Luces y sombras
Cuando doña Emilia Pardo Bazán irrumpió en el mundo de las letras, a pesar de su posición privilegiada y su reconocida valía, se encontró desde el principio con la reticencia de una sociedad literaria machista y excluyente. Sin embargo supo defender y reivindicar su condición de escritora y mujer. Con escandalizadora valentía, soltura y sinceridad consiguió transitar con bastante éxito por los caminos del naturalismo: movimiento tan poco dado –según los críticos– a la débil escritura femenina. Por eso los plumillas, cuando intentaban definir su estilo, repetían en todo momento aquello del “aliento viril”. En 1925 hasta Rafael Cansinos Assens afirmaba rotundamente: «Más ilustran acerca del alma del hombre, e incluso de la mujer, unas páginas de Martínez Sierra que toda la labor literaria de las escritoras de ésta época». Tal vez tendríamos que estar de acuerdo con Cansinos ante la obra de Martínez Sierra, tan conocedor del alma femenina. Sobre todo cuando leemos fragmentos de su libro Feminismo, feminidad, españolismo, (Ed. Renacimiento, 1917): «Las mujeres callan, porque aleccionadas por la religión, amparada de toda autoridad constituida y regida por hombres, creen firmemente que la resignación es la virtud: callan por miedo a la violencia del hombre…» Se trata de un texto clarificador que –no por capricho– asociamos a otro, algo posterior, donde María Lejárraga (1874-1974) recoge sus impresiones durante la campaña electoral de 1933 en el libro Una mujer por caminos de España (Eds. Castalia y Renacimiento): «Mi lucha contra los prejuicios femeninos resultó ser sueño irrealizable. No encontré mujeres a quienes convencer porque en Granada y su provincia la mujer no existe. No es exageración, socialmente no existe. No cuenta; jamás se le ha ocurrido que pudiera contar. Las mujeres no están, las mujeres no existen ni en la Casa del Pueblo, ni en las calles, ni en los cafés. Verlas en sus casas, es punto menos que imposible: el hogar granadino es más impenetrable que un haren…» Gregorio Martínez Sierra, es tan conocedor del alma femenina que incluso llega a coincidir con esta escritora –que permaneció en la sombra durante muchos años– en sus apreciaciones ante la imagen de la mujer en la sociedad. Tendríamos que darle la razón a Cansinos si no supiésemos a estas alturas que prácticamente toda la obra de Gregorio Martínez Sierra fue escrita por María Lejárraga, su mujer legal hasta 1922 en que el supuesto autor de Canción de cuna (Col. Austral), unido sentimentalmente con Catalina Bárcena, decidió separarse ante el nacimiento de una hija con la actriz.
En 1947, cuando Gregorio Martínez Sierra muere, deja entre sus papeles un documento notarial en el que declara que doña María de la O Lejárraga y García “ha colaborado” con él en algunos de los textos que llevan su firma. En 1953, María Lejárraga publica, con el nombre de María Martínez Sierra, el libro Gregorio y yo (Ed. Pretextos) donde, a modo de descargo de conciencia, confiesa en sus páginas que, ante el temor de los prejuicios hacia la mujer escritora y tras la enorme desilusión que le produjo publicar su primer libro Cuentos breves en 1899, optó por resguardarse bajo el nombre de “Gregorio Martínez Sierra”, a modo de firma comercial, y llevar a cabo de esta manera tan singular su muy particular reivindicación femenina.
Cartas a las mujeres de España
Todo este extenso preámbulo creo que resulta conveniente para poder comentar y entender mejor la reciente aparición de Cartas a las mujeres de España, publicada por la editorial sevillana Renacimiento en su “Biblioteca de la Memoria”. Reedición preparada por Juan Aguilera e Isabel Lizarraga que, como profundos conocedores del tema, nos aportan una extensa introducción donde nos aclaran muchas de las claves de tan peculiar conjunción. A comienzos de 1915, la dirección de la revista Blanco y Negro acepta gustosa el compromiso de Gregorio Martínez Sierra por iniciar una colaboración quincenal que, con el título de “La mujer moderna”, recogerá de modo epistolar una serie de “Cartas a la mujeres de España”, a través de las cuales reivindicará para ellas un feminismo necesario, justo y por supuesto merecido. Ahora esta reciente publicación de la editorial Renacimiento de Sevilla, recoge las veinticinco cartas publicadas, junto a un apéndice con una misiva más –no recogida en ediciones anteriores– donde se analiza con detalle la obra teatral de Henrik Ibsen, Casa de muñecas (Alianza Ed.) que Martínez Sierra confesaba haber leído en esos días y dirigiría más tarde en el Teatro Eslava con Catalina Bárcena como protagonista. Realmente fue María Lejárraga la que realizó la versión castellana de la obra del dramaturgo noruego. En esta última carta, tomando como argumento el texto teatral, se expone toda una reivindicación de libertad de la mujer frente al dominio del marido. Una carta, como todas las anteriores, donde se nos descubren claramente que existe un verdadero “aliento femenino” en cada una de aquellas entregas, intuyendo claramente la imposibilidad de poder haber sido escritas por ese autor masculino, tan aplaudido y admirado a principios del siglo pasado. Aguilera y Lizarraga nos detallan además en su prólogo fragmentos de las autoritarias requisitorias que Martínez Sierra le dirigía a María para que agilizase la escritura de los artículos de “La mujer moderna” que la dirección de Blanco y Negro reclamaba. En 1930, la legendaria editorial Renacimiento, casualmente dirigida por Gregorio Martínez Sierra, publicó por primera vez en volumen las cartas aparecidas en Blanco y Negro. En 1948 en un librito de la colección Crisol de la editorial Aguilar, con el título de Ensayos se recogía el texto Granada y Cartas a la mujeres de España. En ambas ocasiones, lógicamente, bajo el nombre de su supuesto autor. En estos días la aparición en la actual editorial Renacimiento de las Cartas..., alcanza ya la tercera edición y en su cubierta aparecen María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra como coautores. A lo largo del prólogo, Juan Aguilera e Isabel Lizarraga se empeñan en citarlos como un tandem: Lejárraga-Martínez Sierra lo que produce cierta confusión cuando intentamos localizar sus Obras Completas bajo este epígrafe nominal. Creo que a pesar de todas las justificaciones de la propia María Lejárraga por mantener esa supuesta colaboración con su marido en muchas de sus obras, es hora de concederle su autoría total, tomando como ejemplo estas Cartas, donde paradójicamente abogaba por los derechos de la mujer.
La actitud de Colette
A mediados del año 1900, aparece en las librerías parisinas Claudine à l’école (Claudine en la escuela. Ed. Anagrama), supuestamente escrita por Henry Gauthier-Villars, que firma como Willy, primer marido de Colette. Se trata de un relato que describe, con toda frescura y libertad, la estancia en la escuela de Claudine –su protagonista– una joven de quince años que cuenta con soltura y sin complejos su relación con las compañeras y su rebelde personalidad frente a la directora. El éxito de la novela alcanza en pocos meses la cifra de 40.000 ejemplares vendidos, lo que obliga a su auténtica autora, Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) a continuar la saga bajo las amenazas de su marido que le exige escribir sin descanso. Se llegan a publicar cuatro títulos más y el éxito sigue siendo tan rotundo para cada uno de ellos. La maison de Claudine (La casa de Claudine. Ed. Bruguera), último título de la serie, coincide con el divorcio de la autora con Willy, y tras penosos trámites legales para demostrar su autoría, consigue que esta última novela aparezca firmada con su nombre como, a partir de ese momento, todas la reediciones de la serie Claudine y el resto de su amplia producción literaria. Collette se rebeló de este modo a seguir siendo “la negra” de Henry Gauthier-Villars, Willy. Hoy toda la obra de Colette aparece firmada por su nombre. Del mismo modo que deberíamos conocer, por su autora, toda la obra de María de la O Lejárraga. Al fin y al cabo dos reivindicadoras de la condición femenina. Dos escritoras.