Desde La Oveja Negra
La revolución rusa del 17 acabó formando parte de un relato épico que nunca conseguimos desbrozar del todo. Abocados inevitablemente hacia una mítica izquierdosa, nos empeñamos en perfilar a Lenin como un héroe sin fisuras. Sin duda fue por culpa de una adolescencia rara en la que, a lo peor, nos sentimos huérfanos de líderes íntegros que diesen sentido a nuestro acontecer diario. Con el tiempo descubrimos que todos aquellos que creíamos ídolos, se nos desmoronaban entre las manos de la historia. Una tarde de agosto del 71, en la plaza San Wenceslas de Praga, un par de jóvenes checoslovacos le arrancaron de la camiseta de mi amigo, una chapa con la esfinge de Lenin que se acababa de comprar en el Museo de la Revolución. Arrojada al suelo la pisotearon con saña. Ante las dificultades del idioma no logramos aclarar cuales fueron sus razones. Sin embargo creo que las intuimos. Más tarde, de regreso a este país de todos los demonios, me obsesioné por conocer los verdaderos entresijos de la historia e intentar conseguir expulsar por fin a todos esos demonios. Labor nada sencilla –ni siquiera a través de libros prohibidos– fue intentar sacudir la caspa de una enseñanza nefasta y partidista que, desde la infancia, trataron de inculcarnos los curas y la formación del espíritu nacional. De aquella mordaza ideológica puede que derivase mi empeño por descubrir el fondo de los heroicos y esperanzadores esfuerzos de 1905 y 1917 en una lejana Rusia que, hasta entonces, tan solo conocía a través de lecturas entusiastas de Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov… Los nuevos muñidores de su historia reciente fueron Lenin, Trotski y Stalin. Pero al parecer escribieron con renglones bastantes torcidos, porque de tales polvos épicos que en su momento estremecieron el mundo, hoy apenas si queda, como doloroso resumen evocador, el dramático final de los marinos de Kronstadt, la desesperada decisión del poeta Mayakovski… Y por supuesto las sobrecogedoras características de aquel crimen perpetrado en Coyoacán (Ciudad de México) en el verano de 1940.
De Primo Levi a Alexandr Solzhenitsyn
Posiblemente con sólo dos novelas se podría resumir todo el horror y la barbarie que arrasó el siglo XX, aunque seguiríamos sin alcanzar a entender a los dos personajes más siniestros que la propiciaron (Hitler y Stalin). Si esto es un hombre (Col. Austral) narra los días de horror vividos por su autor en los campos de exterminio de Auschwitz. Paradójicamente liberado por el Ejército Rojo, Primo Levi escribe este desgarrador testimonio porque durante el encierro su principal preocupación y la de sus compañeros era que, de sobrevivir, nadie creería la atrocidad de la historia vivida. Primo Levi, químico, judío piamontés, superviviente del holocausto, se lanzó por el hueco de la escalera de su casa en 1986. Alexandr Solzhenitsyn, físico y matemático, se incorporó al ejército como simple soldado en 1941 para combatir el nazismo. Estando en el frente le detienen por haber escrito una carta a un amigo en la que criticaba a Stalin. Terminada la guerra fue condenado a ocho años de trabajos forzados. Un día en la vida de Ivan Denisovich (Ed. Plaza&Janés), narra una jornada en un campo de concentración, un campamento de prisioneros políticos de diversas profesiones y actividades, igualados por el cautiverio y la preocupación cotidiana de subsistencia. Ivan Denisovich, es una más de las miles de víctimas civiles y militares, dentro de las intrigas creadas por Stalin, su relato es una síntesis de la miseria humana. Condiciones idénticas a las del Holocausto judío.
De Joseph Losey hasta Asaltar los cielos
En cuanto al controvertido Leon Trotski, durante mucho tiempo perduró en nuestro imaginario el relato de un héroe desterrado de su patria, perseguido por el sanguinario dictador que estuvo obsesionado, no solo por hacer desaparecer su figura de las imágenes emblemáticas de la revolución y de los manuales de historia, sino también por liquidarlo físicamente. Por eso cuando a mediados de los setenta llegó a nuestras pantallas El asesinato de Trotski, recibimos la película con especial interés. Sin embargo, a pesar de que reverenciábamos a Joseph Losey como director de culto, desde que logró perturbarnos con El sirviente, esta obra suya nos decepcionó. Aparte del error en un reparto desafortunado, tampoco la narración se ajustaba al rigor que Losey nos tenía acostumbrados en otros de sus filmes, con guiones impecables del dramaturgo Harold Pinter. Ni Richard Burton en el papel de Trotski, ni el guaperas de Alain Delon emulando a Ramón Mercader, ni por supuesto nuestra admirada Romy Schneider en el papel de feucha secretaria, hicieron creíble tan mediocre película, a pesar de estar basada en un hecho real y trascendente. Dos décadas más tarde Javier Rioyo y José Luis López Linares montaron un documental impecable. Asaltar los cielos acometía la compleja labor de entrevistar a testigos presenciales de aquel espantoso crimen. Apoyados también en una exhaustiva documentación, nos perfilaron la compleja trayectoria del enigmático Ramón Mercader/Jacques Mornard/Frank Jacson, con los innumerables testimonios de peculiares personajes, que abarcaban desde Santiago Carrillo hasta Sarita Montiel, pasando por el promotor musical Gay Mercader. No en vano el documental prácticamente se abría con imágenes de un concierto de los Rolling Stones y se cerraba con secuencias costumbristas de la playa de Sant Feliu de Guixols, supuesto paraíso donde aspiraba a acabar sus días el asesino de Trotski.
El hombre que amaba a los perros
En septiembre de 2009, el escritor cubano Leonardo Padura, publicaba El hombre que amaba a los perros (Ed. Tusquets) una ambiciosa novela donde a lo largo de sus casi ochocientas páginas, Iván el protagonista, aspirante a escritor en la Cuba castrista, evoca una serie de encuentros fortuitos con aquel enigmático personaje que amaba los perros y se paseaba a menudo con dos galgos por una de las playas de la isla. Pero, a modo de prólogo, el libro se abre con un desgarrador capítulo titulado “La Habana 2004”. Ante la inquietante espera de la novena tormenta tropical de aquella temporada que los científicos habían bautizado, precisamente con el nombre de Iván, Iván asiste a la lenta agonía de Ana. La mañana del 14 de septiembre el ciclón Iván había girado milagrosamente hacia el oeste sin provocar inevitables daños a la isla. «El 16 de septiembre –escribe Padura– casi al caer la noche, mientras el huracán comenzaba a degradarse en territorio norteamericano y a perder la menguada fuerza en sus vientos, Ana había parado de acariciar a nuestro perro y, unos minutos después, dejó de respirar. Al fin descansaba, quiero creer que en paz eterna.» Más adelante evoca Iván cuando Ana se cruzó en su camino mientras la gloriosa Unión Soviética había lanzado sus estertores y sobre ellos empezaban a caer los rayos de la crisis que devastaría su país en los años noventa. Asediados por el hambre, los apagones, la devaluación de los salarios y la paralización del transporte… Ana y él vivieron un periodo de éxtasis, tal vez alimentados por lecturas de supervivencia; ella poesía y él novelas. En una noche de apagón Iván decide contarle a Ana la historia de los encuentros que catorce años antes, había tenido con aquel hombre que amaba a los perros. Historia –que le confiesa a Ana– no había escrito por miedo. Tras esta introducción clarificadora y sobrecogedora, Leonardo Padura nos reescribe la historia de Leon Trotski a lo largo de su última trayectoria vital plagada de exilios que desembocarían en la ciudad de México. A lo largo de veintinueve capítulos que se van solapando con las dudas de Ramón Mercader, arrebatado de la guerra civil española por la imperativa obsesión ideológica de su madre, Caridad del Río, que lo precipita hacia un destino incierto. Ambos personajes –víctima y verdugo–confluyen en la escena del crimen una tarde calurosa de agosto. El piolet empuñado por el hombre que amaba a los perros, clavado en el cráneo del político desfenestrado y perseguido que aspiraba, a su manera, a cambiar el ritmo de la historia. Un grito desgarrador acompañará hasta el final de sus días las pesadillas de su asesino. Tras visionar el documental Asaltar los cielos, se hace imprescindible la lectura de la ambiciosa novela de Leonardo Padura. Es lógico que en el capítulo final de agradecimientos, el autor cite en primer lugar a Rioyo y a López Linares.