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Giovanni Papini rescatado del olvido  / Por Vicente Alberto Serrano

Giovanni Papini rescatado del olvido   /   Por Vicente Alberto Serrano

 

Desde La Oveja Negra

 

En su Biblioteca de Babel, afirmaba Jorge Luis Borges al prologar los relatos de Giovanni Papini, El espejo que huye (Ed. Siruela): «Leí [los cuentos de Papini] en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson, Salgari y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé».

Lecturas dirigidas (moralmente se entiende)

La década de los sesenta fue una época de lecturas atropelladas y sin brújula. La ruta en el sendero supuestamente correcto la marcaba inexorablemente la alargada sombra de la censura política y religiosa. Unos y otros nos reconducían por el buen camino, alejándonos del contubernio judeo-masónico, de las hordas marxistas pero sobre todo de la inmoralidad reinante más allá de las férreas fronteras de nuestro “Imperio hacia Dios”. La razón fundamental de las editoriales consistía en la sinrazón de una lucha constante por superar el complicado listón que las autoridades político-religiosas imponían a cada autor y a cada título hasta conseguir alcanzar –solo algunos– los escaparates de las librerías. Paradójicamente fue época de magníficos editores: José Janés, Manuel Aguilar, Luis de Caralt, Germán Plaza… que se iniciaron en los difíciles años cuarenta, se mantuvieron durante los cincuenta y consiguieron elevar la industria editorial a los interesantes niveles de finales de los sesenta. Janés murió prematuramente en un trágico accidente y Germán Plaza absorbió su editorial con satisfactorios resultados, al menos comerciales. Era la época en que Víctor Seix y Carlos Barral aunaron esfuerzos para iniciar una de las más innovadoras y arriesgadas aventuras editoriales, pero esa es otra historia.

Jorge Luis Borges y la cubierta de los relatos de Papini bajo un diseño de Franco Maria Ricci.

Un catálogo complejo

En los sesenta los condicionantes para autorizar autores y títulos seguían siendo sutiles y complejos, aunque permitían ciertos resquicios por los que pudimos leer a Chesterton y Graham Green, tal vez porque eran escritores que se habían convertido al catolicismo; también a George Orwell por su visceral antimarxismo y aunque nos vetaron Homenaje a Cataluña, si dispusimos libremente de Rebelión en la granja. El Doctor Zhivago de Boris Pasternak supuso todo un símbolo por su sutil crítica a la revolución rusa y al rebufo de Pasternak se colaron una legión de escritores antisoviéticos, entre los que hubo de todo: magníficos, discutibles y mediocres. Repasar el catálogo editorial de aquellos años nos depara sorpresas y evidencias, pero sobre todo nos descubre autores que más tarde, durante muchos años, permanecieron olvidados y hoy comienzan a recuperarlos editoriales independientes: Somerset Maughan, Lernet-Holenia, Stefan Zweig, François Mauriac, Knut Hamsun, Sergiusz Piasecki… Aunque otros, que fueron éxitos de ventas en su momento, se mantienen aún en el olvido más absoluto y dudo que soportasen hoy una relectura. De golpe me vienen a la memoria títulos como Cuerpos y almas y La máscara de carne de Maxence van der Mersch; La hora 25 y Los sacrificados del Danubio de Constant V. Gheorghiu; Vivir y El manantial de Ayn Rand; Kaputt y La piel de Curzio Malaparte; El abogado del diablo y Las sandalias del pescador de Morris West e incluso títulos precursores de la novela histórica, envueltos en soterrado erotismo, como fueron Sinuhé el egipcio y Marco el romano del finlandés Mika Waltari.

Papini rescatado del olvido

Tal vez el ejemplo más significativo sea el de Giovanni Papini, escritor florentino nacido un año después que Manuel Azaña, el 9 de enero de 1881. Activo integrante del movimiento futurista junto a Marinetti y los pintores Carrá y Boccioni. Fundador de Leonardo, revista de ideas y provocador constante en una sociedad italiana convulsionada primero por la Gran Guerra y más tarde desgarrada por la irresistible ascensión del fascismo con Mussolini a la cabeza y al que Papini se adhirió sin ningún pudor, del mismo modo que más tarde abrazó el catolicismo. Sin duda, en ambos casos, a mayor gloria de su ego. Con tan singular bagaje no resulta extraño que fuese uno de los autores extranjeros editado con mayor profusión en nuestro país desde finales de los cuarenta hasta mediados de los sesenta. Curiosamente sus primeros títulos habían sido traducidos por Cipriano Rivas Cherif antes de 1936. La editorial Aguilar publicó, a partir de 1956, justo el año de su muerte, la Obra Completa en seis volúmenes con más de 1.500 páginas cada uno que llegaron a alcanzar ocho ediciones. En las colecciones populares aparecieron casi todos sus títulos y en 1959 la editorial Planeta lanzó su obra póstuma Juicio Universal que alcanzó éxitos de venta no conocidos por la empresa desde Los cipreses creen en Dios de Gironella. Tal vez por eso se llegó a afirmar que Papini era más conocido en España que en Italia. Al menos más reconocido porque su país difícilmente le podía perdonar los arriesgados devaneos con la iglesia y el fascismo en tiempos duros que exigían otro tipo de compromiso. Tal vez resulte significativo que hace años, cuando buscaba su rastro en la Florencia natal y concretamente en el número 12 de la Via de Bardi, donde vivió y escribió Un hombre acabado, pude constatar que no existía ninguna señal conmemorativa, sin embargo en la acera de enfrente, en el número 17, una sencilla lápida recordaba el asesinato de cinco partisanos por las fuerzas alemanas en ese mismo lugar.

El joven Papini.

Un sendero que comenzó en Papini y terminó en Borges

Reencontrarse o descubrir a Papini resulta toda una experiencia, salvando de entrada los mismos prejuicios políticos que tuvimos en su momento con Celine y Ezra Pound que también se abrazaron a la causa del fascismo. Tal vez en Papini encontremos grietas más profundas que hagan temer por la estabilidad de los cimientos de su obra literaria, pero regresar a Gog y El libro negro (Ed. Plaza&Janés) supone una auténtica sorpresa para aquellos que, como trata de justificar Borges, lo teníamos olvidado y para esos otros que lo descubren por primera vez. Con un recurso tan viejo como en El Quijote, a modo de Cide Hamete Benengeli, Papini se encuentra en un manicomio con Gog, estrafalario millonario norteamericano, y este le encomienda la custodia de sus papeles, de sus escritos que el florentino decide publicar para mostrar al mundo las contradicciones de una sociedad entre dos terribles guerras. Gog, enriquecido por la guerra del 14 decide despilfarrar su fortuna recorriendo el mundo para observar sus contradicciones en boca de sus protagonistas. Publicado en 1931 y ante la expectación causada, Papini simula un segundo encuentro con Gog y en 1951, tras la Segunda Guerra Mundial y el autor en cuarentena por su más inmediato pasado, aparece El libro negro, segunda parte de Gog. Continuaba diciendo Borges en el prólogo citado que al releer a Papini: «…descubro, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones». Cuando leí a Borges por primera vez en su Historia universal de la infamia (Alianza Ed.) sentí un potente dejá vu porque aquella melodía me sonaba con potente insistencia. Tardé años en descubrir a los compositores anteriores, se trataban de Marcel Schwob y sus Vidas Imaginarias (Barral Ed.) y de Giovanni Papini y su Gog. Borges había conseguido sintetizar con genial maestría lenguaje y contenido, pero el espíritu pertenecía a dos escritores olvidados, uno de ellos era aquel peculiar “ogro” de la literatura italiana que un día me descubrió mi hermano, al iniciarme así en el atractivo mundo de la literatura para adultos.

Cubiertas de “Gog” y “El libro negro” (Ed. Plaza&Janés).

La juventud del Quijote

El estrafalario millonario Gog se dedica en El libro negro a comprar obras inéditas de autores conocidos. De este modo llega a sus manos un manuscrito de Miguel de Cervantes con un proyecto de novela titulada Mocedades de Don Quijote, inacabada porque al autor le sorprendió la muerte. Papini fue un gran conocedor de la cultura española, no llegó a cumplir su sueño de visitar nuestro país, pero sus personajes, sobre todo Gog, consigue entrevistarse con Dalí y Picasso, con un descendiente de El Cid que lo recibe en Burgos y en su visita a Madrid pregunta quién es el personaje más interesante para entrevistarse. Le sugieren José Antonio Primo de Rivera o Ramón Gómez de la Serna, afortunadamente se inclina por la tertulia del Café Pombo donde Ramón le habla sobre el derecho de los minerales y el respeto a los campos diamantíferos. Tiene el privilegio además de asistir a una corrida de toros en compañía de Federico García Lorca que le explica la poética de la fiesta. Su libro Retratos (Ed. Plaza&Janés) se abre con tres extensos capítulos dedicados a Miguel de Cervantes, Don Quijote y Calderón, fechados en 1916.