Desde la Biblioteca de Babel
En 1584, tras su cautiverio en Argel, Miguel de Cervantes, con 37 años, da por acabada su primera obra extensa. Ante la imposibilidad de poder llevar a cabo una autoedición, se ve obligado a vender los privilegios de impresión de La Galatea al librero alcalaíno Blas de Robles. Al año siguiente será publicada en su ciudad natal, bajo el sello de la prestigiosa imprenta de Juan Gracián. Al parecer con: «Letra de gran cuerpo y clara; buena impresión y excelente papel. Edición correcta y esmerada, superior en calidad a varias de las posteriores», según testimonio de un bibliófilo del siglo XIX. Más de cuatrocientos años después la ciudad complutense goza afortunadamente de buenas librerías y magníficos libreros, sin embargo hace ya tiempo que desaparecieron practicamente la casi totalidad de las artes gráficas que le dieron prestigio en otras épocas. Paradójicamente una de las últimas en desaparecer se mantuvo siempre entre rejas. Desde los Talleres Penitenciarios (hoy Parador de Turismo) en tiempos de represiva miseria cultural se lanzaron curiosas y peculiares publicaciones, hasta revistas de poesía.
Fuego fatuo
Los que rigen hoy a los nuevos paisanos del escritor parece ser que decidieron ‘despedirlo’ quemando su efigie en la plaza pública, rodeado de algunos de sus personajes portando libros: a modo de falla valenciana. Una tradición mediterránea bastante alejada de esta ciudad castellana. No quiero ser malicioso al pensar que tal vez se trataba de un estrafalario ‘homenaje’ al fortuito incendio del Archivo en 1939. O simplemente que rememoraban, quinientos años después, la quema de más de cinco mil libros, en la granadina plaza de Bib-Rambla; cuando el Cardenal Cisneros, destruyendo no solo ejemplares de El Corán, sino tratados científicos y poéticos de los sufíes, realizó el primer auto de fe de la religión católica en Europa. Tengo entendido que también –siguiendo la tradición de la ciudad del Turia– indultaron un ‘ninot’; el de una chica, la única que no portaba un libro en sus manos, sino un dispositivo electrónico con el que cándidamente muchos piensan que la sociedad de consumo está acercando a los jóvenes a la literatura, mientras que algunos letraheridos lamentamos que los están alejando.
Cervantes carbonizado
De todos modos Cervantes quedó carbonizado en la plaza pública. Lástima que las ascuas no perduren hasta después del verano. Podrían servir en otoño para asar chistorras, morcillas, chorizos y torreznos, y de ese extraño y churretoso modo, conmemorar un año más la fecha de su nacimiento. Característico modo de homenajearlo, porque en esta ciudad (donde creo que ya desapareció el Centro de Estudios Cervantinos) el más grande escritor de nuestras letras lleva tiempo convertido en un simple icono. Antes daba nombre a las gaseosas, a las funerarias o aparecía en las cajas de garrapiñadas. Ahora (que como decía Paco Martínez Soria: ‘El turismo es un gran invento’) sus personajes protagonizan un fotomaton delante de su falso chalet natal. Invaden un tren de cercanías golilla en ristre o sirven de inspiración para controvertidas esculturas o monumentales mamarrachadas pictóricas como la que preside la plaza donde se ofició la simbólica cremá ¿o auto de fe? con la que festejaron el día del libro y la marcha del escritor hacia otro siglo.
Un centenario menos
El pasado año, el centenario de la muerte del autor de El Quijote pilló a los políticos con el pie cambiado. Estaban a otras cosas. Tampoco es que hayan estado nunca por la lectura de clásicos o modernos. Los posibles pactos y el desgobierno le hicieron olvidarse de organizar esos inanes fastos que tanto les gustan cuando descubren la magia de los números redondos con el centenario de un personaje público. Se les olvidó hasta aprobar la partida presupuestaria para el galardonado con el Premio Cervantes, resuelta a última hora por la vía de urgencia. Un año después a lo mejor Góngora les ha susurrado al oído aquello de «…que se nos va la pascua mozas, que se nos va la pascua…» y se han amontonado para despedir a Cervantes antes del 23 de abril del año en curso. Pero me temo que el escritor, entre tanta precipitada pompa y ceremonia, se les ha escapado vivo, a pesar de tanta chamusquina, esperando que la llegada de 2047 le traiga otro tipo de reconocimientos.
Un centenario más
En 1617 –se cumple ahora un Centenario más– la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, tras el éxito de las dos partes de El Quijote, volvió a editar a Miguel de Cervantes. En este caso por encargo del librero Juan de Villarroel. Se trataba de una edición póstuma. Cervantes había muerto el 23 de abril del año anterior, no solo sin poder llegar a corregir las pruebas de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, sino también sin llegar a cumplir su deseo de dar a la imprenta una segunda parte de La Galatea. En la dedicatoria del Persiles, que inicia con unos versos de aquellas coplas antiguas: «Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte…», se queja porque seguro que no se producirá el milagro de que el cielo le diese vida para poder elaborar Las semanas del jardín, el famoso Bernardo y sobre todo dar fin a La Galatea. Treinta y tres años duró la intensa actividad creadora de Miguel de Cervantes. Creo que fue generosa y nos dejó bastante material para que, alejados de absurdos fuegos fatuos, podamos regresar a menudo sobre sus textos, entre ellos –fundamentalmente– las dos partes de El Quijote, obra cumbre de la literatura.