¿Es el fin de la escuela tal y como la conocemos? / Por Rafael Feito Alonso

La crisis derivada de la COVID-19 está suponiendo un cambio radical en el modo de afrontar la docencia y el aprendizaje. Es obvio que aún carecemos de información suficiente para saber cómo se está resolviendo este problema en los diferentes niveles educativos.

Es posible que estemos ante un mero paréntesis tras el cual volveríamos al sistema de siempre. Sin embargo, una situación tan excepcional como la actual podría ser una inigualable ocasión para mejorar el funcionamiento de nuestra escuela.

Por lo pronto, se está poniendo aún más de manifiesto la brecha que separa a los alumnos en función de sus capitales cultural y económico. Los padres –más bien madres– con altos niveles educativos se pueden convertir en tutores de sus hijos. Quienes gozan de mayor capacidad económica pueden contar con una buena conexión a internet, varios ordenadores en el hogar y la posibilidad de contratar profesores particulares online.

Lecciones en la red

Los progenitores con hijos en edad escolar están teniendo ocasión de comprobar las excelentes lecciones que se pueden encontrar en la red. Con el apoyo de un par de cámaras, una iluminación adecuada y –si es el caso– con paquetes informáticos, los creadores de estas lecciones son capaces de conseguir que la gente aprenda. Lo bueno de esta enorme cantidad de vídeos es que cada cual puede elegir el que más convenga a su estilo de aprendizaje.

Las tecnologías de la información y de la comunicación pueden posibilitar que el centro de gravedad de los procesos de enseñanza-aprendizaje se traslade de la persona que enseña a la que aprende. Esta es la propuesta de la clase invertida, que consiste en que el alumnado aprende el contenido de cada lección o tema por medio de un vídeo seleccionado por el profesor –o preparado por él– fuera del horario lectivo, de manera que en la sesión siguiente se aclaran sus contenidos a partir de las dudas o sugerencias planteadas por los estudiantes.

FREEPIK2 / Shutterstock.

FREEPIK2 / Shutterstock.

Tiempo dedicado al aprendizaje autónomo

Si la clase presencial consiste en trabajar lo que se ha visto en casa (o simplemente fuera del aula o al margen de la presencia del profesor), lo más probable es que el tiempo dedicado a este aprendizaje autónomo sea muy superior al estrictamente presencial. Una enseñanza de este tipo requiere redefinir radicalmente el rol del profesor.

Con estos conocimientos adquiridos autónomamente sería posible analizar o investigar temas que, de un modo consensuado, se planteen desde el grupo de alumnos junto con su profesor. En definitiva, se trataría de ir más allá del mero aprendizaje de la mecánica de resolución de problemas y conectar el conocimiento científico con la realidad (por ejemplo, y dependiendo de la edad de los estudiantes, en el caso de las Matemáticas se podría trabajar con datos del Instituto Nacional de Estadística).

Pero aprender no es solo o fundamentalmente escuchar o ver a un profesor en el aula o en internet. Consiste también en leer, investigar y, por qué no, memorizar lo que haya que memorizar. Comprender materias como la Historia o la Literatura requiere, quizás más que ver vídeos, leer libros y artículos de revistas especializadas (y no me olvido de la importancia de leer en las materias de ciencias).

Dar un impulso a la lectura

Una situación como la actual debería traducirse en un impulso a la lectura. Un estudiante a partir de primero de la ESO –y quizás mucho antes– debería leer un mínimo de treinta o cuarenta libros a lo largo del año natural. Y, claro está, conviene no olvidar la creciente importancia de la lectura de la prensa generalista.

Hasta ahora estamos hablando de asignaturas. Sería perfectamente posible trabajar por proyectos. De esta manera se rompe la separación entre materias al globalizar los contenidos curriculares. También cabe la alternativa de introducir otras maneras de trabajar que formalmente son consideradas como asignaturas. Este sería el caso de la llamada monografía del Bachillerato Internacional o del trabajo de investigación del Bachillerato en Cataluña.

Reducir las horas de clase

En estas condiciones, ¿por qué se habría de ir todos los días a clase o tener tantas horas diarias de docencia? Se podría reducir considerablemente el número de horas que el alumno pasa en clase. Si, por ejemplo, alguien tiene que hacer un trabajo sobre Zurbarán, sería aconsejable que dedicara unas cuantas jornadas a visitar el museo de El Prado o acceder a recursos online de los museos.

Parte de estas propuestas requerirían cambiar la arquitectura de nuestros centros: precisaríamos más espacios y más cómodos para poder leer, salas para debatir en pequeños grupos, más laboratorios, más salas de música.

Menos presencia del profesor

Una enseñanza con menos presencia del profesor y menos localizada en el aula es toda una invitación a la autonomía de las personas, a su capacidad para organizar sus tiempos. En una memorable conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1930, John Maynard Keynes hablaba de que al cabo de cien años los avances tecnológicos serían tales que bastaría con trabajar quince horas a la semana. Esto plantearía a la humanidad el problema de qué hacer con tanto tiempo libre.

Quizás uno de los problemas más graves del confinamiento sea justamente este: ¿qué hacer con este tiempo disponible? De nuestra experiencia escolar deberíamos aprender a dedicar tiempo diario a la lectura (y no solo de textos literarios), a la conversación inteligente (habitual en el buen lector), a conocer los avances científicos y tecnológicos, al disfrute y práctica de las artes, al cuidado de los demás y de nuestro medioambiente, a la práctica del deporte…

En definitiva, la escuela debería ser clave en la creación de una sociedad de personas libres y solidarias.The Conversation

 

Rafael Feito Alonso es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation