Han bastado cinco meses desde la formación de gobierno por Pedro Sánchez para caer en la certeza de las diferencias absolutamente apreciables entre el ejecutivo actual y el inmediatamente precedente. Queda inaugurada, reinaugurada más bien, la decadencia, incluso la desaparición, del término favorito de la tibieza política conocida como la neutralidad.
La pertenencia a un sistema constitucional como el que acoge a la ciudadanía de España no elimina las diferencias de entendimiento y orientación de una labor de gobierno. Antes al contrario, está obligado a metabolizar las disimilitudes que se sostienen entre una y otra forma de gobernar.
Santos Juliá, en Vida y tiempo de Manuel Azaña (Taurus, 2008), habla del complutense presidente de la II República, casi una generación de aquella proclamación, en 1910. Azaña dice en la publicación La Avispa que pertenece a la «masa neutra», ni izquierda ni derecha . El PSOE gobernante ha hecho voluntad de esclarecer y establecer cuanto antes mejor un conjunto de gesticulación, probablemente acompañado de creencia política, que defina un corte abisal con lo que se hacía hasta ahora.
Dos acontecimientos han ayudado a este propósito de manera incontestable, y sin que ello haya mermado las cuentas del estado. De una parte el entendimiento «espiritual» del fenómeno de la inmigración. La crisis del Aquarius ha despertado un arsenal de preguntas para hacer movible el corpus ideológico de sectores conservadores que presumían como inalterable el escenario de situación de respuesta a una necesidad humana. Lo que antes de junio era impermeable dejaba de serlo únicamente por el cambio de gobierno.
El esfuerzo de la izquierda por repasar y repensar aquello que puede ser de más y mejor utilidad para la humanidad es un elogio para la categoría pública que lo apadrina y un repudio para la derecha también considerada como categoría. Ricardo Piglia, en sus diarios, ya sabedor de su imparable final biológico (Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices. Anagrama, 2016), lo aclara meridianamente: «la derecha no sufre la quiebra entre palabras y actos que la izquierda se reprocha a sí misma reiteradamente «.
Otro acto ejecutivo acontecido en este breve periodo trimestral de gobierno de Pedro Sánchez reside en la actitud remarcada de acción de la justicia reparadora desde la instancia gubernamental. Ahí entra la decisión de exhumación de los restos del dictador Francisco Franco como paradigma de las asignaturas pendientes que resulta un banderín de enganche infalible con Podemos, pero jamás del PP y tampoco de sus variantes, léase Ciudadanos.
Precisamente ese repudio de la historia que ha mancillado una connotación humana, como sucede con ese pasar de puntillas por la necesidad lacerante del franquismo, anula en muchas ocasiones la intensidad política desnuda de la derecha en España. La gestión del gobierno para resituar los restos del dictador, con viajes al Vaticano incluidos, remarcan semanalmente una voluntad por marcar hitos temporales con etapas históricas nunca superadas.
Frente a estas boyas de impregnación ideológica se han querido enfrentar los episodios de los máster regalados y el escrutinio chabacano de la tesis doctoral del propio presidente de Gobierno, aventados ambos asuntos con la sola dimisión de la ministra de Sanidad, Carmen Montón. Los fogonazos que destellan en el firmamento de la corrupción con el impulso del comisario Villarejo, en plazo medio largo, solo supondrán residuo orgánico de la inmundicia y utilización privada de recursos públicos. Villarejo, empeñado en dar la razón a Rafael Sánchez Ferlosio. El habitual de la sabiduría y del pensamiento acerado dice en Campo de retamas, que «la policía es el portillo imposible de tapiar del Estado de Derecho».