Daniel Gil, Austral y las cubiertas de Alianza / Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

En 1937, ante la trágica y apocalíptica situación por la que hicieron atravesar este país, la editorial Espasa-Calpe (Fusión de la empresa de José Espasa e Hijos, creadores de la monumental Enciclopedia Universal y Calpe, editores de la mítica colección “Universal”) decide establecerse en Argentina. Allí, sumidos en un exilio más o menos voluntario, inician “Austral” una colección de libros que con el tiempo alcanzaría casi los dos mil títulos. Arrancaron con un emblemático título para los convulsos tiempos que corrían: La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset. Acabada la Guerra Civil, Espasa-Calpe se volverá a implantar en la España victoriosa, aunque –como es lógico– obligada a eliminar algunos autores de su catálogo, por evidentes razones políticas. Pronto los libros de “Austral” se convertirían en el principal –por no decir único– referente cultural para un país desolado moral e intelectualmente. El autor del diseño de aquellas míticas cubiertas –con toda seguridad un exiliado español– se mantuvo siempre en el anonimato, sin embargo la imagen de “Austral” terminaría dando carácter a la más emblemática, imprescindible y austera de nuestras escasas colecciones de bolsillo.

Cubiertas de Austral; el primer número de la colección (Buenos Aires, 1937) y el número 149 (Madrid, 1966).

Libros prohibidos

No deja de ser paradójico que durante la nefasta dictadura de Primo de Rivera aumentase el ritmo de producción y consumo de libros. Por lo visto la causa fue bastante simple: al salvapatrias jerezano le preocupaba fundamentalmente la contaminación de “ideas peligrosas” entre la clase trabajadora y decidió imponer férrea censura, o el cierre definitivo, a una amplia serie de publicaciones periódicas. Sin embargo se despreocupó por completo de cualquier ejemplar que tuviesen más de doscientas páginas. Dio por hecho que el elevado precio de los libros y el alto nivel de analfabetos, hundiría aquel negocio editorial: “Se equivocó la paloma, se equivocaba…” Se creó por entonces la editorial Oriente con un talante claramente revolucionario y por supuesto prosoviético, normal para los tiempos que corrían. Cenit, Hoy, Ulises, Historia Nueva… fueron otras editoriales que se irían expandiendo progresivamente hasta alcanzar una mayor libertad cuando llegaron los esperanzadores y fugaces años de la frustrada Segunda República. El libro español alcanzó entonces altos niveles de vanguardia editorial en cuanto a su imagen e ilusionantes ambiciones de erradicar el alarmante analfabetismo con una sugerente selección de autores y contenidos. Pero todo ello naufragó a partir del año 39. Las impactantes imágenes de Helios Gómez, Rafael Puyol, Mauricio Amster, Ribas, Manuel Monleón y Renau para las cubiertas de unos textos didácticos o novelas de Sinclair Lewis, Liam O’Flaherty, Henri Barbusse, Blaise Cendrars, Stefan Zweig, Heinrich Mann…, recogidos en pulcras y magníficas maquetaciones interiores, fueron incinerados públicamente por las tropas victoriosas, sobre todo a partir de aquel primero de abril, cuando se autoerigieron en garantes de la moralidad y las buenas costumbres en el nuevo imperio hacia Dios.

Cubiertas de las colecciones Reno y Libros Plaza.

Nuestra cultura de papel

Nosotros, afortunadamente, no conocimos la guerra, pero llegamos a la adolescencia con apenas el espartano legado cultural de la colección Austral. Ninguna concesión a la ilustración en sus cubiertas y entre tanta grisura en nuestro entorno, un elemental código de colores para diferenciar las diversas temáticas que se recogían en tan abundante catálogo. En las cubiertas, con torpe tipografía de palo compuesta en caja alta, se nos indicaba autor y título en un amplio recuadro blanco sobrepuesto a la trama coloreada que envolvía todo el contorno de una camisa con generosas solapas interiores; en la anterior se contenía una brevísima reseña de autor y argumento y en la posterior la explicación de las diversas series cromáticas y los títulos de algunos volúmenes recientemente publicados. Allí descubrimos a Azorín, Pío Baroja, Valle-Inclán, Unamuno o Gómez de la Serna, también La Celestina, el Arcipreste o Lope de Vega e infinidad de autores extranjeros. Fuimos constantes consumidores de aquellos libros de bolsillo, libros que todavía revisitamos de vez en cuando, al tiempo que nos cuestionamos cómo éramos capaces de descifrar el ridículo tamaño de sus tipografías, estampadas en la rústica calidad del papel y la fallida encuadernación que hoy al ojearlos –el tiempo pasa– deja entre nuestras manos las tripas del libro mientras cubierta y camisa se precipitan al suelo. Con este material y algunas que otras colecciones mucho más populacheras, como fueron “Reno” o el “Libro Plaza” (donde esforzados dibujantes trataban de resumirnos el argumento en coloreadas y realistas cubiertas) creo que se conformó nuestra escueta cultura de papel. Sin olvidar, por supuesto, a Julio Verne y Emilio Salgari. Pasados los años y cuando la empresa Espasa-Calpe cambió de responsables económicos. (Ha terminado en manos del grupo Planeta) han experimentado ridículos intentos por renovar algo irrenovable; tal vez para lograr competir en un mercado mucho más competitivo. Lamentablemente aquella legendaria colección se ha convertido hoy en un mediocre producto más del grupo Planeta. El resultado final creo que lo dice todo.

Ortega y Gasset de nuevo en bolsillo

En 1966 una serie de intelectuales cercanos a Revista de Occidente, fundan Alianza Editorial. Jaime Salinas, hijo del poeta del 27, sugiere una nueva colección de libros de bolsillo para unos tiempos en los que por fin parece que algo se mueve culturalmente en este país de todos los demonios. No por casualidad la colección también se inicia con un título de Ortega y Gasset, Unas lecciones de metafísica. En este caso el autor de las cubiertas no será anónimo. Tiene nombre y apellido. A lo largo de casi tres décadas “El libro de bolsillo” de Alianza se convertiría en material imprescindible de muchas generaciones de universitarios o simples lectores; todos descubrimos –más allá de tan atractivas, aunque a veces discutibles, cubiertas– gran parte del legado cultural que se nos había estado negando.

La imagen al servicio del texto

Estas dos colecciones de formato manejable, precios asequibles y gran rigor en su selección de títulos constituyeron, sin lugar a dudas, la base de infinidad de bibliotecas particulares y la cimentación cultural de muchos de nosotros. En su aspecto formal se presentaban radicalmente distintas; frente al magnífico esquematismo y austeridad de las sobrecubiertas de “Austral” donde la unidad de tipografía y trama solo era rota por un inteligente código de colores básicos que definían cada género, Daniel Gil ofrecía en Alianza el contrapunto de la cuatricomía, a veces abusando de una controvertida tridimensionalidad con la que algunos no estuvimos siempre de acuerdo, al mostrar en las cubiertas objetos reencontrados en El Rastro y fielmente fotografiados por Francisco Ontañón. Formados en la austeridad de “Austral” es posible que no nos llegara a alucinar del todo una trimensionalidad de carácter agresivamente publicitario que suponíamos incapaz de sintetizar el contenido del texto interior. Nuestro concepto de diseñar cubiertas siempre marcó otros derroteros. A pesar de todo, un recorrido por las casi dos mil portadas que realizó para “El libro de bolsillo”, siempre nos ha supuesto uno de los viajes más atractivos y sugerentes, de la imagen al servicio del texto. A más cuatro mil títulos ilustró Daniel Gil en Alianza Editorial a lo largo de veinticinco años, hasta que la empresa cayó en manos de otro grupo editorial y entonces Gil, en una admirable postura ética, decidió abandonarla.

Cubiertas de Alianza: la solución tipográfica en “El castillo” y el efecto tridimensional en “El jardín de los frailes”.

De Sara Montiel a Kafka

En 1957, cuando Daniel Gil era militante del Partido Comunista, a la vuelta de un viaje clandestino a la Unión Soviética, recala en Alemania para conocer la mítica Escuela de Ulm, de alguna forma heredera del espíritu de la Bauhaus. Allí permanecerá durante varios meses y cuando regresa a España trae consigo unos privilegiados conocimientos de tipografía y fotografía al servicio del tratamiento de la imagen que en principio desarrollará tímidamente en su trabajo inicial como director de arte en la casa discográfica Hispavox, primero obligado a realizar carpetas para Sara Montiel y Raphael y más tarde, en la época del “sonido Torrelaguna”, para Pekenikes, Relámpagos, etc. En 1966 Jaime Salinas lo rescata para el proyecto de Alianza Editorial y allí trabajará de forma exclusiva durante veinticinco años. «Lo que más me ha ayudado en mi trabajo –confesaba Gil humildemente– era tratar de conocer al autor y la obra». Daniel Gil fue capaz de conseguir toda una nueva poética visual haciendo hablar a las imágenes para tratar de sintetizar el contenido. El producto final –y esto ya nos dejaba totalmente desarmados– era rematado con un conocimiento profundo y exquisito de las tipografías, seguramente adquirido en Alemania.

Portadas demasiado cultas

En cierta ocasión un comercial (peculiar personaje en el mundo de la edición cuya misión es introducir los productos en las librerías como si fuesen latas de membrillo) le dijo a Daniel Gil: «Sus cubiertas son demasiado cultas», a lo que este le respondió: «Pues eso para un libro no está nada mal, ¿No le parece?». Daniel Gil (Santander 1930) murió en Madrid en 2004, tal vez para todos aquellos que nunca prestaron demasiada atención a la contracubierta de los libros de Alianza –donde siempre aparecía su nombre– el personaje seguirá siendo tan anónimo como aquel exiliado español que en Buenos Aires concibió el diseño de la colección “Austral”. Para los que sin embargo manoseamos demasiado los libros, Daniel Gil supuso uno de nuestros grandes maestros, porque nos descubrió un nuevo lenguaje poético a través de las imágenes y tipografías que ilustraron las cubiertas de aquella emblemática colección de bolsillo. Después, en sus páginas interiores, descubrimos las sugerentes narrativas de Borges, Conrad, Kafka o Proust. Un homenaje callado desde la admiración hacia aquel genio del diseño gráfico –de él algunos hemos tratado de aprender en todos estos años– mientras que otros lo han plagiado hasta la extenuación, sin gracia ni pudor alguno.