Carlos Chacón y el regreso a Comala / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Aquella calurosa tarde, al día siguiente del fatal atropello que nos borró de un sobrecogedor zarpazo las amplias sonrisas de Carlos y Julio, muchos de sus amigos decidieron regresar al escalón de la lonja de la Magistral, para contemplar, en silencioso homenaje, la que tal vez fuese la última obra pictórica de Carlos Chacón. Junto a la taberna de “El Rincón”, en la fachada lateral de un edificio –no recuerdo si por entonces estaba abandonado– Carlos había trazado pocos días antes una explosión de colores en fuga. Uno de sus buenos amigos se cuestionaba qué habría querido señalar con aquella pintura que lanzaba vigorosos trazos hacia el cielo. Pero a la vez, entristecido, se lamentaba porque, ni esa tarde ni ninguna otra, el autor ya nunca podría explicarnos su significado.

No soy Juan Preciado

No, yo bien sé que no soy Juan Preciado, aunque la vuelta a Alcalá, desde hace algún tiempo, tenga casi siempre algo de regreso a Comala. Tampoco está a mi lado Juan Rulfo, que podría despejarme ciertas incógnitas. Aunque sigo empeñado en que la pintura de Carlos siempre tuvo algo de arte efímero. Aquellos vigorosos trazos de colores en fuga pronto desaparecieron. También la taberna “El Rincón” y el escalón de la lonja de la Magistral hoy está enrejado porque al templo ahora le llaman catedral y las autoridades eclesiásticas parecen obsesionadas por preservar el espacio sacro de aquel pensamiento alternativo que en otro tiempo, allí sentados, bañaban sus dudas entre vinos y cervezas. Se sabe a ciencia cierta que en esta ciudad nació Miguel de Cervantes. Tal vez sea por eso que sus autoridades, desde tiempo inmemorial, se han ofuscado por convertirla en un lugar de la Mancha. Y como si no recordaran su nombre, se han dedicado en saturar el entorno durante décadas con una agobiante iconografía quijotesca de dudoso gusto. Carlos no tuvo más remedio que verse inmerso en esa temática tan querida y reclamada por sus paisanos, pero también tan cuestionada. Bien es verdad que saturó de adargas, bacías, molinos, celadas, yelmos e infinitos, amarillentos y resecos horizontes muchos locales de la ciudad. Sin embargo sus incondicionales admiradores siempre creíamos ver un vigor y gusto muy personal en toda su obra, por supuesto radicalmente alejada de los bodrios icónicos que aún hoy, con mayor saña, nos persiguen por las calles y paredes alcalaínas.

Embestida

Recuerdo que el Certamen de Pintura de 1972 especificaba, a través de sus bases, la temática cervantina, más bien quijotesca, como tema obligatorio. Debió suponerle un descargo de conciencia estética, porque aquel vigor y gusto tan personal que los incondicionales lográbamos descubrir en toda su obra, se desbordó, sin contención alguna, en el cuadro que Carlos presentó con el título de “Embestida”. Todo un impacto de fuerza pictórica, con la amenazante presencia de un caballo desbocado en primer plano, pretensión imposible de querer fugarse del limitado espacio del lienzo, mientras que un Quijote, algo diluido, perdía protagonismo entre masas de tonalidades y formas que evocaban de algún modo las denuncias picassianas de otro tiempo. Aquella contundente pintura, no solo no fue premiada, sino bastante criticada por algunos miembros del jurado que se inclinaron –era lógico– por galardonar un tópico Quijote de cromo envuelto por una especie de caja de garrapiñadas.

Carlos Chacón

Carlos Chacón. Guadalajara, verano del 72. (Foto: V.A.S.)

Haikus en La Alcarria

Carlos unía a su genialidad pictórica, el buen oficio artesanal que aprendió en la Escuela Massana de Barcelona y si hoy muchas de sus pinturas y murales han desaparecido, infiriéndoles a su recuerdo un aura de arte efímero, sus cerámicas han perdurado con diseños tan contundentes como aquella “Embestida” legendaria. Caballos y toros de barro, envueltos en coloristas vidriados de sugerencias nazaríes, mantienen viva su presencia. Si uno se atreve a recorrer La Alcarria, tratando de olvidar el profundo desafecto que aquel escritor  tuvo hacia sus habitantes –tras una relectura de su libro de viajes tan ensalzado, pero tan acartonado y falso– irá descubriendo en algunos de sus pueblos, una serie de placas conmemorativas que la Diputación de Guadalajara encargó a Carlos Chacón en el veinticinco aniversario de la primera edición. Son como haikus visuales que te reconcilian con el paisaje y por un momento te hacen olvidar el desprecio brutal con el que el escritor nobelado y cervantado, describió a los alcarreños.

placa Chacón

Una de las placas de cerámica del “Viaje a La Alcarria” que aún se conserva en Torija. (Foto V.A.S.)

Juan Rulfo no nos enseñó

Cuando regresamos a Comala nos sentimos frustrados en ese vano intento de encontrar muchas de las obras de Carlos que sirvieron de telón de fondo a la escenografía de nuestra juventud. El tiempo pasa, nos vamos haciendo viejos. Cuando regresamos a Comala descubrimos que el tiempo perdido se ha emborronado, hasta perderse, en las fachadas que antes contenían “El Rincón”, “La Ínsula”, “El Mila”, “El  Juan Sebastián Bar” y por supuesto aquella utopía gastronómica festiva llamada “El Alfar”, inventada por los chacones. Lugares en los que creo que aprendimos casi todo, a lo largo de sugerentes noches de vino y rosas y, por supuesto, de conversaciones infinitas. Cuando regresamos a Comala buscamos las palabras perdidas de Carlos, Julio, Pedro y Pepe. Infructuosamente; tal vez  porque a Juan Rulfo le faltó enseñarnos cómo poder hablar con los muertos.