In memoriam: Gilberto Téllez, aquel extremo eléctrico / Por Antonio Campuzano

In memoriam:  Gilberto Téllez, aquel extremo eléctrico / Por Antonio Campuzano

In memoriam

Gilberto Téllez, aquel extremo eléctrico

Resulta que se ha muerto Gilberto Téllez, el más estiloso y legendario delantero de la historia del Torres Club de Fútbol, y las campanas ya han cesado de doblar. De esto hace unos meses y el silencio sigue siendo injusto. Hasta tal punto que las gentes aún no creen en su desaparición.

“Nadie pasa por la vida sin recibir las marcas de la cavilación, el pesar, la confusión y la pérdida”, así define el reverencial Philip Roth el itinerario de la pena en un humano. Gilberto, en la mitad de la década de los setenta años, hacía tiempo que estuvo a punto de ser un fichaje sonado por las divisiones inferiores del Real Madrid, según acreditadas opiniones de sus compañeros de aquel entonces (Paíto, Pirri, Chivarra, Geñín Burgoa, Manolo Casero, Fernando Yebra, Alfonso Valcázar). Pero aquel sueño, con ser presentado con formas perfectamente posibles y justas, no habitó el cosmos de las realidades.

Quien no se acuerde o haya oído hablar de las calidades de Gilberto, con la camiseta roja o la blanquivioleta del Torres de los años sesenta, merece pagar muchas rondas por inatento o ausente de lo bueno. El número once a la espalda, que a veces carecía de consistencia en el cosido o pegado, adquiría la condición del chasquido o de la centella en su banda izquierda porque la habilidad de Gilberto era perfectamente compatible con la velocidad y el vértigo, amén de la contundencia del disparo, lo que ahora ha dado en llamarse golpeo. Aquellos balones de cosido para caer en el recosido días después de su estreno, en contacto con nuestro hombre, producían daños directos y colaterales en defensas y portero contrarios, quien lo probó lo sabe.

Gilberto era un manojo de músculos, tendones y osamenta, todo ello unido y al paso del espasmo con un poco de ruido producía admiración y el balance  en el terreno del juego de pesas y medidas, 165 centímetros y setenta kilos quizá con la ayuda de la exageración. Colgó las botas aquellas de desgaste por tanta producción con triple nudo de garantía de agarre, pero se encargó de darle combustible a la genética y sus dos hijos, Carlos y también el homónimo Gilberto, pasearon el apellido Téllez por los campos complutenses y territorios más que adyacentes. Carlos ascendió al Alcalá hace un cuarto de siglo con la legitimidad del dato de correr más que nadie en un partido de fútbol, incansable centrocampista.

Aún se recuerda en el desaparecido Gilberto su otra disciplina de dominio, el mus, donde lució en un campeonato una escayola en el escafoides de la que salían duples y treinta y una con la magia de los elegidos. Su compañero Manolo Momo y el escenario del bar de La María, cine de Arriba, ya desaparecidos, no pueden atestiguar, pero como éstas que es verdad. Al parecer, ya como fetiche, siguió con el vendaje, como se decía que hacía otro jugador de leyenda, Eugenio Leal, con el Atlético de Madrid y la selección nacional. Lamentablemente, la estabilidad emocional no fue su mejor compañera en los últimos años y no ha podido recordar aquellos tiempos de excelencia en aquellos campos de labranza transmutados en terrenos de juego.

Las mejores memorias ponen sobre la mesa el vestuario en una dependencia de la iglesia, cercana al campo de juego, conocida como Los Palacios, salida a la Media Naranja, no tiene pérdida, donde la temperatura ambiente un domingo por la mañana era solo comparable al estadio soriano de Los Pajaritos. Gilberto Téllez, como tantos otros de aquella actividad pionera del deporte del fútbol, tienen un crédito emocional con las autoridades de Torres para engrosar la nómina de su callejero. Calle céntrica, por favor!.

Su mujer, Manoli Rodríguez, y su prima Sina Téllez, admirables en el empeño simpático, lo querrían para sí.

Por Antonio Campuzano

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