Hace tan solo un año, recién de salidos de las elecciones del 20-D, todo parecía indicar que el poder de la izquierda, con un PSOE debilitado aritméticamente pero con Podemos en agitación extraordinaria, mantenía una expectativa de incardinación de poder muy tangible por posibilidad y probabilidad.
El paso del tiempo para convertir aquella esperanza en algo concreto fue difuminándose fundamentalmente por las listones que Podemos iba levantando hasta extremos difícil de subir por un partido socialista, con su líder de entonces, Pedro Sánchez, tironeado por las vacas sagradas de su formación, con Felipe González en papel de vertebrador desde su púlpito mítico de timonel de todas las operaciones graduales y estratégicas.
Aquello terminó engullido por un distanciamiento de Podemos y un acercamiento a Ciudadanos, que siempre, al igual que ahora, ha masticado mucho más que su pose mandibular le permitía. Llegaron las elecciones del 26 de junio, con la exhibición de mejor musculatura electoral del PP y la afloración de las debilidades de todos los partidos opositores al partido conservador.
En el PSOE se agitó la interioridad de la formación hasta la generación de un cisma del que todavía no ha salido y se pudo formar gobierno por un acuerdo tácito de investidura entre PP y PSOE. Podemos se quedaba, pues, en el supremo puesto de la oposición frontal al gobierno, pese a los esfuerzos de los socialistas.
Estos esfuerzos por parecer paradigma de seriedad y responsabilidad no han hecho hasta el momento más que parecer ejercicios de búsqueda de una identidad perdida y no recuperada por parte del PSOE.
Pero el partido Podemos, en vísperas precisamente de un congreso decisivo en febrero próximo, Vistaalegre 2, está haciendo todo lo contrario de lo exigible a un partido que pretende aglutinar a todos sus simpatizantes y militantes. Las discrepancias entre facciones ideológicas, entre partidarios de acciones unívocas, amenazan con dejar una formación maltrecha tras su cónclave más importante desde el punto de vista organizativo.
De ser esto así, el ruido de las manos populares al frotarse las mismas puede ser advertido desde Génova, 13, hasta todos los confines del Estado. Lo que significaría que el Partido Popular, con una exigua mayoría, estaría en condiciones de caminar por las sendas ejecutiva y legislativa con mucha mayor tranquilidad que la esperada.
Pablo Iglesias, por Podemos, y Javier Fernández, al frente de la gestora socialista, deben hacer del pensamiento reflexión, porque se juegan mucho en la construcción del futuro más inmediato en el juego político de este mandato. Si el PSOE sigue por la vía de la estabilidad con apoyos al partido en el gobierno, y si no sale de su congreso, que debería abrir cuanto antes el partido a todas las en un tiempo llamadas sensibilidades, corre un riesgo gigantesco de fumigación de identidad distinta en política e idiosincrasia en el manejo público.
Pero un cuidado muy especial debe tener Iglesias en la gestión de un triunfo en el congreso de Vistaalegre. Si aprietas en demasía las piezas de la maquinaria de partido, se puede encontrar con fugas de militancia hacia el PSOE y con un debilitamiento de sus fuerzas que harían flaquear quizá de manera definitiva sus ambiciones más allá de los 71 diputados presentes.
El PSOE y Podemos se encuentran en una posición política muy cerca del páramo inconsistente, que solo provocaría la consolidación del PP para muchos años. Así, se perfilaría la magistral descripción de José Luis Pardo, en su Estudios del malestar, Premio Anagrama de Ensayo 2016, de la democracia como una «democracia aburrida», y que Mariano Rajoy estaría encantado de suscribir, algo así «como una crónica periodística de la comisión de Agricultura del Congreso de los Diputados».