Desde La Oveja Negra
Allá en la Andalucía profunda. En ese pueblo de la campiña cordobesa donde en 1824 nació Juan Valera, mis tías Nieves y Matilde cada atardecer se recogían en la sala baja de su casa en la calle Barahona de Soto, calle de la que los egabrenses se sentían tan orgullosos como de su paisano escritor. Era peatonal desde tiempos lejanos y siempre la compararon con la Sierpes de Sevilla. Mis tías ni siquiera encendían las tenues bombillas del velón, permanecían a oscuras frente al gran ventanal, porque como si de una pantalla de cine se tratara, ofrecía un espectáculo único: el paseo cotidiano de personajes conocidos. Dolores, la cocinera, de pie, desde el quicio de la puerta, enriquecía los comentarios de mis tías, sobre las virtudes o defectos de cada uno de los personajes que atravesaban tan curioso escenario. Nunca vi pasar a Pepita Jiménez (Ed. Cátedra), tampoco a Juanita la larga (Alianza Ed.), ni siquiera a Doña Luz (Ed. Espasa Calpe). Pero siempre dudé si Juan Valera inventó a sus personajes o fueron los personajes de ese pueblo los que salieron en busca de autor. No dejaba de ser curioso que las tres, siempre que se referían a cualquiera de las mujeres que cruzaban la peculiar pantalla, las denominasen con el disminutivo del nombre unido a su apellido: Laurita Mora, Aracelita Algar, Sierrita Muñoz… Pasé largas temporadas de mi infancia en aquella entrañable y preciosa casa, con luminoso patio central entoldado y botica contigua que regentó mi tío y después sus hijos. En la sala baja, asistía el cine mudo casero antes de cenar, con los comentarios de mis tías y la cocinera. Allí oí por primera vez una frase, cuyo significado no creí llegar a entender hasta pasados los años: «Esa pobre se ha quedado para vestir santos».
Cuando Federico irrumpió en la sala baja
Quiero imaginar que fue después de leer el teatro de Federico, cuando en los recuerdos de un tiempo pasado se me desdibujó la calle al otro lado del ventanal. El poeta había encendido de pronto las luces del velón y permitió que se colaran en el interior de la sala baja Doña Rosita la soltera y Adela que, vestida de luminoso verde, parecía huida de la casa de Bernarda Alba, tratando de evitar la soga al cuello. Sin duda fueron ellas las que me descubrieron el significado de tan extraña ocupación: «…quedarse para vestir santos». Algo denigrante tal vez, pero analizado ahora, desde la serena madurez, pienso que para ellas siempre fue preferible que sentirse obligadas a ser desvestidas por maltratadores.
Cuarenta años de profesión
En cierta ocasión José Antonio Muñoz (Aguaviva) me invitó a su programa El trestero en Radio 3 para que tratara de explicarles a los oyentes en qué consistía eso de diseñador gráfico. Recuerdo que le contesté: «…es que yo quería ser escritor pero me he quedado para vestir santos». Aún estoy orgulloso de aquella contestación porque sigo creyendo que define a la perfección la labor que he tratado de llevar a cabo a lo largo de más de cuarenta años. Sobre todo al vestir los libros de los demás, participar en la aventura de trasladar al papel impreso sus novelas, poemas, dramas o ensayos. Comprimirlos en forma de libro con la ilusión de que un atractivo acabado consiguiera atrapar entre sus páginas al ansiado –por desconocido– lector.
El diseño gráfico es más que eso
Afirmaba Ramón en una de sus Greguerías: «Prefiero las máquinas de escribir usadas porque ya tienen experiencia y ortografía». El diseño gráfico se podría definir como una atractiva mezcla de palabra e imagen. Tal vez por eso –en mi caso– a lo largo de todos estos años, me he sentido como un gran mirón, necesitado de recurrir a imágenes y palabras usadas para tratar de aprender casi todo desde la experiencia de los demás. Aunque debo confesarle a Ramón que poco tiempo después traicioné a las legendarias máquinas de escribir. Dejé abandonada una mítica Valentine de Olivetti con la que pretendía ser escritor. Preferí perderme entre la infinita selva de tipografías e imágenes y conjugar con ellas un lenguaje nuevo, claro y personal para ayudar a transmitir el mensaje que siempre se pretende alcanzar desde carteles, folletos, logotipos o libros.
Libro te quiero, pero no mío
Manipulando ese verso de Agustín García Calvo que Amancio Prada convirtió en todo un himno de amor rebelde, yo he trasladado mi querencia hacia el libro, a los libros, pero no míos ni tuyos siquiera. Estas cuatro décadas me han ofrecido la experiencia de compartir profundas inquietudes con los autores. Incluso a veces he llegado hasta el punto de creerme copartícipe de un párrafo, una estrofa, la acotación a un personaje o un lúcido punto de vista. Eso del diseño gráfico es lo más parecido a las modistillas de antaño. Durante semanas se pasa uno hilvanando textos para vestir al santo y contenerlo después en unos centenares de páginas impresas. En el repaso a cada prueba de corrección, de modo inquietante el original se va haciendo también algo tuyo, te conviertes en mucho más que un lector. Comienzas a formar parte –sin quererlo– de esa aventura que tiempo atrás inició el escritor en solitario. Indagar sobre la tipografía correcta, el cuerpo de letra exacto, los márgenes generosos, un papel cálido y sobre todo una cubierta que atraiga y trate –al menos– de provocar la curiosidad en ese anónimo personaje que entra en una librería.
Entre libros anda el juego
Después, cuando el libro ya está impreso, irá alejándose hasta del autor: «…ni tuyo siquiera». Buscará hueco en cualquier estantería reclamando la atención de un nuevo dueño. Entre libros anda el juego, el juego siempre consiste en encontrar un lector que se identifique, y se emocione con el texto, porque desde el momento que tiene el libro en sus manos, esa historia ya le pertenece.