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Café con Canela / Por Anabel Poveda

Café con Canela / Por Anabel Poveda

La canela siempre ha sido uno de mis condimentos favoritos. Me apasiona su color, su olor, su sabor y suelo abusar de ella en el café, los postres, incluso en algunos platos, rememorando sabores marroquíes. Por si esta afición no fuera suficiente, desde hace un mes convivo con una Canela de carne y hueso, de apenas un kilo doscientos gramos, ojos verdes y un pelaje marrón clarito que determinó su nombre.

Canela es una gatita requetebonita, de madre persa y padre desconocido que llegó a mi vida sin buscarla y que lo ha cambiado todo, incluida la previsión de esta semana del blog.

Yo nunca había tenido animales, más allá de peces de colores y tortugas pequeñas cuando era una niña. Ni siquiera pedí nunca un pollito fucsia de los que se estilaban tanto en los años 80. Pasada la infancia nunca me planteé tener animales, imagino que por la reiterada creencia de mis amigos de que será difícil que saque adelante un ser vivo que no sea yo misma.

Empecé desafiando ese pensamiento con varias plantas que crecen salvajes en mi casa desde hace años, lo que, seguramente, me ha dado confianza para pasar a la siguiente pantalla: mi pequeña felina.

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Canela estaba dada, tenía dueña antes de llegar a mis brazos pero motivos personales le impidieron hacerse cargo de ella y mi amiga Arancha, que es más lista que el hambre, me eligió sin yo saberlo para adoptar a la peludita. Estoy segura de que urdió un plan maléfico que empezó con un par de Whatsapp donde aparecía una bolita de peluche de apenas medio kilo ronroneando y dejándose acariciar.

Enamorada de su carita de calendario cometí la imprudencia temeraria de ir a conocerla y el primer contacto visual se convirtió en el flechazo más potente de mi vida. Un segundo más tarde la bauticé mentalmente: Canela Pelusita Poveda de la Güida y doce horas después iba a por ella con la logística casera preparada para su llegada (camita, rascador, arenero, peine, comida y una tonelada de amor).

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Desde que se instaló en mi vida me he convertido en una de esas madres primerizas pesadas a las que siempre he juzgado (cosa de la que me arrepiento) y no paro de colgar fotos de la gata en las redes sociales, de dar la brasa a mi familia, o incluso de mandar informes a mis amigos sobre sus horarios de comida, la perfección de sus caquitas o sus avances en el gatuno arte de destrozarme los muebles.

En un mes atesoro 30 arañazos, unos cuantos agujeros en las cortinas de tul, las sillas de polipiel y las fundas del sofá, pero todo eso y más lo compensa con sus ojillos alegres, sus caricias, su calorcito incondicional y esas palmaditas sin uñas en las que te acaricia la cara, te mira profundo y pone una nota de color al día más negro.

Soy tan pesada con sus vacunas, lo bien que se porta en el veterinario o su habilidad saltando de silla en silla cual tigresa salvaje, que he decidido dedicarle este blog porque es, definitivamente, lo más importante que me ha pasado últimamente.

Sería injusto no compartir que me ha hecho entender el vínculo humano-animal, que me hace ser más generosa y que espero que se convierta en mi compañera de viaje muchos, muchos años.

El que sea capaz de mirar esa carita y no sonreír con ternura que me lo diga y pensaré que lo que me pasa es amor de madre.

Como su veterinario me ha dicho que invite a gente a casa para que la cojan, la trasteen y la conviertan en una gata simpática y sociable como su dueña, estoy pensando poner en marcha los “Cafés con Canela” para presentar a la nueva reina de la casa.

Los que aseguran que Canela es mi versión gatuna tienen razón, le encanta dormir hasta tarde, vive en una continua montaña rusa de emociones, adora las cajas de zapatos, los mimos, el pescado y los cojines mulliditos.

Hoy estoy en condiciones de afirmar que estamos hechas la una para la otra… Miauuuuuuu