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Elena Francis y las presas /  Por Vicente Alberto Serrano

Elena Francis y las presas   /   Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

En 1984 Joan Manuel Serrat grabó un álbum con el significativo título Fa 20 anys que tinc 20 anys (Llevo 20 años teniendo 20 años). Toda una evocación a sus tiempos iniciales, cuando se empeñaba en: «…cantar a las piedras, a la tierra, al agua y al camino…» El corte 4 de aquel long play se titulaba “Carta póstuma a Elena Francis”. Cuatro años antes, en otro álbum titulado Tal com raja (Tal como sale) ya contenía un primer tema dedicado a la lamentable infancia que sufrimos bajo «Una, Grande y Libre; Lo toma o lo deja; Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón…» Todo ello mezclado entre: «…el Palé; la Formación de Espíritu Nacional y los primeros viernes de mes.» En las estrofas finales se deslizaban tres versos definitorios: «Señora Francis, ¿me entiende…? / con estos conocimientos, / ¿que podría esperarse de nosotros?». Va para dos meses que Joan Manuel Serrat se despedía de los escenarios tras seis décadas componiendo canciones cuyas letras ilustraron y emocionaron buena parte de nuestra trayectoria vital. Al final de una película de François Truffaut, (creo recordar que se trataba de Las dos inglesas y el amor) su protagonista, Jean Pierre Leaud, cuando sale de visitar el Museo Rodin, se ve reflejado en la carrocería de un coche y exclama: «¡Como he envejecido!» Por eso más nos vale no reflejarnos en las canciones de Serrat. Sin embargo, a pesar de todas estas puñeteras arrugas del tiempo, la musiquilla de fondo del Consultorio de Elena Francis se ha colado hoy, sin permiso, entre nuestros recuerdos.

Portadas de los dos elepés en los que Serrat evocaba a la señora Francis de su infancia y adolescencia.

Doña Felisa entre reclusas

A la mitad de la calle Santo Tomás, a la izquierda, se van pudriendo lentamente los restos de lo que fue en su día La Galera, me temo muy mucho que se trata de una agonía consentida entre la calculada apatía de los munícipes locales y las autoridades universitarias. Techumbres hundidas, ventanas desvencijadas a través de las que se aprecia un inquietante interior en ruinas. Esta ciudad que alardea de cumplir veinticinco años como Patrimonio de la Humanidad, bien se cuida de no dirigir a cándidos turistas y sabidillos guías hacia aquel territorio vergonzosamente olvidado. Ahora apenas se mantiene en pie parte de un conjunto de edificios abandonados que albergaron en otro tiempo la Prisión Central de Mujeres. Allá por los años sesenta, cada tarde, doña Felisa, la mujer del director, reunía en torno a si –en una amplia y luminosa habitación del pabellón– a cuatro reclusas de confianza que entre labores de costura, trataban de evadirse, al menos por unas horas, de un tiempo rigurosamente detenido y encarcelado.

La Galera en una foto de otra época, cuando aún se mantenía en pie.

A través de la radio iban enlazando, con inusitado interés, los dramáticos avatares de los seriales radiofónicos que les relataban amores imposibles, hijos ilegítimos, venganzas, odios y traiciones. El pedaleo incesante de la máquina de coser añadía banda sonora a la novela “La lechera”, y tras ella: Lo que nunca muere o Ama Rosa, de Guillermo Sautier Casaseca conformaban una supuesta y compleja narrativa de argumentos penosamente reconocibles para Carmen, Cándida, Guadalupe y Fatma. Desvalidas mujeres, privadas de libertad, pero que en esas tardes hasta lograban disfrutar con el privilegio de poder disfrutar de soberbios atardeceres –desde aquella mágica ventana– que les ofrecía una naturaleza inalcanzable allá lejos: las orillas del Henares y los cerros del Gurugú, mientras Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa ponían voz a las vicisitudes y desgracias de unos atormentados personajes de cartón-piedra que dirimían sus supuestas cuitas a través de las ondas, mientras ellas, entre pespunte y pespunte, se esforzaban por tratar de olvidar, por algunos instantes demasiado fugaces, las lamentables causas de su reclusión.

Al final, como un epílogo irreal, mientras caía la tarde, aun les quedaba poco más de media hora para poder prestar atención a la melosa melodía con la que se iniciaba la cita diaria del Consultorio de Elena Francis. Aunque tras aquellos consejos de cínica y rígida moralidad, la penosa realidad les aguardaba al bajar de nuevo a la prisión, asistir al obligatorio recuento, a la escasa cena y dejarse encerrar en los dormitorios colectivos bajo la autoritaria e inquisitorial mirada de funcionarias y monjas.

Imagen promocional del programa radiofónico de Elena Francis.

Elena Francis era un señor

A través de Radio Intercontinental, la emisora creada por Ramón Serrano Suñer en miserables tiempos victoriosos, se emitía cada tarde el Consultorio de Elena Francis, un peculiar espacio dirigido al público femenino, producido por Radio Barcelona y subvencionado por el Instituto de Belleza Francis, fabricante de diversos potingues para el cutis de las señoras. Programa basado en la correspondencia de sus oyentes que reclamaban todo tipo de consejos. Y una tal Elena Francis que tras su clásico y mimoso saludo: «Mi querida amiga..» les aportaba las sugerencias más inusitadas que podamos imaginar sobre cocina, jardinería, belleza, salud…,  pero sobre todo y fundamentalmente sobre problemas sentimentales y sicológicos. Elena Francis, encarnada por la melodiosa voz de una locutora profesional, recitaba el guión de las contestaciones redactado por un equipo de asesores, entre los que se encontraban un cura y un psicólogo. Fácil de imaginar, por tanto, el contenido de las respuestas inspiradas en la ideología y moral imperante, dirigidas al modelo de mujer, madre y esposa, siempre sumisa; la que se obsesionó por modelar el machote franquismo. Aquella ficticia señora Francis recomendaba a las mujeres abnegación, aguante, tener paciencia, esperar a que las cosas cambiasen y sacrificarse por los hijos y la familia. Entonces, el matrimonio era indisoluble, pero el hombre podía saltarse todas las reglas, la mujer ninguna. Abnegada, sufridora, tenía que entregarse por completo al hogar. Soportar infidelidades, malos tratos, alcoholismo, ludopatía… incluso si descubría que su marido era homosexual, disimular y esperar pacientemente a que el esposo recobrase “la confianza perdida”. En última instancia: acudir al médico para que le curase el «trastorno». Los embarazos prematrimoniales, por supuesto siempre eran culpa de la mujer. Desde 1966 las contestaciones a las cartas fueron redactadas exclusivamente por el periodista y crítico taurino Juan Soto Viñolo, autor de una biografía de Manolete y de un controvertido libro titulado Querida Elena Francis (Ed. Círculo de Lectores), en cuyas páginas no solo descubría su autoría exclusiva a partir de aquel año, sino que trataba de justificar lo injustificable –acusando sobre todo a la censura imperante– porque a él, desde el anonimato, le resultaba imposible suprimir el carácter moralista, machista y conservador del programa cuya ideología imponían la firma patrocinadora y la autoridad competente. Un espacio radiofónico creado en 1947, que permaneció en antena hasta 1984. Aquel mismo año Serrat le dedicó una “Carta póstuma a Elena Francis”, lamentando su desaparición y preguntándose en uno de los versos de la canción: «¿Cómo sabremos [ahora] si aquel muchacho trae buenas intenciones?».

Juan Soto Viñolo y la cubierta de su controvertido libro, con el que solo nos aclaró que la señora Francis, durante una larga temporada, fue él.

Si Guadalupe le hubiese escrito a la señora Francis

Siempre me pregunté con qué estado de ánimo bajaban aquellas cuatro mujeres a la prisión, tras ilusionantes tardes de costura, radionovelas y soledad compartida; tal vez reflexionando sobre los argumentos de los capítulos de los seriales radiofónicos, pero sobre todo después de haber soportado los consejos de Elena Francis. Desde esta vuelta del camino, contemplando las ruinas de mi infancia, allá en la calle Santo Tomás, quiero imaginar que si a Guadalupe las instituciones penitenciarias le hubiesen permitido escribir una carta a Elena Francis; en ella la desventurada mujer se habría forzado por intentar explicar a aquella señora ficticia las causas del porqué una mañana lejana mató a su marido. Y hubiera esperado respuesta para que la exculpase con sus consejos ante tan inexplicable asesinato. Contarle que en un arrebato, se rebeló y fue incapaz de ser la mujer sumisa que el régimen y la moral imperante le exigían. Y usted, doña Elena Francis, ¿qué le hubiese contestado?