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El desperdicio alimentario: un problema económico, social y ambiental / Por Isabel Cerrillo García

El desperdicio alimentario: un problema económico, social y ambiental / Por Isabel Cerrillo García

Desperdiciamos más de un tercio de los alimentos que se producen en todo el planeta. Según datos del Ministerio de Pesca y Alimentación, España se posiciona en el séptimo lugar de Europa en cuanto a volumen de desperdicio de alimentos con 7,7 millones de toneladas/año. En 2021, los hogares españoles tiraron a la basura más de 1 200 millones de kilos de alimentos sin consumir, 28 kg/l per cápita.

Las cifras actuales de desperdicio alimentario suponen una pérdida económica y social que podría conducir a un aumento de los precios de los alimentos para los consumidores y las consumidoras, haciéndolos menos accesibles a los grupos más vulnerables y desfavorecidos. Por ende, conducen a un aumento de la inseguridad alimentaria.

Los alimentos que se producen y comercializan, pero no se consumen, provocan impactos ambientales innecesarios a lo largo de toda su cadena de valor. Según el informe Emisiones de gases de efecto invernadero en el sistema agroalimentario y huella de carbono de la alimentación en España, el desperdicio de alimento es responsable de la cuarta parte de las emisiones totales del sistema agroalimentario.

Además, los alimentos desperdiciados suponen un coste en recursos empleados. Absorben una ingente cantidad de insumos que no fructificarán, impidiendo el uso del suelo para otros fines. Dos millones de hectáreas se han deforestado para producir alimentos que no se han consumido; casi un 30 % de la superficie agrícola del mundo se usa anualmente para producir alimentos que se pierden o desperdician.

Por todo ello, la prevención del desperdicio de alimentos se percibe como una responsabilidad ética para la sociedad. Entre los Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS), el 12 se enfoca en la producción y el consumo responsable, es decir, en promover dietas sostenibles y saludables y reducir el desperdicio alimentario. Ésta es una estrategia clave para lograr beneficios ambientales, una seguridad alimentaria sostenible y una mejora de la salud pública a nivel mundial.

Entre sus metas, el ODS12 plantea de aquí a 2030 “reducir a la mitad el desperdicio de alimentos por habitante correspondiente a los niveles de la venta al por menor y el consumidor y reducir la pérdida de alimentos a lo largo de las cadenas de producción y suministro”.

La concienciación de la opinión pública acerca de esta problemática hace años casi inexistente ha aumentado. Además, la vinculación del desperdicio con la falta de alimentos a nivel global y con su gran impacto ambiental hacen que se hayan incrementado exponencialmente el número de estudios sobre la cuantificación y estrategias de reducción del desperdicio alimentario a lo largo de la cadena de valor, sobre todo durante la última década.

Estos avances en concienciación y conocimiento se unen a la tramitación de leyes contra el desperdicio alimentario, por ejemplo, en Francia o Italia, desde el 2016. En España, este año se prevé la aprobación de la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, cuyo objetivo fundamental es fomentar actuaciones para evitar la pérdida de alimentos en toda la cadena alimentaria, desde la cosecha hasta el consumo.

Aslysun / Shutterstock.

Estrategias para reducir el desperdicio

En España en 2020 hemos reducido un 8,6 % el desperdicio de comida, como recoge el reciente Informe del desperdicio alimentario en España 2021 del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, aunque evidentemente no es suficiente.

Se deben seguir impulsando medidas para hacer frente al desperdicio de alimentos, tal y como se recoge en el Libro Blanco de la Alimentación sostenible en España impulsado por la Fundación Daniel y Nina Carasso y la Fundación Alternativas, involucrando tanto a administraciones públicas, empresas y operadores relacionados con la cadena alimentaria, como a la sociedad en su conjunto. Entre estas medidas se pueden destacar las siguientes:

– Campañas de sensibilización y concienciación ciudadana para evitar el desperdicio alimentario en el hogar. Por ejemplo, a través de información acerca de la compra responsable de alimentos, destacando la necesidad de realizar compras de pequeño volumen, mejor planificadas, así como dando a conocer recetas de aprovechamiento.

– Promoción y publicidad de aplicaciones y nuevas tecnologías que puedan ayudar al aprovechamiento de alimentos y a disminuir el desperdicio en superficies de distribución, en restauración o en los hogares. Por ejemplo, aplicaciones móviles en las que restaurantes, hoteles y supermercados venden el exceso de comida que no han conseguido vender al final del turno o del día, ofreciendo comida de calidad a buen precio.

– Fomentar la venta a precios bajos de productos con fecha próxima a su caducidad o deterioro.

– Exigir a las empresas de hostelería y catering que opten por contratos públicos la inclusión en los pliegos de prescripciones técnicas de planes específicos para reducir al máximo o eliminar el desperdicio alimentario.

– Fomentar las ayudas económicas para que todos los espacios públicos (universidades, colegios, ayuntamientos, administraciones públicas…) tengan los mejores medios posibles para un mínimo desperdicio de alimentos en sus instalaciones (posibilidades de reciclaje, espacios para el compostaje, campañas de publicidad, análisis y publicación de datos acerca del desperdicio, etc.).

Es necesario implementar políticas públicas para fomentar una transición alimentaria entre la ciudadanía hacia la reducción del desperdicio alimentario y el fomento del consumo responsable. Esto, junto a la modificación de la dieta hacia pautas más saludables y sostenibles, puede ser una estrategia eficaz para luchar contra el cambio climático, evitar la conflictividad social a gran escala y garantizar a las próximas generaciones a nivel mundial el abastecimiento de alimentos.The Conversation

Isabel Cerrillo García es profesora e investigadora del Área de Nutrición y Bromatología en la Universidad Pablo de Olavide.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.