La ciudad del saber… ¿cómo no iba a ser un proyecto así patrimonio de la humanidad? Así se reconocía el 2 de diciembre de 1998 por la UNESCO. Hace veinte años de esta declaración, cinco siglos de la materialización del plan de Cisneros: la primera ciudad universitaria. Porque si la Corte estaba en Madrid y los arzobispos en Toledo el círculo debía cerrarse en Alcalá con la Universidad.
Y a este patio donde hoy leemos “LA CIUDAD DEL SABER PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD” daban las aulas de Filosofía, que traducido del griego sería amor a la sabiduría. Estamos en el Colegio Mayor de San Ildefonso, en el Patio de Filósofos o de Continuos. La razón del primer sobrenombre es clara. El de continuos deriva de que daba acceso a las dependencias de los “continos”, los criados.
La población estudiantil de la universidad de Cisneros se dividía en prebendados o becados, porcionistas cuya riqueza costeaba sus estudios, camaristas sin recursos que dormían en grandes habitaciones o cámaras y, dentro de estos últimos los gorrones. A éstos se les distinguía por la enorme gorra que portaban y que les distinguía como criados de los alumnos ricos. Gracias a su trabajo estudiaban y gracias a su papel cosechamos la expresión de “ser un gorrón”. Calderón de la Barca fue, por cierto, uno de estos gorrones. No podemos olvidar tampoco que entonces las clases eran abiertas y tanto criados como vecinos podían entrar a aprender en las aulas. Una vez más el saber como patrimonio de la humanidad.
Este patio también comunicaba con los almacenes de leña, carbón y harina. Pero también con las salas de audiencias del rector, escribanos, notarios y procuradores. Y para mayor contraste incluso comunicaba a través de un arco con la cárcel de la Universidad. Aunque había otro pasadizo que también ha dejado herencia en nuestro idioma. La salida de carruajes hacia el callejón de San Pedro y San Pablo solía ser el lugar por el que, de noche, salían los suspensos. Fuera les esperaban sus compañeros para mantearles. Desde entonces a los malos estudiantes los alcalaínos les llamaban “mantas” porque tarde o temprano acabarían siendo manteados.
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