En un reciente encuentro con el paleontólogo y divulgador Juan Luis Arsuaga, a preguntas de un interviniente, que daba por hecho en la misma, la inexorabilidad de la entrada/influencia de la IA (Inteligencia Artificial) en nuestras vidas, y dando a entender, poco menos, que en pocas décadas los humanos seremos mitad sangre y células, mitad chips y brillantes hilos metálicos, contestó que está dedicando e iba a dedicar todo su esfuerzo intelectual, personal y profesional posibles, a tratar de evitar esta premonitoria y lamentable, para él, circunstancia. Incidía Arsuaga, partiendo de su enorme conocimiento del dónde venimos y de la extraordinaria y maravillosa complejidad del ser humano, en la inutilidad de seguir avanzando en esta idea de hacernos cada vez más dependientes de las máquinas y alejarnos de lo puramente natural y físico consuetudinario a nuestra especie.
Al tiempo, cada vez nos llegan más noticias en los medios de comunicación, sobre, por ejemplo, que los grandes gurús del mundo de la informática, de los creadores y propietarios de las gigantescas empresas tecnológicas, que basan todo su negocio en el uso, cuando no abuso, de todo tipo de artilugios mecánicos, ya sean tabletas, móviles, gadgets de todo tipo y pelaje, y cuya obsolescencia cada vez llega antes, reconocen que en su vida personal y familiar, sobre todo en lo relacionado con sus hijos, intentan disminuir esa interacción con las nuevas, o ya viejas, tecnologías que los hicieron supermegamillonarios.
No es de extrañar, por tanto, que también en los sistemas educativos de los, siempre envidiados y admirados, países nórdicos, se abran paso criterios más restrictivos en la proliferación del uso de pantallas digitales en las clases de sus alumnos, tratando de volver, aunque no sea de una forma total, a un sistema de enseñanza más manual y personal.
Más recientemente, el Senado australiano acaba de ratificar, a propuesta de su Gobierno y una vez aprobada por la Cámara de los Diputados, una Ley pionera que prohíbe el acceso de los menores de 16 años a las redes sociales. Al tiempo contempla imponer multas de más de treinta millones de euros a las plataformas que infrinjan este Ley. Llámese Facebook, TikTok o Instagram. La Ley, según sus proponentes, busca “proteger a los niños y adolescentes del acoso y de potenciales problemas de salud mental”.
Bienvenidas sean estas corrientes. Usemos correctamente los avances tecnológicos que mejoren y faciliten nuestra vida, que nos ayuden a cuidar de nuestra salud, que nos amplíen las capacidades de conocimiento del ser humano, pero hasta ahí, hasta no traspasar esa barrera que nos incapacita para disfrutar de nuestro entorno más natural como especie.
Por supuesto que cada uno puede elegir. Yo elijo oír música en mi casa, en el coche, en lugares de ocio, nunca iré por las calles con unos auriculares, enormes, porque “molan” más, o minúsculos, porque son más cómodos, que me impidan escuchar las voces de mis congéneres, del ruido de la tormenta que se acerca, de los pájaros si estoy en un bosque o del rumor de las olas del mar.
Qué puede reflejar más un contradiós ( Término coloquial, según la RAE, que significa “Acción absurda o vituperable), que ver a cientos, miles de personas, en un concierto o en un campo de futbol, para el que han pagado una entrada carísima, tratando de grabar con sus móviles el espectáculo en lugar de disfrutarlo en directo. Bob Dylan ya prohibió el uso de móviles en sus conciertos en 2023 y otros muchos van tomando esta misma postura. Lo que es lamentable es que tenga que ser el actuante y no el receptor, el que trate de corregir el sinsentido de estos comportamientos.
Hagamos caso a ese simpático cartel que hay en algunos lugares: “No tenemos wifi, hablen entre ustedes”. Se empieza no hablando con el de al lado y se acaba no pudiendo pasar uno por el arco detector de metales del aeropuerto sin que suene la alarma.
Si no me creen, lean y escuchen a Arsuaga.