Cuando yo era más joven –y no digo joven, sino más joven– viví durante algún tiempo en Vigo, una ciudad que al menos en mi recuerdo es blanca, hermosa, dinámica, llena de gente joven y de vida. Han pasado muchos años desde la última vez que estuve por allí y puede que ahora ya no sea igual, que tantas reconversiones industriales y tantos lunes al sol terminan por pasar factura y quebrar el espíritu de las ciudades y de quienes las habitan.
Tal vez mi recuerdo esté contaminado porque por entonces se vivía, por decirlo en palabras del señor García Márquez, como si el mundo acabara de ser creado y hubiera que nombrarlo. Era una época de recuperación de la vida. No digo ya de la libertad, sino de la vida, del placer, de la alegría, de tantas cosas que habían estado ocultas y prohibidas durante décadas. Del cuerpo también.
Por entonces me relacionaba con un grupo de universitarios, gente de mi edad. Aclararé que en aquella época los universitarios no eran como ahora, que parecen niños apenas destetados, sino que eran –o a mí me lo parecían– señoras estupendas que tenían a la Beauvoir por la mano y señores barbudos ya muy cuajados. Aquel grupo de vándalos simpáticos e inofensivos habían constituido, más por la guasa que por otra cosa, la Coordinadora Nudista Ecologista Radical de Galicia y las mañanas de los domingos tenían por costumbre manifestarse desnudos por la calle Príncipe, que en Vigo es como si dijéramos la calle Preciados de Madrid. Desnudos y con paraguas y botas de agua, eso sí, que en aquella esquina del país a menudo llueve con ganas.
Como en la ría de Vigo abundaban las playas remotas de difícil acceso, los militantes de la libertad contrarios a la industria textil solíamos acudir a ellas. Una de esas playas era la de Barra, alejada de cualquier pueblo, casa o choza, y donde era imposible que la visión de gente sin ropa molestase a alguien porque, créanme, no había nadie en varias leguas a la redonda. Aun así, era frecuente que por allí apareciese el párroco del municipio más próximo, con su sotana y sus zapatones, armado con un garrote y con un lenguaje tan grosero y tan zafio que espero que su Dios, si de verdad es compasivo, le haya perdonado. Insisto en que la playa en cuestión estaba, por no salirme del ámbito de lo religioso, donde Cristo perdió el acordeón y que había que tener una gran cantidad de santa cólera o unas ganas irreprimibles de ver culos, para desplazarse hasta ella. Un día, junto al cura tronante, apareció una pareja de la Guardia Civil quienes, después de anotar nuestra filiación, procedieron muy serios a medirnos uno por uno los pies, en una de esas acciones que de tan inexplicables acaban por dar risa. Quiero pensar que sería una técnica de identificación policial en boga por entonces, en aquellos tiempos felices anteriores a los avances de la ciencia criminalística y de las series CSI.
Toda esta afición algo ingenua por el nudismo ha desaparecido, según he comprobado con los años. Por todo el litoral de la península y de los archipiélagos, playas que todavía se llaman de los Ingleses o de los Alemanes (y que solo por eso ya se sabía lo que eran) se han llenado ahora de sombrillas, neveras de plástico, grupos familiares, adolescentes con móviles que vociferan músicas atorrantes, abuelas tostadas como pollos al ast y, claro está, bañadores. Ya sé que hay instalaciones, pueblos enteros incluso, dedicados al turismo naturista; pero eso no tiene nada que ver con la libertad sino con el negocio, con el mercado y también con la estupidez, que una cosa es tomar el sol desnudo en una playa solitaria y otra muy distinta pasearse en cueros por un resort almeriense y compartir el buffet del desayuno con las intimidades alegremente liberadas del vecino. Mire usted, no; yo por las mañanas, y al menos hasta que no tomo varios cafés, no estoy para nadie y menos para desconocidos.
¿Se trata de modas? Sin duda, pero las modas –y sus transformaciones– no son inocentes. Permítanme elevar la anécdota a categoría: en este escamoteo de las playas libres, veo una percepción del cuerpo y del deseo que parece sentirse culpable, como si la mojigatería de la que entonces nos queríamos librar se hubiera instalado de nuevo, insidiosa como una culebra, en nuestro mundo simbólico. Tras la desaparición de la cultura clásica, se hizo costumbre cubrir estatuas y cuadros donde se mostraban cuerpos desnudos con telas u hojas de parra; hubo incluso artistas especializados en tales menesteres y llegó a ser una industria más o menos lucrativa. Qué cosas más tontas, ¿verdad? Menos mal que eso pertenece al pasado remoto. O no tanto. Hoy en día, ahora mismo, hay quien sostiene, y sin avergonzarse, que los museos deberían retirar de sus paredes cuadros de Tiziano o de Rubens sobre asuntos mitológicos porque pueden incitar a la violación o porque cosifican el cuerpo femenino o porque a los museos van niños. Elijan el argumento que prefieran: son a cual más bochornoso.
Un fantasma recorre el mundo y ese fantasma es el del neopuritanismo. Y por sorprendente que parezca, ya no solo viene de la mano de la clericalla, como era habitual. Ni tampoco de la mano de los señores de derechas de toda la vida, que como siempre tuvieron cifras nunca encontraron problemas para disfrutar de lo que les viniera en gana. No. Viene también de la mano de una izquierda atribulada y de un feminismo que ya no reivindica como antes el placer, el cuerpo y el deseo, sino que parece mirar con desconfianza a quien sí lo hace.
El puritano, antes y ahora, no se limita a vivir como cree que debe hacerlo, lo que sería muy respetable. No. También se cree con el derecho –en función de sus creencias, su ideología o sus gustos– de dictar a los demás cómo deben comportarse. Hace algún tiempo, doña Beatriz Gimeno, veterana activista del feminismo y actual directora del Instituto de la Mujer, escribió un artículo o un tuit o lo que fuera en el que decía –cito de memoria porque no me apetece buscar la referencia exacta– que la heterosexualidad no es la manera natural de vivir la sexualidad y que el problema de la discriminación de la mujer no se solucionará aboliendo el heteropatriarcado sino aboliendo la heterosexualidad misma. Arsa, que diría un flamenco.
A mí estas cosas me asombran y en el fondo me llenan de esperanza, porque yo también abrigo sueños inalcanzables: que en mi ciudad llueva más, por ejemplo, o que el reparto de la riqueza en el mundo sea equitativo o que algún día la bandera de mi país tenga una franja morada. Puestos a soñar, que sea a lo grande. El problema de estas aspiraciones es que tienden a confundir lo personal con lo general. Mi respeto por los gustos sexuales ajenos roza la indiferencia: mientras sea consentido, que cada cual haga lo que quiera con quien quiera. Solo pido a cambio la misma indiferencia hacia las inclinaciones de los demás. Uno no puede menos que preguntarse a qué se debe tanta obsesión por lo que otros hacen en la intimidad de su alcoba. Son curiosas las obsesiones. Hay que tener cuidado con ellas, eso sí, porque a menudo, y sin advertirlo, dicen de nosotros cosas que quizá preferiríamos que no se nos notaran.
Sería una injusticia, sin embargo, atribuir dislates como esos tan solo a quienes detestan hasta tal punto la heterosexualidad como para desear su desaparición. En la orilla contraria hay abundantes ejemplos de odio a la homosexualidad. Obispos vociferantes, por ejemplo, de esos que promueven cursillos para curar lo que consideran enfermedad y que constituyen un ejemplo no solo digno de sonrojo, sino también de tratamiento psiquiátrico y desde luego de penitencia severa. Insisto: ¿a qué viene tanta obsesión por tales asuntos? A estas alturas de la película, ya he aceptado que moriré sin descubrirlo, igual que moriré sin saber por qué razón aquellos probos guardias civiles nos midieron los pies esa tarde en la playa nudista. Claro que también he aceptado que moriré sin ver al Atleti de Madrid campeón de Europa. Y eso, maldita sea, sí que me duele.
Juan Manuel Muñoz Aguirre es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y bibliotecario del Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Como escritor, ha destacado en poesía, si bien su obra se extiende también al cuento y la novela.