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El Palacio Arzobispal o ¿qué nos importa la revolución? / Por Vicente Alberto Serrano

El Palacio Arzobispal o ¿qué nos importa la revolución? / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Cierto día del largo y cálido verano del 71, el actor Vittorio Gassman interpretaba un fragmento de “Ricardo III” de William Shakespeare sobre el escenario del Teatro Salón Cervantes. Perdida la batalla, reclamaba en un grito desesperado: «¡Mi reino por un caballo…!». Y efectivamente fue en ese instante cuando irrumpió en la sala un caballo que, montado por un rebelde zapatista, se precipitó sobre el escenario, al tiempo que desde un palco, el certero disparo de un oficial mexicano abatía a caballo y jinete, ante el estupor de todos los extras que atiborraban el patio de butacas y tuvieron que contener su pánico, pero sobre todo su aburrimiento, por la repetición de la escena una y otra vez. Las 250 pesetas diarias y el bocadillo obligaban a mantener el tipo, sostener la actuación, también las pelucas pero sobre todo, con tan estrafalaria vestimenta, soportar el calor justiciero de aquellas inacabables jornadas de agosto.

Un falso Emiliano Zapata cabreado

Sergio Corbucci junto a Sergio Leone fue uno de los artífices de lo que se dió en llamar spaghetti westerns. Durante un tiempo parecía que aquellos dos directores estaban dispuestos a sacudir la miseria de Almería por un puñado de dólares. Los campos de Níjar que conmocionaron a Juan Goytisolo, se convirtieron en un esperanzador plató cinematográfico bajo el casposo poncho de Clint Eastwood con música de fondo de Ennio Morricone. Sin embargo, en el verano del 71, Corbucci se obsesionó por buscar otras escenografías que alejasen sus películas del monocorde desierto almeriense. Tal vez por eso ambientó el más ambicioso de sus proyectos cinematográficos en Alcalá de Henares. Descubrió aquí un set natural, alejado del falso cartón piedra. Un teatro de principios de siglo y un Palacio Arzobispal destruido por un lamentable incendio. El argumento de “Qué nos importa la revolución” narraba las vicisitudes de dos italianos, un cura y un actor, envueltos, a su pesar, en la vorágine de la revolución mexicana. Tras la arriesgada escena en el teatro, el equipo de rodaje se trasladó días más tarde a la Plaza de Palacio. Allí, a lo largo de una semana, casi todos mis amigos y muchos más alcalaínos nos involucramos, como extras, en la absurda aventura de vernos disfrazados de zapatistas o federales, compartiendo reparto con un histriónico Vittorio Gassman. Soportando abrasadoras e intensivas jornadas de sol a sol, por 50 duros diarios y un bocata de chopper. Al año siguiente, cuando se estrenó aquel mediocre film, tratamos de buscarnos en la pantalla, quisimos reconocernos por el patio del Palacio Arzobispal, mezclados entre tiroteos, fusilados, descargas de los federales, cargas de la caballería y una intensa y asfixiante nube de polvo. Nosotros, como falsos rocieros, pertrechados con sombreros mexicanos y carabinas, habíamos tratado de saltar la reja, una y otra vez, entre el continuo: «¡Corte, corten!…» del señor Corbucci. Sin embargo ninguno logramos reconocernos en aquel epílogo tumultuoso que se cerraba con la muerte, en brazos de su amigo el sacerdote, de Vittorio Gassman encarnando a un falso Emiliano Zapata. Lo que si recuerdo de aquel rodaje fue que, entre toma y toma, Gassman se mostraba bastante cabreado ante los pisotones sufridos por esa indomable y anónima comparsa de extras, incapaces de ajustarse al guión y posteriormente de reconocerse en las imágenes.

Palacio Arzobispal

Pie de foto: Fachada del Palacio antes del incendio del 39 y cartel de la película protagonizada por Vittorio Gassman.

Como una patética metáfora

De aquella ambiciosa pero fallida producción lo único que salió favorecido y gratificado fueron las piedras calcinadas, pero auténticamente centenarias, fotografiadas con la maestría habitual de Alejandro Ulloa. Como una patética metáfora, los restos del Palacio Arzobispal se mostraban espectaculares en la gran pantalla, representando el cuartel de las tropas del general Huerta, a modo de construcción creíble de arquitectura colonial mexicana, con dos garitas de madera a ambos lados de la puerta principal de un paramento que, como el desolado muro de un frontón, apenas si era todo lo que quedaba en pie de lo que fue una de las joyas de nuestro Renacimiento. En otro agosto mucho más lejano, treinta y dos años atrás, sin cámaras de cine ni rodaje alguno, las tropas victoriosas del general Franco mantenían allí una unidad de carros de combate, compartiendo material inflamable con una buena parte de nuestra memoria histórica, almacenada en legajos pretendidamente resguardados entre los muros de uno de nuestros más notables conjuntos monumentales. Entonces no hubo tiroteos, ni rebeldes a punto de saltar la reja. Al parecer tan sólo fue un descuido lo que el 11 de agosto de 1939 convirtió en cenizas y escombros, arquitectura e historia. Hoy aquel conjunto celosamente amurallado hacia el exterior y el interior de la ciudad por temerosos arzobispos que parecían quererse proteger de propios y extraños, ha visto convertido en parking una buena parte de su extensión. Otra amplia zona sirve para representar cada otoño el reiterativo y cansino Don Juan, aparte de conciertos y las más diversas animaladas. Incluso hace algunos años tuvimos la oportunidad de oir allí al mismísimo Bob Dylan y su legendario “Like a Rolling Stone”. Por eso, tratando de parafrasearlo, pensamos que ‘los tiempos están cambiando’, porque hace unos días pudimos asistir a la presentación de un ilusionante proyecto que pretende recuperar el Patio de Fonseca e inferirle a todo el conjunto una función mucho más coherente que servir de set cinematográfico. La memoria de un falso y cabreado Zapata, los coches, los versos de Zorrilla y hasta Bob Dylan pueden irse con la música a otra parte.