Ángel Vázquez, un Planeta desconocido  / Por Vicente Alberto Serrano

Ángel Vázquez, un Planeta desconocido   /   Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

Hubo un tiempo en que la raquítica vida literaria de este país parecía como si se sustentase  únicamente en torno al tema de Lara. El siempre polémico y tantas veces cuestionado Premio Planeta era noticiable cada año gracias a la expectativa que lograba provocar en torno a él su creador, José Manuel Lara. La calidad literaria era lo de menos para una supuesta clientela, en su mayoría iletrada. En cierta ocasión el caricaturista Del Arco, también intrépido entrevistador, le cuestionaba al señor Lara: «¿Tu vendes mercancía y no literatura?» a lo que el creador del Premio Planeta, (que presumía de haber nacido en El Pedroso, provincia de Sevilla con cinco mil habitantes y ningún lector, según él) contestaba con toda rotundidad: «Yo vendo literatura al alcance de la mayoría, porque la literatura de selección en España no se vende. Hay que regalarla a los intelectuales.» Esta aseveración tan certera se publicaba en La Vanguardia Española en 1962, el año que murió Marilyn, comenzaban a triunfar Los Beatles y se otorgaba el Premio Planeta, en su undécima edición, a Concha Alós por El sol y las bestias. Poco después, cuando los comensales invitados a la cena del evento, ni siquiera habían comenzado a hacer la digestión, el Premio llegó a indigestarse a más de uno, sobre todo a la autora, porque el escritor Tomás Salvador que había sido policía antes que fraile, y a la sazón era director de la colección Selecciones de Lengua Española de Plaza & Janés; con el olfato adquirido en el Cuerpo (de Policía me refiero), había detectado y denunció allí mismo que la galardonada tenía un contrato firmado con su editorial por la misma novela, presentada con el título de Los enanos. Esa noche a Lara le crecieron los idem. Inmediatamente Concha Alós perdía los derechos al XI Premio Planeta, que pasaba de este modo a la novela clasificada en segundo lugar, por la que habían votado Carmen Laforet, Joaquín de Entrambasaguas e incluso el dueño de la editorial, natural de El Pedroso el pueblo donde al parecer nadie leía.

Concha Alós, José Manuel Lara y Sebastián Juan Arbó, la noche que se le concedió el Premio Planeta a la novela “El sol y las bestias”

En busca del escritor perdido

De Ángel Vázquez, autor de Se enciende y se apaga una luz, poco se sabía. Apenas que residía en Tánger, donde se le trató de localizar; pero el enigmático escritor acababa de abandonar un mísero empleo de contable y se había trasladado por aquellos días a Casablanca a la busca desesperada de otro trabajo para poder subsistir. Finalmente la editorial consigue dar con su paradero y le obligan viajar hasta Barcelona para la entrega del Premio y el inevitable encuentro con los periodistas que, al parecer, resultó frío y distante, ya que estos dedicaron mínima atención a aquel tímido y para ellos gris personaje, al que no alcanzaron a comprender, ni siquiera a perfilar. Prefirieron seguir volcados hacia la escritora destronada; había más morbo informativo y por tanto ofrecía abundante material de cotilleo para ocupar toda la información seudo literaria del momento. Al fin y al cabo esa era la función última del Premio Planeta, que resultase noticiable aunque no se leyera. En diciembre de aquel mismo año se publica Se enciende y se apaga una luz. Muy pocas reseñas se hicieron eco de su aparición. César Santos Fontela en Ínsula con tono paternalista cuestionaba abiertamente la valía del autor y acababa su reseña afirmando: «Es de esperar que Ángel Vázquez siga escribiendo y nos dé unos frutos más conseguidos para llegar a convencernos de verdad de su categoría de novelista».

Cubierta de la novela “Se enciende y se apaga una luz” y su autor: Ángel Vázquez.

Tánger

Esta primera novela de Ángel Vázquez se abre con una frase del poeta Jaime Gil de Biedma: «De mi pequeño reino afortunado, me quedó esta costumbre de calor y una ligera propensión al mito». La novela –premiada de rebote– se desarrolla por supuesto en torno a ese pequeño reino afortunado, ciudad que será materia exclusiva de su escasa pero significativa obra posterior. Por compromiso adquirido con la editorial, dos años más tarde Planeta publica Fiesta para una mujer sola, novela que sufriría los rigores de la censura franquista y sería secuestrada el mismo día que se iba a presentar en la Feria del Libro de aquel año. Fue en 1976 cuando aparece La vida perra de Juanita Narboni (Ed. Planeta) una de las cotas más altas –según la crítica– de la narrativa española contemporánea. El atractivo malditismo de su autor, difícilmente resultaría entendible en la España de comienzos de los sesenta, ni siquiera pasadas dos décadas. Cuando en 1980 Ángel Vázquez fallece en Madrid. El diario ABC que siempre alardeó de una supuesta sensibilidad literaria, apenas dedicó a la noticia la escueta y sin embargo hiriente reseña que días más tarde sería rebatida y criticada en la sección de “Cartas al director” por una vecina anónima, cercana a la casa de huéspedes de la calle Atocha, donde el escritor tangerino pasó sus últimos días. Ángel Vázquez nació en 1929 en la mítica y exótica ciudad de Tánger a la que Emilio Sanz de Soto definió como “una deliciosa mentira”. Allí vivirá hasta 1965, cuando la independencia del país ya había desmoronado casi por completo el aura de ciudad internacional y cosmopolita. Tras una infancia, triste y traumática por culpa de un padre que pronto les abandonaría, Ángel se refugia en el mundo femenino que gira en torno a la tienda de sombreros que regenta su madre, Mariquita Molina, un atractivo universo en el centro de la ciudad que conformará parte de su materia literaria, oyendo a las clientas y también la extraña belleza de la jaquetía, ese idioma castellano-sefardí que hablaban los vecinos del barrio. Elemento esencial fueron por otro lado las lecturas compulsivas en las bibliotecas públicas de la ciudad y en la Librería des Colonnes donde trabajó de vendedor, descubriendo por entonces la obra de Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Henri James, Anton Chéjov o Julien Green.

Tánger, acuarela de Eugene Delacroix (1798-1863)

Las dos caras del espejo

Fue Bernaldo de Quirós en su obra El bandolerismo andaluz (Ed. Turner) quien llegó a afirmar que doblando el mapa de Marruecos y el de Andalucía por el estrecho de Gibraltar, se producía una simetría casi perfecta de las ciudades de ambos lados, creándose una especie de geografías gemelas. Al anochecer, desde algunos pueblos de la costa gaditana (sobre todo desde Zahara), se perciben perfectamente las luces de las farolas tangerinas que suben desde el puerto hacia el centro de la ciudad. A la caída de la tarde, a muchos habitantes de la ciudad marroquí les gusta contemplar desde un mirador privilegiado la llegada de los barcos al puerto y en la lejanía las débiles luces de los pueblos costeros españoles. Juan Goytisolo trazó su Reivindicación del conde don Julián (Ed. Seix Barral) observando la costa española desde Tánger. Juanita Narboni, protagonista de un monólogo cargado de amargura, mujer lúcida y disparatada como la ciudad decadente en la que trata de sobrevivir a su propia ruina, también lanzaba a veces su mirada hacia el otro lado del estrecho. Quirós compara Tánger con Cádiz. Salvadas las distancias, ambas ciudades tuvieron su momento de libertad y esplendor, pero en un tiempo más cercano, entre los años veinte y finales de los cincuenta fue Tánger la que mostró la genuina imagen de ciudad abierta, permisiva, refugio de todos aquellos que trataban de encontrarse o perderse: Paul y Jane Bowles, Truman Capote, Allen Ginsberg, Joe Orton, William Borroughs, Jean Genet… Una tribu de personajes malditos que compartieron ciudad y amistad con Ángel Vázquez, autor difícilmente aceptable en una España por entonces costreñida de grisura. Tal vez por eso su literatura fue difícil de entender, porque aquellos personajes desinhibidos era inimaginables para la Sección Femenina y por supuesto masculina de un país reprimido en todos los sentidos.

Gran Teatro Cervantes en Tánger.

El Gran Teatro Cervantes

La segunda vez que visité la ciudad de Tánger se me antojó conocer la ruinas de lo que fue en su día el Gran Teatro Cervantes. Tal vez porque trataba de comprender e imaginarme que en aquel escenario, en tiempos pretéritos, actuaron Estrellita Castro o Juanito Valderrama. Subiendo desde el puerto se alcanza una calle empinada que aun conserva su antiguo nombre rotulado con azulejo sevillano. La calle estaba dedicada a Esperanza Orellana, que llegó a ser Presidenta de la Cruz Roja Española y de las Damas de la Caridad de Tánger, pero sobre todo esposa de Manuel Peña, peculiar personaje originario de Rota que se empeñó en cruzar el estrecho para buscar fortuna; lo consiguió y ambos impulsaron la construcción del Gran Teatro Cervantes en 1913. Su fachada, al final de la calle, mantenía los deteriorados recuerdo de aquellos dorados y colonialistas años cincuenta. Quise evocar allí a un Ángel Vázquez adolescente consumiendo películas americanas en blanco y negro mientras comenzaba a urdir argumentos en el anonimato del oscuro patio de butacas.