Luces y sombras
De aquellos ya tan lejanos años en el Instituto, conservo –a modo de fetiche– el libro de texto de sexto de bachiller: Literatura española contemporánea de F. Lázaro y E. Correa (Ed. Anaya). Creo que entre sus páginas y también por culpa de las sugerentes clases impartidas por Evaristo Correa Calderón, se inició mi pasión por la literatura. Sin embargo ese año no alcanzamos a completar el programa. Llegó el verano y su fin de curso, con revalida incluida. Nos habíamos quedamos atascados en la adusta Generación del 98. Más adelante se reproducía una imagen emblemática que iniciaba el capítulo veintidós, titulado “El grupo poético de 1927”. Fue por mi cuenta como me empeñé en saber algo más sobre los señores tan serios que aparecían en la foto. No alcanzaba a comprender que personajes trajeados y encorbatados de tal guisa, representaran a los jóvenes poetas de vanguardia. Por la foto se me antojaban mucho más mayores. Su aspecto físico no me cuadraba con la fuerza renovadora que rezumaban casi todos sus poemas. Al parecer, a mediados de diciembre de 1927, viajaron hasta Sevilla para conmemorar el tercer centenario de la muerte de don Luis de Góngora y Argote (1561-1627). Fue entonces cuando se dejaron retratar la noche del 16 de diciembre en el estrado del Sociedad Económica de Amigos del País, porque el Ateneo sevillano estaba ocupado ante las próximas festividades navideñas. Un retrato oficialista e intrascendente que se convertiría en la imagen de marca para denominar a toda una generación. Pequeño grupo de jóvenes poetas (a pesar de su severo aspecto y vestimenta) apretujados para salir en la foto. El señor con bigote que aparece en el centro –tan formal como todos ellos– era el presidente del Ateneo, don Manuel Blasco Garzón, que llegaría a ser ministro de la República durante el gobierno de Casares Quiroga y terminaría exiliado en Argentina. A su derecha, el organizador del evento, José María Romero Martínez, médico de profesión y responsable de la sección de Literatura del Ateneo que, en el convulso 1936, sería nombrado Gobernador civil de Sevilla con brevísimo carácter interino, pero terminaría fusilado por orden de Queipo de Llano en septiembre de ese mismo año. Sin embargo faltan en el retrato los verdaderos anfitriones de aquellos posteriores días de vino y rosas: el torero y dramaturgo Ignacio Sánchez Mejías y el ganadero y poeta Fernando Villalón.
Fernando Villalón
En Morón de la Frontera, un pueblo cercano a Sevilla, el viajero se topa, a pocos metros de su ayuntamiento, con una plazoleta que los lugareños conocen como la del Polvorón. Hace algunos años la municipalidad erigió un monumento ante la fachada del que fuese palacete de los Condes de Miraflores de los Ángeles, transformado hoy en la Casa de la Cultura. La escultura representa a un garrochista a lomos de su jaca marismeña, luciendo sombrero cordobés de ala ancha, chaquetilla corta de rejoneo, zahones de briega y botas de caña larga. Tanto la Casa como el bronce están dedicados al poeta Fernando Villalón (1881-1930) nacido en Sevilla, pero según nos cuenta su primo, el escritor Manuel Halcón en Recuerdos de Fernando Villalón (Alianza Ed.), pasó aquí buena parte de su corta pero intensa vida. Precisamente en Imagen primera de… (Ed. Turner) Rafael Alberti, el mismo que después se preguntaba desde el exilio por los poetas andaluces, describe su primer encuentro con Villalón, cuando el torero Ignacio Sánchez Mejías al presentárselo le comentó que era el mejor poeta novel de toda Andalucía. Inmediatamente congeniaron y viajaron juntos hasta el Puerto de Santa María para evocar la infancia y juventud de ambos, frente a la fachada del colegio jesuita de San Luis Gonzaga, donde cursaron sus primeros estudios, aunque en épocas diferentes. Fernando fue compañero de Juan Ramón Jiménez y Pedro Muñoz Seca. Años más tarde Rafael comentaría en sus memorias que se escapaba de las aulas hasta la arboleda perdida con el sueño de ser torero. Fernando Villalón fue ganadero de reses bravas, tan bravas que ni Joselito se atrevía a lidiarlas. Al final, arruinado, acabó vendiéndole a Belmonte aquellos toros que nunca llegaron a tener los ojos verdes.
Andalucía la Baja
Comentaba Manuel Halcón que a su primo, ya cuarentón, de pronto le entró la prisa para demostrar que después de considerarse un ganadero fracasado y por supuesto arruinado, también era un poeta que se veía en la urgente necesidad de dar a conocer sus versos. Por eso ante aquel evento de jóvenes poetas que se reunieron en Sevilla para reivindicar la olvidada figura de Góngora, no dudó en mostrarles su libro Andalucía la Baja, editado el año anterior (1926) en la imprenta sevillana de Mejías y Susillo. Se trataba de una extensa colección de poemas donde el desencantado ganadero se entrega y se vuelca por tratar de definir un territorio mítico, enredado entre los Puertos y las marismas a través de la luminosidad de sus campos y sus gentes: «¡Islas del Guadalquivir! / ¡Donde su fueron los moros / que no se quisieron ir!…» Porque él, al igual que Lorca o Alberti, también había convivido con la tradición culta, pero sobre todo popular. También había leído a los clásicos y sobre todo había escuchado, sentido y retenido la voz y las canciones de su Andalucía. Frente a toda aquella generación de profesores y poetas, era el que poseía una mayor experiencia campera. «El libro –afirmaba uno de sus mejores críticos– es una bella lección de Andalucía, una explicación y exploración llevadas a cabo por un hombre, un poeta que vierte en su poesía cuarenta y cinco años de contemplación de su tierra.» Con esa prisa que le achacaba su primo, publicó inmediatamente La Toriada y Romances del 800. Una trilogía poética esencial.
Camarón y La leyenda del tiempo
Hace algunas semanas evocaba, desde estas mismas páginas, algunos versos de aquella balada que cuestionaba de existencia de poetas andaluces de ahora. Por supuesto que Fernando Villalón no formó parte de los poetas que Alberti trataba de buscar por los campos y montes andaluces. Murió en Madrid en 1930, a los cuarenta y nueve años. Época en la que, no solo fue admirado y respetado por todos los miembros de aquella generación del veintisiete, sino que sirvió de inspiración a muchos otros poetas. En 1979 Camarón recuperó algunos de sus versos para conformar unas alegrías con el título de “Bahía de Cádiz”: «Esteros de Sancti-Petri, / salinas de San Fernando, / espejos de sol y sal / donde se duermen los barcos», estrofas que junto con otros poemas de Lorca configuró un elepé que con el título La leyenda del tiempo, convulsionó a muchos puristas del flamenco, y a la vez significó el inicio de un tiempo en que se abrían caminos nuevos en el cante. En 1934 el torero y dramaturgo Ignacio Sánchez Mejías fue alcanzado por una cornada en el muslo derecho por el toro “Granaíno” en la Plaza de Manzanares. Murió dos días después en una clínica de Madrid, tenía cuarenta y tres años. Villalón y Sánchez Mejías fueron los singulares anfitriones de esos jóvenes poetas que un día de diciembre de 1927, llegaron a Sevilla para homenajear a Góngora y más tarde se supieron homenajear a sí mismos en el cortijo Pino Montano, propiedad del torero. Eso fue algunos años antes de que llegara aquella fatídica hora de las cinco en punto de la tarde.