Últimamente estoy de un temerario que asusto… le doy miedo al miedo, no digo más. He decidido convertirme en una valiente y mis últimos episodios enfrentándome a enchufes, cables pelados y demás objetos incompatibles con la vida así lo acreditan.
Yo siempre he pecado de cagona, las cosas como son. Llevo 41 años buscando explicaciones a mis miedos y he encontrado unas cuantas. Finalmente he llegado a la conclusión de que echaron raíces cuando era una niña con una mezcla explosiva de inconsciencia y torpeza.
Me explico, yo no era lo que se dice una muchachilla hábil, pero, lejos de achantarme, allá donde hubiera un posible peligro, allá que iba yo a toparme con él; y claro, salía escaldada.
Mi madre temblaba cada vez que me iba de excursión, de campamento, o de fin de semana porque eso era sinónimo de Anita escayolada.
Acumulo unas cuantas lesiones de guerra: fractura de tibia y peroné jugando al «churro va» en un cumpleaños (esto a los millenials le sonará a chino); fractura de tobillo saltando a una poza en un campamento; fractura de coxis por sentarme de golpe encima de una piqueta; esguince cervical por hacer volteretas como una loca y así una larga lista de cicatrices musculoesqueléticas.
Con los años, en lugar de volverme prudente, me convertí en una miedosa y cambié la osadía infantil por la inacción.
Nada más eficaz para evitar lesiones que suprimir cualquier actividad que pueda provocarlas. Pero claro, dicen algunos que la vida son dos días y que un subidón de adrenalina de vez en cuando no le viene mal a nadie.
El caso es que hace un mes asistí a un evento de empresa que se celebraba en MadridFly, el mayor túnel de viento de Europa y, uno de los regalos que teníamos los asistentes, era realizar dos vuelos gratuitos.
Para los que no lo sepan, un túnel de viento es el equivalente sin riesgos a saltar en paracaídas… pero a mí me entró la «mieditis aguditis» y decidí ser la única que dijo no al regalo.
Así que allí estaba yo, viendo divertirse a todo el mundo, con sus monos rojos y sus pintillas de hormiga atómica, verde de envidia y rabiosa conmigo misma por haber perdido la oportunidad.
Entonces llegó el turno de mis compañeros y, móvil en mano, me erigí fotógrafa oficial dispuesta a inmortalizar la proeza, sin saber que diez minutos después me iba a unir a la comitiva.
Curiosamente allí estaba el instructor del grupo dando explicaciones, observando por el rabillo del ojo a la que hacía las fotos. Decidido, me miró y me dijo «¿tú que eres la fotógrafa oficial o qué? ¡Venga anda, deja el móvil, coge un mono y al túnel!».
Reconozco que su asertividad me provocó un retortijón de tripa y empecé a farfullar excusas en alto: «no puedo que llevo un vestido largo, las zapatillas se me van a caer, tengo el pelo suelto…» y, sin darme cuenta, en mitad de la retahíla ya tenía embutido el mono, hecha la coleta, puestos los tapones para los oídos, las gafas y el casco.
Los diez minutos que transcurrieron desde que entré al recinto de seguridad, hasta que me sorprendí a mí misma flotando en el aire, son una nebulosa.
Sólo recuerdo una sensación de ingravidez y libertad difícilmente explicables. Si el primer salto al aire me impresionó; el segundo, con vueltas, subidas y bajadas incluidas, me dejó trastornada. Una vez perdido el miedo, hubiera estado veinte minutos jugando al ascensor y a las acrobacias aéreas porque probarlo es querer más.
Nunca había sentido nada igual, parecía una hoja mecida por el viento… solo puedo decir que recomiendo la experiencia encarecidamente, sobre todo como preámbulo para los valientes que se estén planteando saltar de verdad.
Le mostré repetidamente mi agradecimiento al instructor, primero por haberme «obligado», segundo por haberme dado seguridad, y tercero por haberme cuidado tanto en los dos vuelos.
Así da gusto y la moraleja está clarísima: Hazlo, y si te da miedo, hazlo con miedo.