lluvia en París. Igual que ocurrió con la poetisa chilena Gabriela Mistral que murió en Nueva York en 1957, justo cuando se disponía a embarcar para España y recibir el Premio en Alcalá. Al año siguiente el galardón recaerá en Max Aub, quien en el plazo de dos días lee su discurso en el Paraninfo y el de ingreso en la Real Academia.

De todas las historias de la historia, la más triste sin duda es la de España…

«Como si el hombre –escribe Gil de Biedma– harto ya de luchar con sus demonios,/ quisiera terminar con esa historia/ de ese país de todos los demonios». La historia del siglo XX fue triste y desoladora no solo en España. A muchos, siguiendo los pasos de Max Aub, nos hubiese gustado recordarla de otro modo. Imaginar al joven Adolfo Hitler morir de una hemorrogia al cortarse una oreja tras su fracaso como pintor paisajista, a Mussolini fundando un gimnasio en cualquier ciudad perdida de la Liguria, a Stalin deportado a Siberia obligado a construir invernaderos con calefacción central y a Trotsky de monje ortodoxo en un monasterio de Ucrania restaurando códices medievales. Releer a los actuales Premios Cervantes siempre resulta una labor provechosa. Aumentar el listado con escritoras y escritores desde comienzos del pasado siglo, una ucronía deseable para imaginar otros mundos más afables, más civilizados.