Carmen Laforet y otras dos ganadoras del Premio Nadal / Por Vicente Alberto Serrano

Carmen Laforet y otras dos ganadoras del Premio Nadal  /  Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

Destino fue la empresa editora de la revista del mismo nombre que apareció en Burgos en plena guerra civil, al rebufo patriótico de movimiento nacional, y que tras la victoria rebelde se establece definitivamente en Barcelona. Con las nobles aspiraciones de sacudirse el comprometido yugo y las inquietantes flechas cuanto antes, convoca en 1944 el Premio de novela Eugenio Nadal, en homenaje a un joven periodista de aquella publicación, fallecido el año anterior. Dotado con 5.000 pesetas, pretendía convertirse en el primer ejemplo de premio de narrativa, “independiente”, para un país derrotado, sin lectores y con un raquítico mercado editorial, invadido hasta ese momento por publicaciones oficiales, por supuesto siempre adictas al régimen. El jurado estuvo presidido por Ignacio Agustí, escritor nada sospechoso, autor de la saga de los Rius y director de la revista. Entre los finalistas de aquella primera edición, destacar la participación del conocido y controvertido periodista César González Ruano que alardeó anticipadamente en el Café Gijón de que sería el ganador indiscutible de tan prometedor galardón. Sin embargo, a pesar de su prepotente significación ideológica y los apoyos incondicionales de algunos de los miembros del jurado, se sintió frustrado y bastante dolido (más bien jodido) cuando finalmente la ganadora acabaría siendo una joven desconocida de veintitrés años que, nacida en Barcelona, había residido en Las Palmas hasta los dieciocho, cuando decidió regresar a su ciudad natal para iniciar los estudios de Filosofía y Letras.

Carmen Laforet y cubierta de la novela “Nada” (1944).

Mas allá de la Nada

La publicación de Nada, escrita por Carmen Laforet, inaugura una nueva época que los críticos se empeñaron en denominar “nadalismo”, como característica del supuesto estilo que surgió alrededor del premio. Un galardón literario al que los maliciosos y envidiosos machistas, para tratar de denigrarlo, terminaron llamándolo el “Premio Dedal” ante la profusión de mujeres que –según ellos– lo alcanzaban. En realidad tampoco han sido tantas; en setenta y nueve ediciones de existencia tan solo lo han conseguido dieciocho escritoras. Los Premios Nadal representaron –en su momento– la propuesta más creíble para tratar de descubrir una nueva narrativa y, sobre todo, intentar atraer lectores. Ocho años después surgió la competencia con mayor agresividad publicitaria y mediática, aunque tal vez con mucha menor calidad literaria. El Premio Planeta, ha cumplido setenta años y sospechosamente en su extenso listado también se ha empeñado en incluir dieciocho mujeres galardonadas, hasta seis de ellas repetidas del premio anterior. Con los años parece como si complejo entramado librero ya no se fiase siquiera de los premios (que durante años sirvieron de reclamo para practicar la elegancia social del regalo, aunque después ni siquiera se leyeran) y mucho menos de tanta falsa alharaca con la que las editoriales  pretenden lanzar casa semana un best-seller que apenas dura veinticuatro horas en la mesa de novedades. A pesar de todo, hoy me gustaría evocar a tres autoras reconocidas con el Nadal, porque las recuerdo de mis primeras lecturas y también como responsables de abrirme el resquicio de una puerta, tras la cual creí que se iniciaba el camino para alcanzar otra literatura, algo más sincera y menos retórica.

Carmen Laforet (1921-2004)

Nada cuenta la historia, en clave autobiográfica, de una chica de dieciocho años que regresa a Barcelona para iniciar sus estudios de Filosofía y Letras. Recién concluida la nefasta guerra civil, se reencuentra con una ciudad desolada que ella mantenía  mitificada por los lejanos recuerdos de su infancia. Cuando llega al sórdido piso de la calle de Aribau, donde aún residen sus parientes y donde vivió de niña, se le produce el brusco salto desde el ensueño a una realidad convertida en una visión de pesadilla. Los sombríos tintes de la postguerra; un mundo en descomposición convertido en símbolo de decadencia, no ya solo de una familia burguesa venida a menos, sino de todo un país agonizante. La joven Andrea, inmersa en el mundo maravilloso de sus sueños e ilusiones juveniles, pretende rebelarse, pero pronto descubre que, como si de una sombría cárcel se tratara, de ese entorno familiar, resulta casi imposible escapar. De aquellas páginas tan desoladoras, aun me estremece recordar la frustrada versión cinematográfica que Edgar Neville realizó sobre la novela, con Conchita Montes de protagonista. A pesar de ser cercenada en 34 minutos por la censura franquista, las imágenes supervivientes mantuvieron la espesa grisura que derramaba toda la novela.

Carmen Martín Gaite y cubierta de “Entre visillos” (1957).

Carmen Martín Gaite (1925-2000)

En 1957 se concede el Nadal a Entre visillos. Dos años antes el premio había recaído en una novela que terminaría convirtiéndose, con el paso del tiempo, en uno de los mitos de la narrativa española de postguerra: El Jarama. Su autor Rafael Sánchez Ferlosio, era por aquel entonces marido de la autora; por tanto la nueva novela premiada suscitaría un clima de expectación, incluso antes de ser publicada, por la curiosidad y el morboso deseo por hacer comparaciones. Sin embargo este relato de la vida provinciana, escrito en tono menor, no dio materia suficiente para la polémica o la discusión. Sin estridencias ni efectismos, el relato de la Gaite se desarrolla dentro de un clima de realismo poético que más que un guiño malicioso a las novelas rosa de las hermanas Linares Becerra, parece acercarse con parecido tono, a algunos de los cuentos de su amigo Ignacio Aldecoa. Entre visillos logra el difícil ejercicio de aplicar al pequeño mundo femenino de las muchachas casaderas de una capital de provincias (Salamanca sin duda), un enfoque intimista y subjetivo, capaz de mostrar, desde dentro, el cúmulo de anhelos reprimidos e ilusiones frustradas que componen el monótono curso de sus vidas. Ahí seguramente estriba el mérito: en apropiarse del único género novelesco –la novela rosa– que había tenido una real incidencia en las últimas décadas. Desde esas coordenadas, dando una vuelta de tuerca, la autora lleva a cabo la denuncia de un mundo monótono y sin perfiles. Los diálogos y charlas baladíes, los temas de conversación sobados y opacos son el fiel reflejo de la época retratada.

Ana María Matute y cubierta de “Primera memoria” (1959).

Ana María Matute (1925-2014)

En la encorsetada literatura de postguerra, Ana María Matute sería el más claro ejemplo de una mujer cuya vocación literaria y libertad supo defender con valentía hasta sus últimas consecuencias. Rígidos tiempos aquellos, en que por su físico inquietante y rompedor, la solían comparar con Juliette Greco, el mito del existencialismo francés. A contracorriente, siempre mantuvo un estilo personal y sin concesiones. Su trayectoria vital representó un gesto continuo de rebeldía. Tras haber conseguido el Premio Planeta con Pequeño teatro; el Premio Café Gijón con Fiesta al Noroeste, llegó finalmente a ser galardonada por la editorial que la descubrió. Contaba ella misma que en su más temprana juventud abordó a Ignacio Agustí, director de la revista Destino y vecino suyo, mostrándole un cuaderno ilustrado que contenía el manuscrito de Pequeño teatro, quien prometió leerlo si se lo llevaba mecanografiado. Poco después, pasado a limpio, Agustí lo leyó e inmediatamente le firmó un contrato y publicó Los Abel en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino, novela que había quedado finalista en la convocatoria del Premio Nadal de 1947. Años más tarde (1954) Pequeño teatro, con algunas modificaciones, ganaría el Premio Planeta. El anhelado Nadal lo alcanzaría con Primera memoria (1959), demostrando su madurez creativa en ésta primera parte de lo que terminará siendo una trilogía titulada Los mercaderes. Sobre el trasfondo lejano de la guerra civil, la autora escogió como escenario un plácido ambiente isleño, donde se desarrollan las vivencias de los pequeños protagonistas. El libro relata ante todo, la extraña mezcla de inocencia y crueldad que habita en el luminoso paraíso de los niños y el confuso sentimiento de temor, desolación y rebeldía de un alma adolescente en el despertar a la vida.

Otras lecturas, otros ámbitos

El tiempo pasa, inexorablemente se acumulan los años. Durante mucho tiempo nos hemos empeñado en almacenar infinitas lecturas, aunque más tarde descubriésemos que aquellos sugerentes argumentos y entrañables personajes se fueron diluyendo sin piedad por el desagüe del olvido. Cuántas veces nos hemos rebelado y hemos recurrido a las relecturas, en un esfuerzo casi inútil por recuperar ciertos autores y algunas novelas de nuestra adolescencia. Sin embargo, cuando hemos regresamos a ejemplares manoseados, con apasionados subrayados de líneas que en su día nos obsesionamos por recalcar, descubrimos que ahora hasta nos cuesta entender qué pretendíamos con tanto rayajo; por eso –una vez más– le damos la razón al poeta: «Envejecer, morir, es el único argumento de la obra».