Paterson, la película de Jim Jarmusch, es la poética de la vida ordinaria, una oda al arte como forma de relación con la cotidianidad. Cuando se viaja en autobús por Nueva York, uno se siente como un cameo, un personaje sin nombre que puede no tener importancia para la trama pero que es imprescindible para la misma, como los viajeros que transporta Alan Driver en su autobús urbano.
En la agitada Manhattan los únicos que parecen no tener jamás prisa son los conductores y los usuarios del bus. Los autobuses tienen parada cada dos o tres manzanas, pero prácticamente paran en todos los semáforos. Viajar en autobús es divertido porque todo el mundo está relajado. Parece que solo lo utilizaran jubilados, ociosos y turistas, que pueden recorrer la ciudad desde una plataforma privilegiada y por un precio módico, la décima parte de lo que se paga en los autobuses turísticos.
Cuando hay un minusválido en una parada, el conductor para, se baja, acciona una rampa, ayuda a subir la silla de ruedas, ordena que despejen una zona, estiba la silla de ruedas y, por fin, vuelve a su asiento para seguir conduciendo. A veces, el destino del usuario de la silla de ruedas está una o dos paradas más allá; no importa, ante la mirada sonriente y tranquila de todos los usuarios, el conductor volverá a realizar la misma operación. Pienso que los viajeros que le acompañan a uno en cualquiera de estos viajes, a ras de pavimento bajo la enorme verticalidad de la ciudad, guardan dentro de sí los argumentos de muchas historias.
A veces se presentan situaciones curiosas. Puede que cuando vayas a introducir el bonobús o las monedas en la máquina encuentres un letrero que diga: «out of order» (no funciona). Sube sin problema, porque es probable que el sonriente conductor te diga: «disfrute del viaje, hoy es gratis». Los que vayan entrando lo leerán tranquilamente y sonreirán pensando que se están ahorrando un par de pavos por cruzar la ciudad con tiempo suficiente para admirar el paisaje urbano.
Para llegar hasta Sleepy Hollow desde Columbia University el autobús sube por Broadway hacia el norte, por la carretera 9, que corre paralela al río que marca la fisionomía de Nueva York, el Hudson. “Muhheakantuck”, llamaban los iroqueses a lo que hoy conocemos como el Hudson, un río que se «emborracha con aceite» en el corazón de Manhattan, como escribió Federico en Poeta en Nueva York. Un río que rodea la ciudad dándole la vuelta, como el reverso de cualquier metáfora.
Pero es también es un río rural a unos pocos kilómetros al norte de la gran ciudad, en las boscosas montañas Catskill, en cuyas faldas se asienta Tarrytown, un pueblecito recogido y coqueto de aires victorianos, en el que Washington Irving reconstruyó una vieja granja, Sunnyside, y en el que muchos años antes había situado algunos de sus cuentos, entre ellos Rip Van Winkle y Leyendas de Sleepy Hollow. Este es precisamente el nombre del pequeño cementerio de aire gótico donde reposan Irving y otros notables personajes americanos, entre otros Andrew Carnegie, Samuel Gompers, Walter Chrysler, William Rockefeller, Elizabeth Arden y Brooke Astor.
Cuando Irving regresó en 1832 de su estancia de 17 años en Europa, donde adquirió fama mundial como escritor y donde escribió Los cuentos de la Alhambra, se internó en lo que hoy es Oklahoma, entonces Territorio Indio. De ese viaje, que convirtió a Irving en el único escritor en haber recorrido los cazaderos indios de las praderas que por entonces constituían los confines de la civilización anglosajona, surgió en 1835 la primera de sus obras sobre el Far West: A Tour on the Prairies, primer volumen de una trilogía del, que se completaría con Astoria (1836) y The Adventures of Captain Bonneville, U.S.A, in the Rocky Mountains and the Far West, basado en las aventuras del militar y explorador Benjamin de Bonneville, que se publicó en 1837.
Con los derechos de autor de A Tour on the Prairies, del que se vendieron en su primer año 80.000 ejemplares, en junio de 1835 Irving compró al escribiente Benson Ferris una pequeña casa de campo de estilo holandés del siglo XVII y unas cinco hectáreas de tierra circundante, antigua propiedad de los van Tassel –la familia de la hermosa Katrina que él inmortalizó en La leyenda de Sleepy Hollow-, situada a menos de cuatro kilómetros al sur de Tarrytown, en el valle del río Hudson. Dadas sus pequeñas dimensiones, pues solo contaba con dos habitaciones, decidió agrandarla y en colaboración con el paisajista y arquitecto escocés George Harvey la transformó en una bonita mansión de estilo romántico.
Irving la bautizó en principio con el nombre de Wolfert’s Roost (Reposo de Wolfert) -un personaje de la Historia de Nueva York contada por Dietrich Knickerbocker, el libro con el que ganó fama y dinero en Estados Unidos-, aunque finalmente la llamó Sunnyside (ladera soleada). Su intención era convertirla en un refugio placentero donde vivir y continuar con sus trabajos literarios. La embelleció, la decoró, y la dotó con todos los adelantos técnicos de la época. Diseñó los senderos y dio forma a un jardín donde aún florecen las winsterias y las hiedras trepadoras que le regaló Sir Walter Scott. También hizo construir una pequeña laguna a la que, en recuerdo de Europa, llamó el «Pequeño Mediterráneo». Algunos años más tarde, en 1847, la amplió con una torre de estilo español a la que sus amigos bautizaron como «La Pagoda».
En la década de 1840 las cosas ya no eran como antes. La escritura de Irving había perdido frescura y ya no era el único escritor norteamericano de éxito. Había surgido una fuerte competencia entre los escritores profesionales que conformaron la época dorada de las letras estadounidenses antes de la Guerra de Secesión: James Fenimore Cooper (sus novelas populares se vendían por millares en América y Europa), Mark Twain, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Ralph Waldo Emerson, Henry Wadsworth Longfellow, Herman Melville, Walt Whitman y Henry David Thoreau. Los gastos de compra y ampliación de Sunnyside, unidos a unas malas inversiones en tierras y ferrocarriles, habían dejado su cuenta exhausta.
En febrero de 1842, el presidente John Tyler, a instancias del secretario de Estado Daniel Webster, amigo del escritor, lo sacó de sus apuros económicos nombrándolo embajador en España. Abandonó por un tiempo su querida casa y representó a su país ante la corte de Isabel II hasta el verano de 1846, cuando renunció voluntariamente al cargo.
El resto de su vida lo pasó refugiado en Sunnyside entregado a la redacción de libros históricos, entre ellos la biografía de George Washington, un auténtico superventas de la época. Hizo un gran esfuerzo intelectual para escribir esa monumental biografía. «He de tejer este último lienzo, y luego, morir», decía. Debilitado por continuos ataques de tos, murió finalmente de un ataque al corazón rodeado de su familia el 28 de noviembre de 1859, a las 22:30. Justo antes de retirarse para dormir la noche de su fallecimiento, comentó: «Tendré que disponer mis almohadas para otra noche agotadora. ¡Ojalá esto llegue pronto a su fin!».
Tras un multitudinario sepelio, fue enterrado el 1 de diciembre de 1859 junto a su madre en el cementerio de la antigua iglesia holandesa de Sleepy Hollow, muy cerca de donde pasa el camino donde su personaje lchabod Crane huyó del jinete sin cabeza. Desde allí se puede ver el valle del río Hudson a su paso por Tarrytown. A su muerte, Sunnyside permaneció en manos de la familia y la siguió habitando su hermano Ebenezer y sus tres hijas solteras, que fueron las amas de llaves de lrving. Los Irving están enterrados en una pequeña parcela cercada de Sleepy Hollow.
En 1945, la casa fue comprada por John D. Rockefeller Jr., que se propuso conservarla en su estado original. La restauró y decoró con todos los muebles y pertenencias del escritor. En 1947 se abrió al público como Casa Histórica Nacional y Museo de Washington Irving. En el despacho, el tiempo parece haberse detenido: allí están el diván, la biblioteca y el escritorio de roble que le regaló su editor George P. Putnam, sobre el que descansan dos puñales morunos recuerdo de su estancia en su querida Granada.
Mientras cae la tarde, vuelvo a mi cameo y regreso plácidamente a Nueva York. No ha habido suerte. La máquina expendedora funciona. La sonrisa del conductor, también.
© Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca