In memoriam. Mariano Rodríguez, la droguería convertida en calidad humana / Por Antonio Campuzano

In memoriam. Mariano Rodríguez, la droguería convertida en calidad humana  /  Por Antonio Campuzano

In memoriam

Las marcas de predicamento en droguería y perfumería (Druni, Body Bell, Primor, etc.) tuvieron un fundador y precursor en Torres de la Alameda, en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Mariano Rodríguez atendía cuando así le denominaban de cerca o de lejos y de droguería se trataba. Mejor de cerca, porque Mariano era muy cercano, daba gusto con él. Ha dejado este mundo a edad avanzada con una bruma cognitiva muy desagradable para su entorno y con corrosión de sus muchas vivencias.

Emparentado sentimentalmente en Torres, su Torrejón natal nunca fue ajeno para él. Allí desarrolló su acendrada devoción por el ciclismo, que practicó con esfuerzo y dedicación, afición que cambió profesionalmente con la apertura de una droguería con el derivado de perfumados en el pueblo de adopción, Torres. Calle Cruz  Verde esquina a calle Angustias, el epicentro de las emociones comerciales. Bar Ropero, con la TÍa Milagros y su sucesor Vicentón Gary, las golosinas y chucherías de la Tía Fidela y su competidora en el mismo género, la Tía Juliana. Más abajo, la panadería de la Tía Carmen, con salida de carruajes de la otra panadería, la de Aurelio y Sagrario. En este hub de toma dinero y dame mercancía creció nuestro desaparecido Mariano, cortina de canutillos, pasada la cual, entraba uno en un espacio para la operación comercial y, con un poco de tiempo y tampoco mucha paciencia, en otra esfera de pensamiento, palabra y quizá omisión. Parecido a la rebotica, pero en versión biodegradable, insecticidas y pinturas por aquí y por allá. A un lado del mostrador, Mariano, ataviado con outfit de paisanaje “que vengo ahora mismo de Makro”, ahí estaba el Seat 124 familiar blanco requetelimpio. A este lado de la ciudadanía, la clientela y a la hora bruja de las siete de la tarde, el ejército de simpatizantes y militancia más activa, Manolo Caballero, Andrés de la Fuente, Ignacio Polo, que pasaba por allí, Antonio Fernández el Águila (“ a ver qué mentira estás echando a estos hombres!”, Ramón Téllez “Cheli” y algunos más de brillantez discontinua.

Mariano distinguía muy bien el trabajo de exposición al público del opaco entre bambalinas, aquél que significaba entrar en laboratorio y mezclar sustancias olorosas con químicas con resultado de perfume, o colonia, o ambientador. La tabla periódica de elementos no era para Mariano una montaña invencible. Con fórmulas de traducción casera se conseguía un resultado del todo a favor del cliente, que repetía en su compra con gran devoción. El guardapolvo, en el momento químico, era la indumentaria elegida por nuestro hombre, lo que hacía emerger una diferencia entre Mariano, en su atalaya profesional de la mezcla y el dominio de la sustancia, y los amigos  que allí acudían a la reflexión y el análisis. El droguero volvía a la realidad andante y se quitaba la bata de laboratorio para reanudar la convivencia y saludar al recién llegado. Señalaba una de las primeras ediciones de El País, periódico unido a la transición, y también señalaba a quien acababa de unirse a la tertulia. Decía “ahí tienes, te lo he guardado pa que lo veas, no es que te lo diga yo, ahí lo tienes”. Y ahí empezaba la concordia-discordia en la salud y en la enfermedad, en la afrenta y en el diálogo. Entre la política y la devoción por Luis Ocaña, el ciclista maldito, luego llevada esa predilección hacia Julián Gorospe, con parada en el local Guillermo de la Peña, Mariano Rodríguez llegó a llevar con gran dignidad una visera de ciclista profesional que descansaba en una cabeza ya atacada por una alopecia prematura que hacía de su persona un motivo más de respeto y admiración entre cuantos gozábamos de su amistad y complicidad. Un gesto diminuto pero no menos convincente era suficiente para avisar a los contertulios qué contenidos no se podían tocar ante la inminente llegada de una clienta con alguna idea ya descontada sobre la realidad política.

Nadie mejor que Mariano sabía llegar al resultado después de dos, no más, operaciones de indagación sobre el desarrollo de una persona en torno a la cosa pública. Acertaba una y otra vez. Su solidaridad entre lo seres humanos era puesta a prueba cuando la visita de Bernardo, su familiar y amigo, llegaba a bordo del Simca 1200, gris plateado, jubilado del aeropuerto de Barajas, y lanzaba el primer bocadito de nata, de entre la docena elegida, al aire para que el perro “Chispo”, con pericia aérea, se hiciese con el premio con todo merecimiento. “Sufro, no puedo con ello”. Se resignaba Mariano. Con su marcha de este planeta pierde en círculos concéntricos abajo el mundo, Europa, España, Madrid, Torrejón y Torres. Proporcionaba buen olor (“huele a limpio”, la entrega más laureada en un comercio en Torres), generaba conversación y amistad,  hacía unas cuentas con números longitudinales que jamás cedieron al error y nunca a la calculadora, asumió como normal la costumbre de Andrés de la Fuente El Chino de adherir el culo del pepino a su frente como costumbre ancestral y signo étnico, sin que afectase al desarrollo de la merienda en el bar de Manolo.

Todo ello hace de Mariano Rodríguez, en su desaparición,  una orfandad muy difícil de rellenar. La Cruz Verde callejera de Torres, en cuya plazoleta inauguró “su” pulmón verde, boca de riego de manejo doméstico, lamenta su pérdida, al tiempo que emite onda de solidaridad con Blanca Valcázar, su viuda, y sus hijos José Ángel y Anita.

 

 

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