Aquellos trazos azules de los viejos mapas / Por Manuel Peinado

Aquellos trazos azules de los viejos mapas / Por Manuel Peinado

La sequía azota España. Tras un 2022 horribilis (con incendios y olas de calor nunca vistas), este año se presenta ante un panorama desafiante. En la agricultura, uno de los sectores más importantes de la economía, ya se está sintiendo con fuerza la escasez de agua.

La sequía que no cesa es una de las demostraciones más evidentes de la aceleración del cambio climático. Instalados en el absurdo de que la solución a la falta de agua sea «más agua o de repartir más de lo que no existe, ahora que esa aceleración está arruinando en todas partes el sueño de una abundancia ilimitada, desaparecida la lección inmemorial de la mesura y con ella la vieja economía severa del agua y la reverencia hacia un recurso que hemos dejado malbaratar y envenenar durante años por la codicia de unos cuantos y la despreocupación de casi todos, se alzan de nuevo las voces que, lejos de proclamar la necesidad de economizar lo finito reclaman más y más trasvases.

El agua es como el alma del paisaje, escribió Unamuno. La vida surgió del agua; por eso, cuando esos modernos zahoríes que son satélites y telescopios husmean el Universo en busca de signos vida, en realidad no miran hacia adelante sino hacia atrás, hacia el origen de la vida, en un incesante y afanoso rastreo de nuestra gran seña de identidad cosmológica, del origen y del sostén de toda manifestación vital.

El agua es, junto al fuego, uno de los espectáculos más hermosos que nos ofrece la naturaleza y uno de los componentes esenciales, quizás el más esencial, de la materia orgánica y de la vida. El continuo devenir del agua fluyente va más allá de lo racional porque tiene para nosotros connotaciones metafísicas: si el fuego es destrucción, el agua es el símbolo de una vida que sobrepasa a la nuestra, porque queremos pensar que estará siempre ahí, eternamente rejuvenecida, fecundando el cauce en una marcha imparable de actividad vital en medio de los yermos páramos.

Río Tajo a su paso por Trillo, Guadalajara. Foto Luis Monje.

Ante el agua sentimos algo que nos estremece, como un soplo que agita los entresijos del alma: quedamos extasiados ante la inmensidad azul del mar, eternamente condenado a su ondulante movimiento; nos turba verla fluir por arroyos, ríos y torrentes entre verdes alamedas; conmueve ver nuestra imagen cautiva cuando se vuelve tan quieta como un espejo capturado en el lecho de un lagunazo; hechiza verla cristalinamente sumisa en la azulada gelidez de los glaciares y los polos; nos encanta volver a la niñez nadando, retozando o sumergiéndonos en ella en una especie de ceremonia atávica y sensual que parece devolvernos a la placidez maternal, cálida y silente del líquido amniótico que nos resguardó en el vientre materno.

En un recorrido de libros de texto de hace prácticamente un siglo, resulta imposible encontrar una expresión del tipo «los ríos tiran agua al mar». Todos coinciden en una definición de rotunda base científica: «Los ríos de la península ibérica desembocan en el mar». Allí donde se ha generado una inercia de sobrexplotación y despilfarro, debiera imponerse la virtud del ahorro y la estrategia de la eficiencia, porque somos nosotros, y no los ríos, quienes tiramos el agua sin reparar en su valor, quizás porque no hemos sabido traducirlo en un precio adecuado.

Hoy hemos olvidado los valores humanísticos y sensuales del agua porque diariamente, sin darnos cuenta, confundimos valor y precio y hacemos un pequeño milagro de la técnica, que no es otro que el abrir el grifo para que, dominada la natural bravura cantarina del agua salvaje, surja domesticada, mansa y muda, para atender una serie de actividades cotidianas de las que no podríamos prescindir.

Ese pequeño milagro tiene consecuencias del todo conocidas, sobre todo en España, un país que ostenta el récord mundial de grandes presas por kilómetro cuadrado y por persona: a cada millón de españoles le corresponden veintiocho de los más de mil doscientos grandes embalses convertidos hoy en meras estaciones de transferencia en la que el agua sale tan rápida como entra.

La situación actual de nuestros esquilmados ríos y humedales es dramática: junto a la desecación de la mayor parte de los segundos, quedan muy pocos ríos verdaderos en España. Las cuencas de todos ellos son cadáveres fluviales, exhaustos restos troceados de un riquísimo patrimonio natural que no sólo ha modelado paisajes y canalizado la vida, sino que también es el legado histórico y el referente de identidad totémico, teológico y matriarcal de gentes, pueblos y comarcas.

Arroyo de la Chorrera. Valverde de los Arroyos, Guadalajara. Foto Luis Monje.

¿Dónde están aquellos manantiales y aquellas fuentes tan celebradas por la limpidez y la pureza de sus aguas, que manaban en parajes arbolados, frescos en verano, donde la gente guardaba turno para llenar los cántaros a los que manos artesanales encauzaban mimosamente por azudes y acequias de ladrillo y argamasa?

¿Dónde está el bravo Noguera de Tor, alma y vida del paisaje agreste y sobrecogedor que describió Cela en su Viaje al Pirineo de Lérida? ¿Qué fue de aquel Tajo que excavó parameras, desfiladeros y abruptos cañones, santuarios de una vida en salvaje libertad de la que fueron héroes anónimos los gancheros que retrató José Luis Sampedro en El río que nos lleva?

¿Dónde está ese perezoso y divagante Tajo en el que Austrias y Borbones escenificaban fiestas y batallas fluviales sobre ligeros bateles que las remansadas aguas sostenían ante el pasmo de los vecinos de Aranjuez?

¿Qué fue de aquel rápido y juguetón Genil de mi niñez que, entre avellanos y robles, fluía infatigable por las duras peñas saltando en cascada de un charcón a otro, con las enormes peñas rodadas desde lo alto hasta la mitad del cauce, un río bravo de aguas rabiosas y espumajeo constante que transcurría cantarín y bullicioso aislado de la vega cultivada y de sus gentes, sin que nadie hubiera llegado a dominarlo con canales, tubos y presas, con utilidades o aprovechamientos?

¿Adónde habrán ido a retozar los personajes ferlosianos que resistían el estío madrileño zambullidos en las playas del Jarama? ¿Dónde se oculta aquella visual que vio Manuel Azaña enfilando el cauce del Henares surgiendo entre filas de chopos de la curva perezosa de la Rinconada una vez desbaratado en el estruendo de las presas donde cantaba, en la luz de soles de plata, la canción inmemorial de los molinos?

¿Por qué el Guadalquivir, desbaratado en el estruendo de las presas, ya no canta en la luz de los soles de plata la canción inmemorial de los molinos? Todo ello se fue, desaparecido para siempre jamás, con la ruin sensibilidad y el escaso respeto de los hombres que actúan como si la Naturaleza fuera una sórdida almoneda.

Aquellas líneas azules que señalaban arroyos y ríos en los entelados mapas de las viejas escuelas eran algo más que rayas: eran la línea de separación entre lo bello y lo obsceno, entre lo civilizado y lo incivilizado, entre cultura e ignorancia, entre calidad de vida y miseria ambiental.

Aquellos glaucos trazos subrayaban unos valores sociales, culturales, ecológicos, lúdicos y sentimentales que se han esfumado hasta tal punto que los niños de hoy no pueden valorarlos porque los desconocen o porque ven sucios y estancados albañales allí donde sus abuelos contemplaron fluyentes aguas cristalinas plenas de color y vida.

Aunque solo sea por eso, por la nostalgia de los trazos azules, no me gustan los trasvases.