Luces y sombras
La calle Santo Tomás arranca frente a la Hostería del Estudiante y desemboca a la orilla de un caz del río Henares. En otro tiempo era algo siniestra, estaba empedrada, mal iluminada y con una sola acera pegada a los muros de la cárcel. Todavía recuerdo que a la caída de la tarde, cuando regresaba del colegio, los civilones, agazapados en las garitas, imponían su autoridad prohibiéndonos utilizar ese trozo pavimentado, alegando que era por nuestra seguridad al estar tan pegado a las celdas. Ya se sabe que al caer la noche todos los gatos son pardos, por supuesto incluidos los reclusos, más pardos y peligrosos todavía. Había que evitar cualquier fuga. Los más viejos del lugar afirmaban, con cierto morbo, que dos de aquellas ventanas bajas correspondieron en su día a las habitaciones-presidio de don Juan March Ordinas.
El coche de don Juan
Me contaba la madre de un buen amigo que, en tiempos de la República, su padre fue destinado al Hospital Militar de Alcalá. Entonces vivieron cerca, en la calle de los Coches, por la que en aquella época coches pasaban más bien pocos, lo que les permitía jugar tranquilamente en mitad de la calzada. Sin embargo, cuando estaba a punto de dar las once de la mañana, las madres –desde los balcones– les gritaban: ¡Quitaros, que va a pasar el coche de don Juan! …y efectivamente, puntual aparecía por la Puerta de Madrid un flamante Rolls Royce camino del Penal.
A las once en punto, en el “Parador”
Puntual el Rolls se detenía cada día frente al número 1 de la calle Santo Tomás, por entonces Reformatorio, más tarde Talleres Penitenciarios y hoy flamante Parador Nacional de Turismo (aunque ya no se entra por ahí, tapiaron la puerta principal y colocaron una cutre chapa metálica, recordatorio de otra gesta mucho más heroica). Del coche bajaba el ayuda de cámara de don Juan March que atravesaba el rastrillo del presidio sin presentar credencial alguna. En la planta baja, junto al despacho del jefe de servicio, dos amplias habitaciones conformaban la peculiar suite de aquel personaje que había traído en jaque a la República. A hora tan saludable se despertaba el recluso más famoso de España, que esperaba en la cama la llegada de su sirviente para que le vistiese y comenzar así la particular jornada “laboral”, mientras que un funcionario de prisiones, a sueldo del magnate, se encargaba de la limpieza y de despachar la correspondencia. Cierto periodista de ABC –tal vez de los pocos no sobornados con el dinero marchista– describía de este modo las estancias del recluso: «Constan de dos habitaciones, la más pequeña, está habilitada para recibimiento. Por ella desfilan diariamente numerosos personajes y algunas señoras. El mobiliario se compone de dos mesas con tablero de mármol, tres sillas de cuero rojo, un sillón de cuero negro y una percha de la que pende un paraguas. ¿Para qué necesita March un paraguas en la prisión? Este recibimiento tiene zócalo de azulejos. y una ventana que da a la calle Santo Tomás con doble reja. En el cuarto hay radiador. Sobre una mesa, termo, botellas de licores, copas, vasos y botes de bicarbonato. La otra habitación es de mayores dimensiones. Una gran alfombra roja y otras dos más pequeñas del mismo color cubren el suelo. Componen el mobiliario seis sillas tapizadas y dos mesitas de madera. Una de las mesas está adornada constantemente con ramos de flores. La cama es grande y con dos colchones de lana. Completan el mobiliario un lavabo de mármol y un sillón. En el sillón se ve una maleta con sellos de distintos hoteles nacionales y extranjeros. March gratifica con 1.000 pesetas mensuales a uno de los jefes de cocina y con 500 a dos cocineros de la Hostería del Estudiante».
O la República somete a March o March somete a la República
Algunos meses antes, en sesión parlamentaria de 14 de junio de 1932, Josep Carner, a la sazón Ministro de Hacienda, llevó a cabo una vibrante intervención en la que advertía de los peligros que suponían Juan March en libertad. «O la República somete a March o March somete a la República», fueron sus proféticas palabras. A las 6,30 de la tarde del día siguiente el hombre más rico y poderoso de España, que hasta entonces había logrado salvarse por los pelos –y con dinero– de estar entre rejas, ingresaba en la Cárcel Modelo de Madrid. Once meses después. el 3 de mayo de 1933, el Director General de Prisiones saliente, se entrevistaba con Azaña para proponerle el traslado de Juan March a otro presidio más seguro, ante el temor de una posible fuga; en la cárcel de Madrid se movía con excesiva facilidad, tenía sobornados a la mayor parte del funcionariado de la prisión, recibía continuas y sospechosas visitas y además dirigía desde el interior peligrosos manejos políticos. Incluso se rumoreaba que el señor March se entregaba a expansiones amorosas con sus amigas en el mismísimo despacho del director, aparte de estar en relación permanente con presos anarquistas y comunistas a los que subvencionaba y protegía.
En la cárcel de su pueblo
Azaña también había sido advertido por Santiago Casares Quiroga, el general Hernández Saravia y el poeta Juan José Domenchina que el peligroso reo estaba preparando un atentado, no solo contra su persona, sino también contra el mismísimo Indalecio Prieto. Al final decide enviarlo al reformatorio de Alcalá de Henares, la cárcel de su pueblo que consideraba mucho más segura y de la que él conservaba recuerdos de juventud, cuando contemplaba los altos muros desde la huerta de su amigo José María Vicario. Lo narra en Fresdeval (Ed. Pretextos). Apenas cuatro meses duró la estancia de March en aquella privilegiada suite de la que huyó sin pagar la cuenta.
Por la calle de los Coches
Con toda seguridad la madre de mi amigo no oyó pasar por la calle de los Coches, en aquel atardecer del 2 de noviembre de 1933, el Rolls de don Juan March. No era su hora habitual. En esta ocasión le acompañaban también un Ford y un Chrysler. Además de Bernabé Pons, su incondicional ayuda de cámara, se dirigían al penal un extenso cortejo, entre los que se encontraban su mujer, sus dos hijos, algunos de sus colaboradores más cercanos, el periodista Ruiz Albéniz Tebib Arrumi y dos pistoleros de la FAI en calidad de guardaespaldas. A las diez de la noche Martín Arnaiz Moreno, jefe de servicios, envía a por tabaco al funcionario del rastrillo, pidiéndole las llaves para guardarlas durante su ausencia. Pocos minutos después pone en libertad al señor March que vistiendo abrigo y sombrero, llevando su maleta y fumando su consabido cigarro puro, cruza la puerta del rastrillo y sale a la calle donde le espera el funcionario Eugenio Vargas, quien le recoge la maleta y le acompaña hasta la flotilla de automóviles situados unos metros más allá. El señor Vargas –según afirmó más tarde el New York Times– se retiró, espléndidamente recompensado, a vivir en Grecia. A las once de la mañana del día siguiente, la hora habitual de levantarse, el insigne preso estaba celebrando una rueda de prensa en Gibraltar, a 700 kilómetros más allá de su “Parador” de los últimos meses. El maestro Azorín, a sueldo de don Juan y colaborador habitual de sus periódicos, aún pedía, esa misma mañana, la excarcelación del peculiar gángster, desde las páginas de Luz y La Libertad. La edición vespertina del diario Informaciones, otro más de los periódicos de March, anunciaba con un titular a siete columnas: “Don Juan March abandona la cárcel de Alcalá para atender a la recuperación de su salud”.
La bien “pagá”
Creo que hemos faltado a la verdad, don Juan March no se fue del parador-presidio sin liquidar la cuenta, únicamente que se demoró unas semanas, pero la abonó con creces. Alquiló en Inglaterra, por 2.000 libras esterlinas, el avión Dragón Rapide que trasladaría a Franco desde Canarias a Marruecos para ponerse al frente de un Alzamiento Nacional. El 10 de marzo de 1962, entonces convertido en honorable mecenas y filántropo, moriría a los 81 años de edad, a resultas de un accidente de tráfico a bordo de su Cadillac. Meses antes había inyectado 1.000 millones de pesetas más a su famosa Fundación que, paradójicamente, con el lema de Ad maius Hispanae lumen lleva décadas apostando por los más innovadores movimientos de la pintura contemporánea, a través de memorables exposiciones; concede además generosas becas y a la vez enriquece el mejor archivo de teatro existente en España.
Lecturas Marchistas
Lástima que el cine español no haya contado con un Francis F. Coppola porque tendríamos ahora una saga cinematográfica que convertiría El padrino en una sosa película naif. No hemos tenido tampoco un Mario Puzo, pero los autores que han escrito sobre Juan March, no sólo han estado a su altura, sino que lo han superado. En 1934, Juan Benavides publicó El último pirata del Mediterráneo, cuyo protagonista real se sintió aludido y trató infructuosamente de secuestrar la edición, mandó a sus secuaces a quemar quioscos de prensa y a amenazar a los distribuidores; el libro no se pudo reeditar hasta 1976. Ramón Garriga es autor de Juan March y su tiempo (Ed. Planeta) donde se traza una panorámica desde la Gran Guerra hasta el apogeo del franquismo a través de los manejos de March. La irresistible ascensión de Juan March, de Bernardo Díaz Nosty (Ed. Sedmay) es, sin duda una de las mejores aportaciones al conocimiento del personaje, junto a la obra del escritor inglés Arturo Dixon titulada Señor monopolio (Ed. Planeta). Obras todas ellas seguramente descatalogadas y difíciles de localizar en bibliotecas no especializadas. Sin embargo más recientemente aparecieron en las librerías la obra de Pere Ferrer titulada Juan March, el hombre más misterioso del mundo (Ediciones B) y la de Mercedes Cabrera, Juan March,1880-1962 (Ed. Marcial Pons) que contienen parecida información de los libros antes reseñados, pero ampliada por nuevos y jugosos datos.