Es una gran historia que la mayoría de los niños aprenden en la escuela. Las pisadas de unos animales enormes y terribles, los dinosaurios, atronaron la Tierra durante millones de años mientras vagaban por los densos bosques tropicales del Mesozoico. Escondidos entre los herbazales pululaban también unos animales minúsculos y peludos –los primeros mamíferos- que se alimentaban de insectos. Así estaban las cosas hace unos 65 millones de años cuando a partir del Cretácico superior, y más exactamente el momento conocido como K-Pg, se produjo la extinción en masa de los dinosaurios al tiempo que aves y mamíferos comenzaron una imparable diversificación por todas la tierras emergidas.
Con la desaparición de los dinosaurios quedaron muchos nichos ecológicos disponibles en el planeta. Aves y mamíferos los aprovecharon. Los descendientes de un grupo de dinosaurios emplumados o aviares evolucionaron hasta originar a las aves modernas. No es una idea nueva. El biólogo Thomas Henry Huxley lo tenía muy claro cuando en 1870 presentó un célebre informe en que sostenía que Archaeopteryx, un fósil colocado entre las aves, no era más que un dinosaurio con plumas y que las aves como grupo evolucionaron a partir de pequeños dinosaurios terópodos, unos vertebrados que vivieron desde el Triásico superior hasta el Cretácico superior (hace aproximadamente entre 228 y 65 millones de años). Aunque los terópodos se extinguieron como grupo a finales del Cretácico, algunas de sus características básicas han pervivido hasta nuestros días bajo la forma de las aves modernas, sus directos descendientes.
Así las cosas, los dinosaurios ya no son solo aquellos animales con piel de lagarto y aspecto terrible de los que sólo quedan huesos y dientes que nuestra imaginación se ha encargado de rellenar con gran éxito de público. Las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años han cambiado la imagen por completo y ahora sabemos que muchos de ellos tenían el cuerpo cubierto de plumas, que empollaban amorosamente sus huevos en nidos y compartían, como muchas criaturas actuales, enfermedades y parásitos.
Esto último lo sabemos gracias a las huellas dejadas por plumas que quedaron atrapadas en ámbar. El ámbar es en realidad resina que exudan ciertos árboles al recibir una herida en su corteza. A medida que el árbol va liberando más resina, ciertos animales pequeños, plumas, pedazos de madera y otros cuerpos, quedan adheridos a ella y pueden resultar totalmente encerrados en su interior, confinados en una especie de sarcófago natural. Después, con el tiempo, la resina fosiliza y se conserva en depósitos minerales que han llegado hasta nosotros muchos millones de años después.
Gracias a un artículo publicado en la revista Nature Communications, un equipo internacional de paleontólogos encabezado por Enrique Peñalver, investigador del Museo Geominero, dependiente del Instituto Geológico y Minero de España, hemos sabido que las garrapatas existían hace 100 millones de años y se alimentaban, como ahora, de la sangre de los animales que entonces dominaban la Tierra: los dinosaurios. Si, a los dinosaurios no sólo le chupaban la sangre los mosquitos, como nos contaron en películas de ficción como Parque Jurásico, sino que también tenían otros parásitos, entre ellos, las garrapatas.
La investigación se centró en unas piezas de ámbar, de casi 100 millones de años de antigüedad, que encierra en su interior un verdadero tesoro: una pluma de dinosaurio con una garrapata aferrada a ella. Las garrapatas, miembros de una superfamilia de ácaros, están dotadas de un aparato chupador con el que extraen sangre a sus víctimas. Actualmente parasitan a perros, gatos y otros muchos animales, incluidos nosotros, si nos ponemos a tiro.
Las muestras proceden de los yacimientos de ámbar del periodo Cretácico de Myanmar, donde fueron recogidas, pulidas por vendedores locales y adquiridas por un coleccionista estadounidense que las donó para su estudio. La pieza más importante del conjunto, que se puede ver en la figura, contiene una pluma a la que hay adherida una garrapata (Cornupalpatum burmanicum) con una pata enganchada a una de las barbas.
Una segunda pieza de ámbar muestra a dos garrapatas a las que los investigadores, influidos por el vampiro creado por Bram Stocker, denominaron Deinocroton draculi. Adheridos a sus cuerpos, las garrapatas fosilizadas presentan unos pelillos que han sido identificados como pertenecientes a larvas de un escarabajo derméstido, una familia de insectos cuyos parientes actuales suelen vivir en los nidos de las aves y mamíferos alimentándose de plumas o pelos. Este descubrimiento ha llevado a los investigadores a proponer que ambos tipos de parásitos, garrapatas y escarabajos, convivían en los nidos de los dinosaurios emplumados.
Una tercera garrapata fue atrapada en el ámbar después de haber succionado una gran cantidad de sangre por lo que su cuerpo estaba hinchado. Desgraciadamente, una parte del cuerpo no fue cubierto por el ámbar y el contenido interior quedó expuesto a los minerales del terreno. Si estaban pensando en aprovechar la sangre para recrear un nuevo Parque Jurásico, olvídenlo: debido al proceso de momificación que sufren los especímenes al quedar atrapados en ámbar, habría sido poco probable que se hubiera podido extraer muestras de material genético del huésped al que le succionó la sangre.
Por Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca