Ignacio Aldecoa (1925-1969) con el viento solano / Por Vicente Alberto Serrano

Ignacio Aldecoa (1925-1969) con el viento solano  /  Por Vicente Alberto Serrano

Iluminaciones en la sombra

Cuando leí Con el viento solano de Ignacio Aldecoa (Ed. Planeta) creí que ya conocía a Sebastián Vázquez, el protagonista de la novela. Por lo menos lo había visto de espaldas porque así estaba plantado en una foto de Baldomero Perdigón Puebla, reproducida después en su libro Alcalá blanco y negro 1960-1970. Sentado sobre una piedra, frente a la Posada de Marciano Solís, allá en la Puerta del Vado. Sebastián Vázquez –según Aldecoa– era un gitano de Talavera que tras una noche de mal vino, mató a un guardia civil y se vio obligado a huir, mientras el viento solano parecía arrastrarlo sin rumbo. Primero trató de perderse en el anonimato del trasiego madrileño, pero más tarde decidió ir en busca de su madre que residía con sus parientes en Alcalá. La novela se divide en seis capítulos que corresponden a otros cuantos días de la última semana del mes de julio, los que dura su huida. El miércoles por la tarde Sebas coge el tren en Atocha camino de Alcalá de Henares. Al atardecer del día siguiente, festividad de Santiago Apóstol, junto a un faquir espera en la gasolinera de la carretera de Guadalajara la llegada del camionero que les llevará a Cogolludo donde al parecer se encuentra a toda su gente, incluida la madre. Aquella atemorizada gitanería le sugiere de inmediato que siga huyendo. Al final, tras otra noche más de excesivo, espeso y traicionero vino tinto, decide entregarse en el cuartelillo de la Guardia Civil de un pueblo perdido de Guadalajara.

Ignacio Aldecoa y cubierta de ‘Con el viento solano’.

Capítulo y medio de la novela se desarrollará en el Alcalá de los años cincuenta, un tiempo en que la ciudad –como el personaje de la foto– parecía detenida mirando hacia la nada. Sebastián cruza aquella población decrépita, de tapias altas y casas bajas hasta llegar a la posada de la Puerta del Vado. A la mañana siguiente saldrá en busca de sus primos, muleteros que negocian en el barullo de la feria de ganado, allá en las eras. Ignacio Aldecoa describe la cruda imagen de un poblachón quemado por el ardiente sol del verano, escenografía por donde simplemente deambula un gitano huyendo de la justicia. Su temerosa escapada no tiene tiempo para contemplar las piedras de glorioso pasado; tan solo capta la vida, tan solo trata de ir describiendo todos y cada uno de los personajes que conforman una ciudad, aunque viva, anquilosada en el tiempo: «El limpiabotas medita sentado en su caja, con las espaldas pegadas a uno de los pilares de los soportales […] cloquea el tacón la joven lagarta de los tenientes. Hoy el preso canta el rancho extraordinario y duerme la gran siesta, tras fumarse un petardo en el retrete. […] Apiñaban las cabezas las mulas. El sol hacía sudar. Algunos tratantes llevaban pañuelos en torno al cuello para no manchar las camisas. Los cagajones, los orines, daban un olor pesado que se pegaba al rostro y a las ropas. Andar por la feria, era entrar en un baño de vapores animales, formar parte de un color, integrarse en un ruido».

¿Será ese personaje de espaldas el protagonista de la novela de Aldecoa? (Foto de Baldomero Perdigón Puebla).

Ignacio Aldecoa (1925-1969)

Siempre admiré la prosa de Ignacio Aldecoa, tal vez porque consideraba a su autor como uno de los pocos narradores representativos del raquítico panorama literario español en la segunda mitad del pasado siglo. Al menos para el escaso conocimiento literario de los jóvenes de mi generación a los que los vencedores se empeñaron en ocultarnos una buena porción de intelectuales que inevitablemente quedaron desdibujados al tomar el camino del exilio. Tiempo de silencio porque Luis Martín Santos, al igual que Aldecoa, también desapareció prematuramente. Eso, unido a la tajante decisión de Rafael Sánchez Ferlosio de abandonar la ficción –tras Alfanhuí y El Jarama– justo en el momento que más se esperaba de él. La narrativa española se quedó huérfana de tres de sus más consistentes puntales. Aldecoa, casado con Josefina Rodríguez y Sánchez Ferlosio emparejado con Carmen Martín Gaite, no es que formasen parte de generación alguna, simplemente se trataba de un grupo de amigos íntimos que junto a Agustín García Calvo y Alfonso Sastre, compartieron primero las aulas de la Universidad de Salamanca y más tarde se bebieron hasta el agua de los floreros en su cómplice peregrinaje por casi todas las barras de oscuras tabernas madrileñas, a la par que trataron de afilar sus plumas en las páginas de Revista Española con el consentimiento y la admiración de su fundador, don Antonio Rodríguez-Moñino. Aldecoa fue un maestro de las distancias cortas, es decir sobresalió de modo magistral en los relatos. Sin embargo, en paralelo, llevó a cabo importantes proyectos de novela. Uno de ellos, el más destacable, la ambiciosa trilogía La España inmóvil que se quedaría inacabada, pero de la que dejó sus dos obras novelísticas más representativas: El fulgor y la sangre y Con el viento solano (Ed. Planeta). Carlos Castilla del Pino en Pretérito imperfecto (Ed. Tusquets) segunda parte de su autobiografía (1949-2003) describe así el inicio de los años cincuenta: «Durante muchos años, el país se quedó quieto, inmóvil». Posiblemente este fuese el empeño de Aldecoa (Al que hoy recordamos en su centenario): trazar un realista retrato al carboncillo de aquel momento tan inmóvil y pesaroso.

Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa y Alfonso Sastre en la época de estudiantes en Salamanca.

La cámara de Baldo

Hace ya algunos años me atreví a pedirle permiso a Baldo para poder reproducir en un periódico local aquella foto suya, tan representativa. Quería ilustrar con ella un comentario sobre la novela de Aldecoa. Con la generosidad que le caracterizaba, no solo me autorizó a poder utilizarla sino que sinceramente me confesó que no conocía relato alguno del autor de El fulgor y la sangre. Semanas más tarde le conseguí una rústica edición de bolsillo de Con el viento solano. El día que se la regalé mantuvimos una larga conversación, evocamos el legendario Festival de Cine del Club Nebrija, pero sobre todo el mítico libro de Ramón González Navarro con fotos suyas de las esculturas de la fachada de la Universidad. Fue entonces cuando le hablé de la existencia en Barcelona de una editorial que en una colección titulada “Palabra e imagen” había publicado un relato de Aldecoa: Neutral Corner, con sobrecogedoras imágenes del oscuro y mísero mundo del boxeo recogidas por la cámara de Ramón Masats. Siempre albergué el deseo de diseñar para aquella legendaria colección de la editorial Lumen un libro que recogiera el capítulo y medio que Aldecoa dedicaba a Alcalá, ilustrándolo generosamente con las fotos de Perdigón. Me sorprendía y admiraba la sincronía del texto con la lúcida mirada lírica de Baldo que en 1963 fue levantando acta notarial con su cámara del pulso vivo de una ciudad, a pesar de que en las imágenes paradójicamente apareciese casi desierta. Cuando leí Con el viento solano, percibí que yo ya conocía aquel territorio, porque “La España inmóvil” que trataba de reunir Aldecoa con su escritura en los cincuenta, la consiguió captar Baldo con su objetivo a principios de los sesenta, justo antes de que esta ciudad comenzara a transformarse. Pasados algunos meses volví a coincidir con Baldo, por entonces yo todavía no había sido capaz de exponerle a la empresa de Barcelona mi proyecto editor, pero él tampoco había leído a Aldecoa. Me aclaró que aquel mismo día ya lejano de nuestro anterior encuentro, se dejó olvidado el libro en la cafetería y nunca logró recuperarlo.

 Otra perspectiva de la Fuente del Vado en los años sesenta (Foto: Baldomero Perdigón Puebla).