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El Teatro Portátil de los Hermanos Largo / por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Hace ya algunos años fui sometido, por cierta revista especializada, a una larga entrevista destinada a la sección de ‘Oficios teatrales’. En mi condición de diseñador gráfico, ejercida a lo largo de cuatro décadas, no nos quedaba más remedio que hablar de teatro: carteles, programas de mano, publicaciones, actores, directores, giras… Al final terminaron preguntándome si recordaba cual fue la primera representación teatral a la que asistí. Entonces creí recordarla perfectamente. En 1967, una heroica profesora de francés tuvo el valor de llevar a toda la infame turba que conformábamos el sexto curso del Instituto Complutense al Teatro Español de Madrid. Para saborear a Molière –Las mujeres sabias– en un espléndido montaje de Miguel Narros con escenografía de Andrea D’Odorico. Guardé aquel programa de mano como un fetiche iniciático. Quién me iba a decir que, pasado el tiempo, trabajaría para algunas puestas en escena de Miguel Narros y terminaría siendo un buen amigo de Andrea.

Teatro Hermanos Largo

Carpa del Teatro Portátil de los Hermanos Largo.

El teatro bajo la arena

En la ambiciosa, aunque inacabada obra El público (Ed. Seix Barral), uno de los personajes lorquianos, aspira a descubrir el teatro bajo la arena. En mi caso no fue bajo la arena, sino con incómodas sillas sobre la tierra. Algunos meses más tarde de aquella entrevista recordé que mi primera experiencia no se produjo en la representación de Molière sino, muchos años antes, con el descubrimiento del Teatro Portátil de los Hermanos Largo. Bajo una carpa en las Eras de San Isidro. Era otoño, a comienzos de los años sesenta. Sobre el mismo terreno que el agosto anterior ya habían pisoteado los escuálidas bestias de la Feria de Ganado, se levantaba el frágil tablado de la farsa. No, en aquella ocasión no fue Molière, sino los Álvarez Quintero. La memoria suele ser mucho más traicionera que la magdalena de Proust. Tal vez por eso, de nuevo me atacaron por la espalda de los recuerdos unos descabalados versos: «¡Cansionera, no me llores, / que llorando me pareses / la Virgen de los Dolores!». Y también la imagen de un forillo que tambaleaba el incontrolable viento de octubre y venía a representar la campiña andaluza con las blancas siluetas de dos pueblecillos. Cancionera formaba parte del amplio repertorio (junto a otras obras de Muñoz Seca, Adolfo Torrado, Arniches, Benavente o Guimerá) de la gran compañía de comedias de Tomás Carrasco en el Teatro de los Hermanos Largo. Aún creo que me retumba el soniquete de aquellos esforzados actores tratando de imitar el falso acento andaluz de los Quintero.

Prog. Hermanos Largo

Programa de mano.

La Barraca

Por supuesto que no lo viví, pero siempre he dudado de la tan mitificada labor llevada a cabo durante la República por los componentes de La Barraca. Con las espaldas cubiertas económicamente, subvencionados por el gobierno, es verdad que recorrieron buena parte de España con representaciones de nuestro gran teatro clásico. Sin embargo me hubiese gustado haber conocido, de primera mano, la sincera opinión de los vecinos de Almazán –en aquellos tiempos– ante la representación de un auto sacramental de Calderón. A lo mejor tuvo más alcance, con menos ruido, la labor de Alejandro Casona con su Teatro del Pueblo dentro del proyecto de Misiones Pedagógicas. No, no vivimos la República y nos perdimos por tanto esos esfuerzos por llevar el teatro al pueblo. Me atrevo a sospechar del trabajo de los jóvenes componentes de La Barraca, clase bien, enfundados en impolutos monos de trabajadores, mostrándose a los campesinos como promesa de cultura y progreso. Desgraciadamente nosotros sufrimos lo peor: el franquismo. Entonces el teatro se esforzaba por llegar a los pueblos más recónditos, bajo humildes carpas, mediocres decorados y anémica iluminación. La inseguridad de aquellos cómicos atravesando un triste país, con su repertorio facilón, alejado de cualquier guiño progresista; controlado en todo momento por una férrea censura, garante de los valores eternos.

Cine y teatro

Tres películas emblemáticas sobre el teatro de postguerra.

El teatro en el cine

Hasta hace muy poco el teatro ha seguido manteniéndose como un arte bastante minoritario. Aún hoy algunos intelectuales alardean todavía de no pisar nunca una sala teatral. Durante nuestra infancia y adolescencia —a falta de representaciones— asistíamos a la proyección de películas en lo que habían sido dos teatros. Uno construido, a finales del siglo XIX, en el plazo de 29 días. El otro, pequeño teatro romántico, un día descubrieron que se alzaba sobre uno de los Corrales de Comedias más antiguos de Europa. Ya pedía respeto aquel poeta del 27 por haber nacido con el cine. Precisamente en el cine tres películas nos mostraron el desolador mundo de los actores y también de los teatros, enredados por un largo y oscuro tiempo de miserias. Juan Antonio Bardem debutó con una áspera película sobre el trasfondo de ambición y pasiones entre cajas, Cómicos (1954). Mario Camus inició su carrera cinematográfica con Los farsantes (1963), guión basado en un relato de Daniel Sueiro. Una empobrecida compañía de teatro ambulante trata de sobrevivir por los pueblos de Castilla, huyendo de los acreedores y enfrentándose a un público desatento. En 1986, Fernando Fernán Gómez llevó al cine su novela El viaje a ninguna parte (Ed. Debate), tal vez sea éste el más clarificador testimonio sobre aquellas compañías de teatro ambulante en la larga postguerra española, tratando de sobrevivir, enfrentándose al fenómeno del cine, que finalmente lograría vencerlos y dejarlos abandonados en el olvido de cualquier fonda de mala muerte. Ignoro como fue el epílogo del Teatro Portátil de los Hermanos Largo. Conservo un programa de mano que me reafirma en que aquella carpa existió. Sus sillas sobre la tierra, los pobres decorados y la anémica iluminación, no fueron una ficción, un sueño o un relato de película. Fue una realidad a la que hoy –cuando cualquier pueblo o capital de provincia disfruta de un teatro reformado y programación de fin de semana– los actuales teóricos del teatro apenas le dedican un mínimo de atención a aquel esforzado fenómeno pionero de unos peculiares cómicos de la legua en tiempos tan difíciles.