Que Cristina Cifuentes dimita o no es algo que me trae sin cuidado. Si tiene estómago suficiente para seguir al frente de la sentina del PP madrileño, tengo mucho que decir pero me lo callo, porque estoy harto de reclamar la dimisión de su jefe de caterva, el señor M. Rajoy, sin más consecuencia que perder mi fe en el sistema democrático.
Pero sí me importa que alguien pueda pensar que en las universidades españolas los profesores actuamos con la misma venalidad con la que parecen haber actuado el Rector y los dos catedráticos de Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) que han intentado, espero que en vano, sacar del lodazal a la presidenta de la Comunidad de Madrid, un lodazal académico en cuya génesis, según todos los indicios, han tenido mucho que ver.
Llevo más de treinta años ejerciendo como profesor universitario y jamás he visto la cascada de violaciones de procedimientos administrativos que, de creer las justificaciones dadas por los profesores Enrique Álvarez Conde y Pablo Chico, por el rector Javier Ramos, y por la propia Cifuentes, se han cometido en un caso que, me atrevo a decir, tiene todo el aspecto de un delito de estafa académica y de falsificación de documentos públicos en la que resulta obligada, si es que estamos en un Estado de Derecho, la actuación de oficio de la Fiscalía.
En el departamento en el que trabajo ha habido y hay alumnos que llevan a cabo sus trabajos de fin de grado, de fin de máster (TFM) o sus tesis doctorales. Estos días me acuerdo de la dedicación a sus trabajos que les hemos exigido, de las muchas horas que han debido dedicar a su elaboración, de los esfuerzos personales y familiares realizados, de las dificultades de toda índole que han superado para investigar en un tema y para redactar una memoria final, y del miedo mezclado con ilusión con el que defendieron su trabajo ante un tribunal. Me acuerdo de los que pasaron horas, días, semanas y meses para alcanzar su meta y me da vergüenza ajena mirar a los ojos de los que están trabajando conmigo o con algún otro compañero.
En la Universidad de Alcalá, como en el resto de las universidades que conozco hay unos complejos sistemas de control procedimental que dejan un rastro indeleble en varias instancias. Y cuando, como en este caso los estudios conducen a la expedición de un título, los procedimientos dejan un rastro doble: informático y material, porque aunque haya algunos de ellos que se ejecutan procedimentalmente por medios informáticos, todos ellos dejan obligatoriamente un rastro en papel sellado y firmado del que son siempre fedatarios, al menos un profesor y un funcionario de Administración.
En ningún máster de ninguna universidad europea ni española los trabajos de fin de grado o de máster son voluntarios, ni se presentan o defienden de manera informal porque están perfectamente reglados por el Real Decreto 1393/2007, de 29 de octubre, por el que se establece la ordenación de las enseñanzas universitarias oficiales.
Las disposiciones contenidas en ese real decreto son de aplicación a las enseñanzas universitarias oficiales de Grado, Máster y Doctorado impartidas por las universidades españolas, en todo el territorio nacional. Las universidades, todas sin excepción, deben ajustar sus respectivos estatutos y normas de procedimiento a lo que dicta ese decreto. No caben ocurrencias. En el caso de los másteres, el artículo 15.4 del real decreto son claras: las “enseñanzas concluirán con la elaboración y defensa pública de un trabajo de fin de Máster”. Nótese que se dice “defensa pública”, así que un trabajo de fin de Máster como el de doña Cristina Cifuentes no está sujeto a lo que ahora la interesada y las autoridades de la URJC alegan: el secreto obligado por la ley de protección de datos.
La sola admisión a unos estudios de esta naturaleza exige la firma de los responsables de varias instancias y la participación de varios órganos universitarios. Lo tengo muy fresco. La semana pasada tramité la solicitud de acceso a la presentación de una tesis doctoral que voy a dirigir. El documento, tramitado informáticamente porque el doctorando reside en Canadá, requirió cuatro firmas (todas ellas originales): la del interesado, la del director de la tesis, la de la directora del correspondiente programa de doctorado, la de un profesor que actuará como tutor durante la elaboración de la tesis y, finalmente, la del director de la Escuela de Postgrado. Todos y cada uno de esos trámites dejó su correspondiente huella en bytes y en papel. No cabe decir, como se dice en el caso que nos ocupa ” que un documento “no se encuentra”. Sencillamente, es imposible. Aunque se destruyeran los archivos de los servicios centrales, el rastro es imborrable.
Los TFG como los de Cifuentes han de presentarse en la secretaria del departamento responsable del título, con entrada de registro y con un número mínimo de cuatro copias. La URJC solo tiene que presentar el soporte de registro (que es público) del departamento responsable del máster, y allí constará día, hora y número de copias depositadas por la alumna Cristina Cifuentes. Así de sencillo, y sin vulneración alguna de la ley de protección de datos, invocada en este caso como si tramitación de un expediente de TFG fuera un secreto de Estado que hubiera que proteger.
Hagan lo que yo acabo de hacer ahora: entrar en la página de admisión de alumnos de másteres de la URJC. Les aparecerá un formulario que puede rellenarse en un par de minutos. Si lo rellenan y lo envían telemáticamente sus datos quedarán grabados en un fichero general de alumnos, donde irán anotándose cada uno de los trámites que usted realice durante la realización del Máster. El último párrafo del formulario lo avisa:
“Los datos de carácter personal recogidos serán incorporados y tratados en el fichero «ALUMNOS», cuya finalidad es la gestión académica del alumno/a. […] El afectado podrá ejercitar los derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición ante el Vicerrectorado de Títulos Propios, Formación Continua, Postgrado y Relaciones Internacionales.
Nadie ha argumentado que la señora Cifuentes haya hecho uso de su derecho a la cancelación de su expediente, así que, sin duda alguna, constará cuando menos en los servicios centrales de la Universidad, salvo –claro está- que al disco duro se le haya aplicado el contundente procedimiento de los 40 martillazos que se aplicó al ordenador de Bárcenas, en la calle Génova, alma mater de nuestra presidenta Q.D.G.
En todas las universidades se producen errores administrativos, mecánicos y humanos. En todas ellas existen procedimientos reglados para corregir tales errores. Son procedimientos reglados para proteger los intereses de los alumnos, que requieren el control de un tercer órgano y que obligan al profesor a justificar expresamente su cambio de criterio. Si en una universidad se produce un error en un expediente académico, la corrección debe hacerse mediante una diligencia formal, donde debe constar de manera expresa la causa de la corrección y quién se hace responsable.
En la universidad el acta de los exámenes de todas y cada una de las asignaturas, como es el caso de las ¿cursadas? por Cristina Cifuentes se formaliza en un documento colectivo, donde se graban las notas de todos los alumnos matriculados. A veces se producen errores; especialmente en asignaturas con cientos de alumnos. Sin embargo, el acta del TFM es un acta individual, un documento específico para cada alumno que han de firmar todos los profesores que evalúan el trabajo; no hay otros alumnos con quien confundirse y el documento, con un único alumno y una única nota, pasa por el control de al menos tres profesores y un funcionario, la posibilidad de error resulta prácticamente nula, por no decir imposible.
En la universidad las actas cerradas y depositadas ya bajo custodia de la secretaría no se corrigen de palabra, tampoco por teléfono. Del mismo modo, la corrección debe hacerla el funcionario habilitado por la secretaría a tal efecto, no cualquier funcionario que pase por allí. Si las dos notas cambiadas a Cristina Cifuentes son fruto de una corrección de errores, la universidad debe tener las correspondientes diligencias explicando y habilitando tal corrección; basta con que las acredite para zanjar el asunto sin rozar siquiera la famosa ley de protección de datos.
El pasado miércoles fue un mal día para la universidad española, que ni funciona así, ni tiene por qué soportar que se crea que funcionar así es lo normal. Si está todo tan claro y todo se puede explicar, tiene que haber papeles y bytes de sobra para acreditarlo; así es en todas las universidades y especialmente en la universidad que conozco y en la que trabajo.
© Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.