Antonio Molina Flores, Universidad de Sevilla
Para ver un cuadro lo primero que hay que hacer es cerrar los ojos. Pararse a pensar cuánto tiempo tenemos para dedicar a su contemplación.
Ya en este primer momento hemos de tener en cuenta que hay cuadros que, por el enigma que contienen, por su belleza o su perfección, pueden ser objeto de estudio de una vida entera.
Para ver una pintura, el conocimiento ayuda, como ayuda también que alguien nos dé algunas claves o nos explique el contexto cultural en el que surgió esa imagen concreta, pero no lo es todo.
Dejar volar la imaginación
Abramos los ojos. Supongamos que estamos frente a una pintura al óleo, del período comprendido entre el Renacimiento y el Romanticismo, sin importar el artista. Será por tanto pintura europea, porque todavía no existían los Estados Unidos de América, y la pintura oriental, china o japonesa tiene otras claves. Seamos conscientes de que conocer el contexto cultural e histórico es muy importante; cuanto más sepamos de los autores, el país, la historia, más se enriquecerá nuestra visión.
El siguiente paso es dejar volar la imaginación. Podemos observar la superficie, apreciar las pinceladas, aislar con la mirada selectiva las manchas de color, detenernos en los personajes e intentar imaginar lo que sus ojos están mirando. Podemos entonces inventar una historia real o fingida, hacer que los personajes vivan en otro guión.
Hemos de pensar que un cuadro está hecho para los ojos y la sensibilidad, pero también para la inteligencia y el conocimiento. A menudo suponen un conjunto de saberes, a veces sorprendentes. No solo de técnica artística, sino de historia, filosofía, mitología, etc.
El arte del futuro
Vayamos a un par de ejemplos: Las Meninas, de Velázquez o Los Embajadores, de Holbein el joven. El primero, pintado en Madrid en 1656, podemos contemplarlo en el Museo del Prado, y el segundo, pintado en Londres en 1533, se conserva en la National Gallery. Por decirlo rápidamente, ambos son un compendio de lo que la pintura –y casi podríamos decir el arte– había sido en los siglos anteriores y aún más, de lo que sería la pintura de un futuro que todavía no estaba escrito.
Son, por tanto, obras complejas que van a exigir un cierto esfuerzo para una cabal comprensión. En este camino no vale solo nuestro esfuerzo solitario, porque no podemos olvidar que estos dos ejemplos han sido objeto de estudio con anterioridad. Eso no quiere decir que nuestro disfrute no sea inmediato desde el primer contacto con cualquiera de los dos cuadros pero, como si de un laberinto se tratara, el juego que los autores proponen no se agota en un primer y único acercamiento.
La obra de arte también exige distancia y olvido, es decir una segunda mirada y una tercera.
Pensemos en una visita a un museo, con audioguía. Nos enfrentamos a la obra con una pequeña ayuda en la que se nos dirá algo del contexto histórico, los datos biográficos del autor y aspectos más o menos anecdóticos. Pues bien, al salir del museo o del centro de arte, hemos de pensar que eso no es todo, que ese es solo el principio de una posible aventura y que merece la pena vivirla.
Las audioguías son muy importantes, por ser la información más a mano y el inicio de un conocimiento más profundo del cuadro al que nos vamos a enfrentar, pero también es importante toda la información contenida en libros o folletos, a menudo editados en el mismo museo o centro de arte en el que nos encontramos.
Nuestra sensibilidad es capaz de absorber todos los estímulos positivos que le lancemos. Ver un cuadro supone también iniciar una aventura de autoconocimiento. Así, será conveniente estudiar con algo más de dedicación. Leer algún libro sobre el autor, tal vez una biografía especializada, o un artículo sobre la obra que tanto nos ha gustado contemplar.
Osadía y respeto
Ahora, cuando cerremos de nuevo los ojos, tal vez podamos reconstruir con la imaginación los contornos precisos de la pintura, sus personajes, el paisaje, si lo hay, los colores, las sombras. El cuadro ya vive en nosotros.
Al acercarnos a Los Embajadores, podemos sugerir leer a Omar Calabrese, Cómo se lee una obra de arte. Veremos desplegarse ante nuestros ojos un cuadro distinto, cada vez más complejo y más fascinante, con referencias precisas a la ciencia renacentista, a los amigos del pintor, a su misma biografía, a las técnicas más novedosas y crípticas –como la anamorfosis–, a la política del momento o a la teología, sin agotar nuestra mirada, más bien completándola.
Y el mismo cuadro crece con nosotros, a la vez, porque de algún modo tenemos la oportunidad de crecer en conocimiento, visión y sensibilidad.
En el caso de Las Meninas, tenemos delante un ejercicio de osadía. Vemos al pintor en el momento de realizar la obra. Aparece la familia real, pero al fondo, se cree que reflejada en un espejo, con lo cual estarían idealmente en el plano “real” del espectador. En primer término se encuentra una infanta, ayudada por sus meninas y personal de servicio, junto a un perro que dormita.
Toda la complejidad de un tiempo nuevo, barroco, con su inversión de valores y una nueva mirada sobre la realidad cotidiana, se hace pintura ante nuestros ojos. Al verlo por primera vez Téophile Gautier exclamó: “Pero ¿dónde está el cuadro?”.
Resumiendo, hemos de enfrentarnos a las obras con una mezcla de osadía y respeto. Osadía porque sin libertad, ni imaginación, ni fantasía no avanzan ni el arte ni la ciencia. Y respeto porque a veces no estamos solo ante una obra singular, sino ante un símbolo, capaz de unir lo sensible y lo intelectual, lo visible y lo invisible.
Nuestra tarea es desentrañar ese enigma, al principio con ayuda, después por nosotros mismos. Aunque solo sea por una razón egoísta: porque el arte es una de las fuentes seguras que conducen a la paz interior y, a veces, a la felicidad.
Antonio Molina Flores, Profesor de Estética y Teoría de las Artes, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Fotografía:
Pixabay